Costará tiempo para que a Rodrigo Peñailillo se le borre la pena que le significó saber que ya no será el legatario de la presidenta Bachelet.
Su sueño de haber sido presidente en ocho años más se diluyó sin dejar más rastros que un paso fugaz por un Ministerio desde donde buscaba ensayar esa pose que tanto admira de los políticos que lo antecedieron.
Todo por mentir.
Las cuentas eran claras. El más cercano a la presidenta, haciendo sus primeras armas en el complejo arte de la prepotencia desde el Ministerio del Interior que es como decir, desde la mano que mece la cuna. Toda una promesa.
Pero se le cruzó la necesidad imperiosa de mentir y para eso hay que saber. No se crea que decir una cosa cuando en verdad es otra, es solo cosa de torcer las palabras. Mentir en el caso de los políticos tradicionales y eternos, es una herramienta de las más recurrentes y por lo tanto requiere de ciertas condiciones de uso. Es un arte.
Como sabe cualquiera, por poco que sepa, los políticos nuestros son mentirosos por definición. Lo de esta gente, su oficio, es mentir con la soltura propia del que dice la verdad más demostrable. Y lo hacen mediante un despliegue increíble de medios, dependiendo de la ocasión.
Durante las campañas electorales se dan maña para ofrecer imposibles, sabiendo que están diciendo algo que no es, ni podría ser. Pero aseguran con una certeza propia de la más importante causa que eso que ofrecen se va a hacer sin falta.
Y sus promesas falsas y mentirosas se despliegan en colores brillantes en miles y miles de impresos que buscan atraer al imbécil que los vota por la machacona vía de repetir hasta el hartazgo esas mentiras, sabiendo, como saben, que si bien esas pancartas absurdas no convencen, por lo menos terminan por rendir las defensas de la conciencia del inadvertido que al final, le termina creyendo, incluso a contra su propia voluntad.
Y no hay autoridad que no mienta durante el largo o corto de su reinado en el ministerio, subsecretaría, servicio, distrito, circunscripción o mando. Esa gente, civiles o militares, deberían haberse dedicado a la literatura por la estupenda capacidad de fabular de la que hacen gala, de la envidiable potencia de sus imaginaciones que encuentran donde no hay y ofrecen lo que no existe, en mundos creados por su fantasías desbordadas
Por eso un buen político pillado en falta es un ejemplo de excepción para quienes quieran dedicarse a la literatura, a la siquiatría, o a la investigación policial.
Resulta un desperdicio para las letras nacionales el que gente con esa capacidad de crear mundos artificiales, personajes de fábulas e historias deslumbrantes, pierdan su tiempo sentados haciendo leyes de las que ni siquiera entienden algo. Lo de ellos es la novela, el cuento, la dramaturgia, no la legislación. Atentos, agentes literarios y editoriales.
Un buen político y su extraordinaria capacidad para controlar sus vectores que denuncian a quién miente, debería ser un terapeuta que ayude a la gente a controlar sus emociones, mantener su presión arterial baja y a no dilatar sus pupilas en circunstancias apremiantes. Sería un aporte para quienes buscan trabajo, se dedican al teatro o al cine, o laboran como agentes secretos.
Un político tiene rasgos delincuenciales, así sea que nunca haya sido siquiera considerado sospechoso de algo. Pero eso es solo un problema de semántica. Un buen político es su experto en transacciones fuleras, fugas imposibles, lanzazos a cacho vista, salteos de gama quirúrgica. Y siempre, o casi siempre, va a librar por la vía de mentir de la manera más descarada. Su leimotiv: come sano, roba harto y miente en grande.
Finalmente un político puede ser un buen objeto de estudios de la medicina; sobre todo de la rama, de haberla, que se preocupa de la gente extraña que resucita una vez muerta.
Un político que miente según la norma, es incombustible, invulnerable, inextinguible, eterno. Todo un desafío para la ciencia médica.
Y ya sea por la intrincada red de amistades que ha hecho durante su carrera, como por el poder que le da el dinero para pagar coimas y arreglines, el caso es que así sea descubierto con las manos en la masa, no le va a salir ni por curado. Siempre y cuando mienta en tiempo y forma.
Y ahí debemos volver a esa promesa incumplida, ese aborto de la política futura, a ese aprendiz de mentiroso que quizás por su mal entendida arrogancia, no quiso aprender como debió: Peñailillo y su tándem al que se le heló la chacra.
Hay un principio en el mentiroso de alta gama: si te pillan, nunca reconozcas que te pillaron. Muere con las botas puestas, pero nunca bajando la calidad de la mentira descubierta. Retroceder mintiendo pero con mentiras más grandes. O buscar a quien que quiera adjudicarse lo tuyo por la vía de una carta suicida o un sacrificio bien pagado.
Pero jamás intentar cubrir una mentira con otra mentira más pequeña, de otro rango. Antes muerto que desprestigiado.
Por eso, para mentir es necesario tener una capacidad de previsión estratégica, muy parecidas a los escritores que saben lo que va a pasar al final de su obra y para eso toman medidas anteriores.
Es lo que no hicieron por ignorancia o por arrogancia, todos o casi todos los que han sido descubiertos como mentirosos consuetudinarios, delincuentes de misa dominguera o entonadores de la Marsellesa con el brazo en alto. Es lo que hizo el general de Carabineros que mintió y mintió hasta quedar acorralado entre su mentira y la verdad indesmentible de lo criminal del actuar de los hombres bajo su mando en Valparaíso. Es lo que hacen los Ministros para demostrar sus incapacidades.
Es lo que hizo la presidenta a partir del desatino de su hijo emprendedor, y lo que sigue haciendo con su campaña previa y su financiamiento al filo de la ley.
Y lo que parece que va a seguir haciendo desde su podio presidencial no bien siga anunciando leyes que resuelven problemas que no se resolverán, avanzando hacia reformas que no cambian nada, o construyendo un país mítico muy alejado del real que se cae a pedazos.
Si bien es cierto que la verdad es un atributo que hay que relevar como si fuera un bien de primera necesidad, no es algo vital: sin ella se puede vivir. Pero con la mentira hay que tener cuidado, bien usada es mejor que la verdad, pero una sobre dosis puede resultar fatal.