Fray Camilo Henríquez volvió de improviso para agitar el ambiente político chileno. Su fantasma salió de las bibliotecas y recorrió los espacios públicos de debate. Para Matías Sagredo Zaldívar, el hecho no pasó desapercibido. El ex coordinador estudiantil por la AC, se percató que las ideas del padre de la prensa democrática fueron utilizadas el 21 de mayo pasado por los redactores del Mensaje y por la Presidenta para distorsionar la verdad histórica; con el fin de sustentar una propuesta de “cambios” a la constitución “sin la convocatoria de una Asamblea Constituyente separada del Congreso”, escribió Matías en elciudadano.cl. Por lo visto, todas las artimañas son buenas para no convocar el poder constituyente que radica en todo el pueblo ciudadano.
En 1813, Camilo Henríquez expresa la misma idea que Thomas Jefferson: “Una generación no puede sujetar irrevocablemente a sus leyes a las generaciones futuras. Todos los hombres libres tienen derecho de concurrir a la formación de la Constitución” (C. Henríquez, 1813).Y Jefferson, en una carta a James Madison, datada de 1789, afirmaba que toda “constitución expira después de 19 años”.
En 1789, fecha histórica de la Revolución Francesa, Camilo Henríquez tenía 20 años.
El fraile revolucionario, anticolonialista, propagandista de las ideas de la Ilustración y periodista, no sólo leyó octavillas acerca de los acontecimientos que sacudieron al mundo al final del siglo XVIII en Europa, de plena actualidad aún en la primera mitad del XIX, sino que además, siendo fraile, fue un lector agudo de Jean-Jacques Rousseau, el “maître à penser” de los revolucionarios de 1879 que derrumbarían la monarquía absolutista de derecho divino de Luis XVI. Henríquez, el demócrata, se nutrió de las ideas del autor del “Contrato Social” y del “Origen de las desigualdades entre los hombres”, y defendió con ardor sus posiciones que eran la antítesis de los modelos políticos preconizados por las oligarquías Europeas y coloniales de la época.
A la hora de la profunda crisis de las instituciones políticas de la dictadura que han recorrido la transición pactada, los dos pensadores nos inspiran en la elaboración de preguntas tajantes: ¿hay semejanzas en los relatos que los centros de elaboración de pensamiento de las derechas y de la Nueva Mayoría promueven acerca de las instituciones del régimen político posdictadura?
Los dos socios del actual duopolio siempre han coincidido en que basta con hacer reformas políticas consensuadas a las instituciones actuales para mejorar la pobre democracia chilena en crisis de representación y con graves problemas de déficit democrático (no olvidemos que la abstención alcanzó el 62% y que Bachelet fue elegida con un famélico porcentaje: 23% del padrón electoral). Avatares a los que se ha agregado un acontecimiento que era sospechado: las revelaciones de los enclaves de corrupción estructural y las prácticas antidemocráticas de las cuales son responsables la casta político-empresarial.
Son obstinados como mula los enemigos de un proceso constituyente que culmine en la elección de una Asamblea Constituyente: la solución óptima propuesta para dotar a Chile de instituciones legítimas.
En vez de llamar a un plebiscito primero, para decidir elegir una AC que redacte una nueva Constitución después, prefieren remozar el artefacto guzmano-pinochetista por medio de comisiones parlamentarias y otras fórmulas complicadas, mezcla de azar y dedocracia; tal como lo ha hecho recientemente Alfredo Joignant. Éste propuso en una columna en La Segunda: “una asamblea de 30 ciudadanos, 20 de los cuales son profanos seleccionados aleatoriamente con estricto apego a la paridad de género y 10 ciudadanos patricios en virtud de su competencia jurídica e institucional”. una “très petite assemblée”. Para la risa. Ni dice cómo escoger a los expertos. Como si al escoger al experto constitucionalista no se escogieran el sesgo ideológico, los matices y los detalles.
Estas triquiñuelas obstruyen toda posibilidad de cambio real de las instituciones con el fin de democratizarlas y ponerlas en diapasón con los tiempos presentes y sus desafíos en el plano de la desigualdad social y de género, de transparencia y participación democrática, de opresión de las naciones autóctonas, de depredación ecológica capitalista y de explotación del trabajo asalariado.
Un régimen político es un conjunto (o sistema) de instituciones mediante las cuales se gobierna un país, diría un estudioso de las instituciones políticas. No obstante, no hay instituciones que no correspondan a contextos históricos, tradiciones e influencias foráneas, agregarían los “culturalistas”. Y reconozcamos que no hay un régimen político sin estrechos vínculos con la trama de intereses económicos de los sectores dominantes, sostendría con mayor razón la tradición marxista. Es lo que acaba de expresarse en Chile de manera brutal y que mantiene al país en ascuas.
Pero, el pensador más instructivo acerca del tema es este demócrata de antes de la Revolución Francesa y prolífico filósofo, Jean-Jacques Rousseau, en quien se inspiró Fray Camilo. Cuya radicalidad de pensamiento, al considerar ilegítimo (o engañoso) el pacto que le permitía gobernar a la monarquía francesa de derecho divino, influyó en la práctica y la ideología de los revolucionarios franceses que hizo temblar a todos los déspotas de Europa y a los imperios coloniales como el español.
Estamos diciendo que no es necesario releer a Marx para criticar a la democracia formal, pero que sí conviene leerlo para comprender cabalmente que la dinámica capitalista es un factor clave para entender la corrupción como manifestación de la lógica de poder de la política neoliberal, donde siempre mandan el dinero y los mercados. Además de ayudarnos a entender que la explotación capitalista tiñe todas las otras opresiones contra las cuales se organizan y luchan los llamados “nuevos sujetos socio-políticos”.
Por lo mismo, no hay pensadores críticos que no tengan teorías “conflictivas” o “confrontacionales”. Aunque Rousseau no vio, como los pensadores del siglo XIX, la emergencia de clases sociales antagónicas divididas por la propiedad de los medios capitalistas de producción, sí consideró que la división social entre ricos oligarcas y nobles privilegiados junto al clero monarquista por un lado, y pobres plebeyos, artesanos, clero e intelectuales demócratas y campesinos excluidos por el otro, era un freno para el funcionamiento de una sociedad política legítima.
Además, Rousseau reflexionó acerca de las consecuencias de la primacía de la riqueza o del “tener” y del juego de las apariencias sociales, por sobre el “ser”, e hizo incluso una crítica al “lujo superfluo”, a los “prejuicios” (ignorancia) y a las “cadenas de la opresión” que impedían al hombre vivir de acuerdo con su naturaleza profunda que, según él, es la libertad (“el hombre nació libre y en todas partes está encadenado” J.-J. Rousseau). Fue además, el primero en criticar la idea de “Progreso” (en las ciencias y las artes) y la autosuficiencia de la modernidad dominada por la técnica que se dio como tarea amaestrar la naturaleza. Y a contrapelo de los liberales ingleses mercantilistas y de los cartesianos positivistas. Su visión bucólica de la naturaleza presagia el riesgo y las consecuencias nefastas que acarrea la ruptura del vínculo con ella; porque el hombre es un ser “natural” e histórico (perfectible) a la vez.
En resumen, la filosofía política de Rousseau afirma que el único régimen político legítimo es aquel que resulta de un contrato social entre los miembros de una comunidad nacional (de los que quieren o tienen que vivir juntos como iguales). Dicho de otro modo, que las instituciones políticas y sus leyes que las regulan, para ser justas, razonables y legítimas tienen que ser el resultado de un debate primero y de un acuerdo después. Y esto con la participación activa de todos los ciudadanos.
Según Rousseau —quien tuvo que dejar Paris para irse al exilio a Ginebra y luego a Prusia (1762)— para conservar su libertad— una comunidad política o nación se forma cuando hay un contrato social o Constitución Política que emana de la voluntad de todos sus miembros. Y no por la sola contingencia y circunstancia de haber nacido dentro de las fronteras de un Estado. Dicho de otro modo, ser un ciudadano libre es tener un vínculo político consciente con una comunidad de elección.
Es obvio que cuando se procede de esta manera la pregunta que salta de inmediato es: ¿Cuáles son entonces las instituciones y leyes fundamentales que necesitamos para vivir juntos y para seguir siendo iguales y libres en sociedad? Lo importante es que la resolución de este problema se haga de manera democrática. Según la tradición republicana rousseauista, con una Asamblea Constituyente cuyo acto y realización se prepara cuidadosamente puesto que los ciudadanos deben tener tiempo para debatir y poder participar de manera informada.
¿Y cómo se prepara?
La respuesta de Rousseau se encuentra en uno de sus principios que de manera escueta reza así: “una democracia debe educar a sus ciudadanos”. De donde se desprende que este proyecto se realiza de manera permanente en un sistema de instrucción pública accesible a todos por igual como condición necesaria de posibilidad. Así pues, como corolario negativo, sabemos por qué las derechas del duopolio no han querido educación pública ni Asamblea Constituyente, ni menos cursos de ética política ni de educación cívica.
Rousseau, desde 1754 les diría a las derechas criollas: ustedes no son auténticos demócratas; de la tradición liberal inglesa de John Locke tomaron lo peor: la propiedad privada. Para Rousseau, la gran propiedad de la tierra (hoy diríamos con Marx, de los “medios de producción”) constituía el comienzo de la división social (“de ahí surgieron todos los males” escribe Rousseau; es decir el conflicto social). Uds. le tienen miedo a la democracia y a la voluntad general o soberanía popular. Prefieren una democracia para las elites; algo así como una monarquía constituyente.
¿Y los ex concertacionistas de la Nueva Mayoría Sr. Rousseau?, le preguntaría alguien desde Chile al pensador crítico de la modernidad: “Hélas, diría Rousseau (o en conformidad con sus ideas), por conveniencia y falta de convicciones sociales igualitarias optaron por la Constitución pinochetista del 80 y sus ajustes, y parece ser que la mayoría de ellos no están dispuestos a jugárselas por una Asamblea Constituyente que redacte una nueva carta fundamental”.