La aseveración del Ministro Vocero en orden a que la “La principal garantía que el programa se cumplirá se llama Michelle Bachelet”, se podría interpretar como una irresponsabilidad.
Que todo dependa de lo que pueda o no hacer la presidenta resulta una conducta del todo aventurera. Es como decir: quizás, no sabemos, a lo mejor.
Y es un abuso si se considera la fragilidad del estado emocional del que hace gala, por lo cual sus determinaciones corren el riesgo de ser todo lo contrario de lo que se supone. O simplemente, no ser.
Ha quedado demasiado expuesta la debilidad del supuesto liderazgo de Bachelet.
Desde el momento en que se desencadenaron los dramáticos hechos que hicieron coincidir el rebalse de la cultura que desde siempre ha ligado a los poderosos con los políticos, pasando por el escándalo familiar que la desbarrancó en credibilidad y confianza, hasta el día en que vivimos, no ha habido sino una seguidilla de hechos de una torpeza increíble.
No solo por el momento y la forma en que avisa su cambio de gabinete, que dicho sea de paso incumple lo que ella misma había comprometido, sino por su composición, que va en camino de desatender de nuevo sus compromisos: un Ministro de Hacienda pro empresarios y de un Ministro del Interior cuya postura en contra de una Asamblea Constituyente es de sobra conocida, son desatinos impropios de un liderazgo. Estos enroques y cambios más bien aumentan el desconcierto.
Hay quienes aseveran que Michelle Bachelet jamás se comprometió a mecanismo constitucional alguno y otros que dicen que sí lo hizo. Y lo más probable es que sean ambas aseveraciones igualmente ciertas, dependiendo del momento y auditorio al que iban dirigidas. Un trabajo pendiente para los futuros arqueólogos de la política.
El caso es que la presidenta bien puede decir blanco y un momento después decir negro, con la misma decisión y convicción. Y luego sus voceros, intérpretes y exégetas, se encargarán de buscar la mejor manera de armar una versión creíble y ajustada a lo que se supone debió decir en un primer momento.
Es que para decir las cosas como son, el pretendido liderazgo de Michelle Bachelet no ha sido sino una construcción de la nueva camada de políticos que saben de la necesidad de suplir a los que ya cumplieron su ciclo vital.
Este nuevo tándem de poderosos tuvo la gracia de convencer a la presidenta de esta segunda aventura, que no era en absoluto necesaria sino para dejarlos instalados como su herencia histórica, ambición de todo político que se la crea.
Así, montados en esos números históricos de aprobación ciudadana, la cuenta resultaba clara y del todo auspiciosa: Rodrigo Peñailillo y su equipo tenían la mejor opción de ser los legítimos herederos de la mujer que alcanzaría dos veces el Sillón de O’higgins.
Lo demás: coser y cantar.
Y de pronto, falló el liderazgo. Y falló precisamente porque lo de Michelle Bachelet no es liderazgo, es decir, no se trata de alguien que pueda conducir con lucidez, decisión, con capacidad de prever escenarios y de tomar decisiones drásticas y oportunas. No es porque no encarna los deseos más anidados de los se supone le siguen.
Liderazgo supone mucha gente detrás. No un grupo reducido por muy fieles y leales que se definan. Supone coherencia entre el decir y el hacer. Y por sobre todo, significa lealtad con los supuestos liderados, aquellos que siguen confiando en que las cosas ahora sí pueden mejorar sus vidas diarias.
Nada de eso se ha cumplido. La gente sigue igual o peor, sufriendo el avance de una cultura que se funda en la existencia de un grupo reducido de poderosos que han tenido la audacia de beneficiarse tanto de la dictadura como de lo que vino a continuación y que reina por sobre la amplia mayoría que sobrevive ajena a los prodigios de los promedios y las cifras.
Quizás lo más trascendente de su gestión sea haber logrado lo que pocos pensaban: el rechazo ciudadano absoluto a un sistema político cuyo desprestigio tiene rasgos de crisis institucional, más que política.
Y esa proeza sí que habrá que reconocérsela. En eso sí ha sido garantía.