No sé cuándo ni cómo se le fue a ocurrir a Pedro de Valdivia instalar un asentamiento humano en un territorio tan convulsionado por unos fenómenos naturales que hacen muy difícil la vida : en un lapso muy corto, pasamos de terremotos y/o maremotos, a inundaciones, a erupción de volcanes – que en Chile hay por centenas y todos muy jóvenes -, pero la tragedia se transforma en farsa cuando comienzan a repetirse los mismos lugares comunes, es decir, que Chile es un país sísmico, desértico, volcánico y otros, y que, por consiguiente, debiera existir una política de diagnóstico permanente, así como planes de emergencia debidamente estructurados. En todos los casos de siniestro terminan pagando los jefes de la ONEMI, el ministro del Interior e incluso, el Presidente de la República de turno por negligencias e incapacidad ante los desastres, en este caso, surgidos desde las entrañas de la tierra, o del “mal criterio” de quienes fundaron un país en un lugar donde la naturaleza se niega a ser amigable con el hombre.
El homo chilensis ha desarrollado, a través de la historia, un sentimiento trágico de la vida – para usar la expresión de Miguel de Unamuno – y en cada tragedia descubrimos el Chile monstruosamente injusto como consecuencia de la dominación de la oligarquía centralista, cuyo ethos medular es el desprecio a los ciudadanos que viven en la pobreza, cuyo número asciende al 90% de la población que, para ellos, no son más que rotos, flojos e ignorantes.
Desde el régimen portaliano hasta nuestros días hemos estado dominados por una plutocracia santiaguina que absorbe gran parte del presupuesto nacional, y que a partir del contubernio pinochetista-concertacionista, se ha ido transformando el Estado en un especie de ogro filantrópico, cuya principal capacidad de gestión se centra en otorgar bonos de tiempo en tiempo, a fin de lograr popularidad, o bien, calmar la indignación de la ciudadanía ante tanta injusticia. En cada catástrofe descubrimos la inhumana inequidad territorial existente en nuestro país.
Si dirigimos nuestro análisis a la crisis de dominación oligárquica en la cual estamos inmersos, y que las élites tienden a negar o a minimizar, se hace también evidente esta mezcla entre tragedia y farsa, que caracteriza nuestra historia: nada más insensato que el creer que sólo es una crisis de confianza, que pasará con el tiempo o bien, que una noticia más contundente en su inmediatez termine por restarle importancia en la agenda periodística, e ir apagando la justa ira ciudadana. Esta actitud es una muestra más de que nuestras castas políticas en el poder no entienden que la corrupción del sistema político emana de la privatización de una actividad cuya esencia es lo público y, por consiguiente, desde este vicio arraigado no puede surgir otra cosa que la compra de los políticos en beneficio de las grandes empresas, que se han apropiado de esta otrora noble actividad, que es la política.
Este sistema, tal como se ha instalado en Chile, es incompatible con la república y con la democracia, en consecuencia, no pueden emerger sino príncipes, coroneles, mafiosos, operadores, lobistas, que, por lógica, se autodenominan dueños del país, al considerarse que son los únicos que poseen cultura y dinero, y que están rodeados por una masa ignorante y peligrosa. Hay milis de ejemplos en la historia de Chile para retratar este terror y desprecio, propio de la oligarquía dominante, respecto de lo que ellos llaman “los rotos”.
De la tragedia hemos pasado a la farsa: nada más dantesco, por ejemplo, que el otrora revolucionario Óscar Guillermo Garretón, que el 11 de septiembre de 1973 aparecía en carteles y diarios de la época como el más peligroso de los terroristas y sediciosos terroristas marxistas leninistas, hoy se haya convertido en el patrón de patrones – cargo muy similar al del famoso Pedro Carmona, el golpista de 2002, en Venezuela –. Esta farsa esconde la tragedia de la conversión de los antiguos revolucionarios cristianos del gobierno de la Unidad Popular en los más fanáticos actores y defensores de la plutocracia. Las filípicas contra las reformas propuestas por el actual gobierno son más radicales que las de cualquier dirigente empresarial o de la UDI y, en lo único que se les puede diferenciar es en su carácter sibilino y cínico.
En medio de esta crisis también han surgido personajes farsescos como Sebastián Dávalos y su mujer, Natalia Compagnon que, una vez descubiertos en su ilimitada ambición de allegar dinero fácil – presuntamente por tráfico de influencias – no se les escucha más que tonterías que los transforman en el hazme reír de la sociedad y aumentar su fama de pillines.
Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)
23/04/2015