El secreto de Michelle Bachelet fue justamente no tener liderazgo. De esta forma los fácticos movían los hilos del poder, solapándose en su credibilidad y respetabilidad. Ahora, todo ese capital político se ha ido por el despeñadero. El Caso Caval y lamentablemente también las boletas emitidas a SQM, según la acusación que pesa sobre el operador político, Giorgio Martelli, principal recaudador de fondos para las campañas de la Concertación por medio de Asesorías y Negocios SpA (AyN)–, la despojan de esa suerte de ingenuidad, que la transformó en el engranaje para que el estatus quo continuara funcionando a la perfección.
Haber sido financiada por el pinochetista Ponce Lerou, devela por fin, una situación propia de la “democracia de los acuerdos”: existe sólo una clase política. Su quehacer se desarrolla sin dialéctica dentro de la hegemonía. No hay diferencias, y ni siquiera binominalismo. Ningún bloque representa intereses de una clase particular, sino que sus propios intereses en defensa de privilegios derivados de las prebendas nacidas del lobby, tristemente financiado por capitales y empresas que otrora fueron del Estado de Chile.
No se trata de diferenciar Penta, SQM o Caval, porque responden a lo mismo. Y es un hecho que se arrastra hace ya dos décadas. Hoy el escándalo evidencia el modus operandi de Bachelet (que veranea con Piñera); mantener su rol en la política a costa del vasallaje frente a la derecha económica. Y finalmente, lejos de “enterarse por la prensa”, es quien decide seguir este camino. De la desempoderada, víctima y funcional no-líder, pasa a ser protagonista de la debacle. En efecto, sí tiene poder de hacer caer a la Concertación en su sustento ético, único elemento diferenciador con la derecha, que se ve trizado y se desploma con estruendo sobre La Moneda.
El nivel de desaprobación de la NM es del 65%, situándose a 11% del nivel de desaprobación de la UDI (74%), según la última Adimark. Preocupante cuando el contexto de la sociedad chilena es de total apatía y profunda desesperanza. Un 60% no participa del ritual electoralista que opta por la farándula de candidatos, sin apelar a un proyecto país que recoja los anhelos de justicia de las grandes mayorías
Atendiendo a estas “condiciones históricas”, se eleva la demanda por una Asamblea Constituyente, y de paso se convierte en una “oportunidad” para quienes ven en este eslogan un salvavidas para escapar del Titanic político. Es así como la AC resulta ser el fetiche en el sector progresista de la Nueva Mayoría, aun sabiendo que el sentido común está secuestrado por el estado neoliberal de las cosas, la despolitización y la crítica facilista del “que se vayan todos”.
La atomización, la abulia, y el descrédito han penetrado inclusive en los espacios que antes fueron la base de movimientos sociales que no actuaban como consumidores en busca de subsidios o gratuidad, sino como un pueblo en busca de dignidad. Por otra parte, no contar con claridad respecto a los contenidos a revisar en la Constitución, es seguro argumento para que sean nuevamente las élites las que decidan por el pueblo.
Ahora no son políticos, sino “intelectuales y juristas” los que encierran la discusión. Si bien la academia es mejor a la cocina y los salones, no es escenario suficiente cuando queremos que el debate esté en las calles. Todo esto hace peligrar la legitimidad y la representatividad también de una AC, por el apuro en concretar reformas políticas (para salvar conciencias y liderazgos arbitrarios o alicaídos), careciendo de una ciudadanía deliberante.
Además, no toda la responsabilidad de cambio recae en una nueva Constitución. No podemos dejar de advertir, por ejemplo, que el Principio de Subsidiariedad, es una “interpretación” del Tribunal Constitucional hecha en democracia y no como muchos quisieran creer, un legado de Jaime Guzmán y su engendro leguleyo. Porque el proyecto “público-privado”, que abrió la puerta a la atrofia del Estado y la resolución de problemas públicos por medio de “emprendimientos” privados, se consagró en una relación espuria y solapada entre la derecha y la socialdemocracia, que hoy termina por transparentarse, pero sin abrir una disputa ideológica que recupere la confianza. De hecho, se ha apostado por la posibilidad de un “acuerdo político” y la candidatura del tótem por antonomasia de la Concertación: Ricardo Lagos Escobar.
Por eso, si de verdad Giorgio Jackson y los demás activistas institucionalizados en el oficialismo, quieren concretar un cambio constitucional por medio de la Asamblea Constituyente, sin atajos, deben abrir un PROCESO que sea el comienzo de un cambio cultural profundo. La educación cívica popular en plazas, colegios, escuelas, instancias civiles de organización, entre otros que no están dentro del “espacio de confort”, nos dará la salida a un estado de corrupción general, en donde ni la simpatía, ni el género pueden amortiguar la putrefacción. Haciendo seminarios para que nos encontremos los mismos de siempre, no lograremos capturar la atención y, lo más importante, la comprensión para trabajar convergentemente para reestructurar el tejido social. Es esa la tarea que hoy nos compete: influenciar, esperanzar y motivar el nacimiento de voces representativas y soberanas para un nuevo Chile y no continuar reverberando en espasmos propios de un cuerpo agónico para que los traidores de siempre, den continuidad a los doscientos años de una República comatosa, bajo el peso de la noche.