Hasta para el observador más desprevenido es evidente que la casta empresaria-política está podrida: no asistimos a un empate entre Concertación y Alianza – ni siquiera a la expresión de la justa indignación popular respecto al poder político-económico -, sino a un problema mucho más grave, que se puede caracterizar como la crisis de dominación oligárquica. En nuestra historia tenemos un solo precedente, que abarca el período 1920-1932, un largo lapso caracterizado por la permanente inestabilidad político-institucional – los historiadores reaccionarios llaman, equivocadamente, “la segunda anarquía”- en que se da el traspaso del poder oligárquico al surgimiento de las capas medias, que se expresará en los sucesivos gobiernos radicales y el período llamado de “sustitución de importaciones”.
Todo poder, sabemos supone una forma de dominación que cuenta con tres formas de legitimación, según Max Weber: tradicional, carismática y la legal o racional – en el caso actual chileno, estaríamos en una crisis de legitimación pues, en el fondo, Michelle Bachelet, dotada de un carisma especial, permitió salvar a un sistema político-duopólico de la extinción, producto del rechazo ciudadano y, sobre todo, por prácticas corruptas generalizadas, que termina cediendo el poder político a los grandes magnates del poder económico -.
El sistema político chileno, desde hace algunas décadas, ha ido perdiendo legitimidad electoral, pues es difícil llamar legítimo a una monarquía electiva que, apenas, contó con el 25% de los ciudadanos que se expresaron en las urnas, en la última elección presidencial; aún se hace más difícil aceptar como representantes de la ciudadanía a diputados y senadores que sólo han obtenido el 8% de los votos en sus distritos y circunscripciones, respectivamente – hay que agregar que la democracia electoral sólo concede a los ciudadanos el voto, pues la selección de los candidatos está en manos de las mafias políticas que, entre cuatro paredes determinan, previamente, quienes van a ocupar los sillones parlamentarios, que se compran por una determinada suma de dinero que, en el caso de hoy, es financiado por las grandes empresas y, así, tienen al parlamentario como una especie de mozo al servicio de los intereses de sus intereses pecuniarios.
En las democracias representativas cada vez tiene menos sentido la idea de que los parlamentarios son los empleados de los ciudadanos, pues según la idea de Edmund Burke, el representante, una vez elegido es soberano para hacer lo que le plazca y votar a su amaño, sin rendir cuenta a sus electores, y sólo será sometido a juicio de sus votantes en los siguientes comicios. Esta idea de la representación hizo agua en la democracia bancaria, donde a los millonarios les basta comprarse al representante para que la llamada soberanía popular no sea más que una mera burla – hoy no votan los ciudadanos, sino los bancos y las empresas, en consecuencia, la democracia se convierte en una plutocracia, de carácter endogámico, es decir, el botín del dinero fiscal se reparte entre partidos y sus familias, que se han apropiado del poder -.
Si logramos el milagro de que los árboles no nos tapen el bosque, podríamos ver con claridad meridiana que el problema que enfrentamos no es sólo jurídico, ni siquiera ético, sino que es la expresión más acabada de la democracia bancaria, del dominio oligárquico de una casta que se apropió, desde hace mucho tiempo, del poder político.
Es lógico que en medio de esta crisis surjan una serie de propuestas, algunas muy descabelladas, como cambiar el gabinete ministerial y llamar, justamente, a los políticos culpables de esta crisis, entre ellos al “pavo real”, Ricardo Lagos y, sobre todo al mozo de los norteamericanos, José Miguel Insulza – nada más insensato que llamar de nuevo al partido pinochetista de la Concertación, pues no podemos olvidar que, en la democracia bancaria muchos de los socialistas y de los socialcristianos han terminado como más corruptos que la antigua aristocracia, lo cual significa que “los apellidos bancosos son mucho más letales que los vinosos”.
No es tampoco una salida adecuada el disolver el Congreso y convocar a nuevas elecciones, menos si aún no se ha expulsado a los miembros más corruptos de las castas plutocráticas pues, como algunos temen, podría repetirse las mismas personas que se han apropiado del poder.
Las crisis de dominación oligárquica, como lo prueba la historia, son largas y no existe ninguna pócima mágica que las solucione, pero no por ello debemos permanecer estáticos, así, me parece que el único Camino Racional sería el devolver el poder a la ciudadanía – como es el sentir de más del 70% de los ciudadanos – llamando a un plebiscito en que se decida el camino de una Asamblea Constituyente y para lograrlo, la Presidenta tiene la solución en sus manos: basta con modificar dos artículos de la Constitución actual, el artículo 15, al cual sólo hay que agregar “…y las leyes…” y reemplazar el artículo 32, No. 4 que dice “convocar a plebiscito en los casos que corresponda conforme a la Constitución y las leyes. El Presidente podrá convocar en todo caso a plebiscito si cuenta el acuerdo de ambas cámaras del Congreso Nacional”.
Si la voluntad política de la Presidenta se expresara en esta reforma constitucional podría abrirse camino a la fundación de una república que, a mi modo de ver, solamente existió en un corto período de nuestra historia política, de 1958-1973 – desde el Bloque de Saneamiento Democrático hasta el gobierno de Salvador Allende.
Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)
18/04/2015