Hay un hilo, sólido como el acero, que se hunde desde estos días hasta los aspectos más crueles de nuestra historia reciente. La catástrofe política, un estallido que se extiende hacia los espacios económicos e institucionales amenazando los sociales y culturales, tiene sus orígenes en el desmantelamiento del país como entidad política y social para reemplazarla por una basada en la individualidad, la competencia y el mercado.
Una catástrofe que comienza a identificar como sus principales causas el mismo germen que gatilló hace más de 40 años el golpe de Estado. El núcleo más esencial e ideológico de la dictadura, aquella oligarquía endurecida y cristalizada, esas clases privilegiadas y rentistas, están otra vez involucradas en este renovado cataclismo político.
La percepción, como sucede ante las catástrofes de proporciones, es aún confusa, y las reacciones iniciales son lentas y torpes. La arquitectura levantada desde los albores de los años 90, elogiada como modélica para la región y el mundo, se ha venido abajo como una vieja escenografía. Y tras el polvo levantado aparecen, ante el estupor nacional, los mismos rostros y emblemas de la dictadura. El verdadero núcleo, la estructura visible que queda de la transición, ha sido construida durante la dictadura. El desastre institucional es un efecto directo de la refundación neoliberal de los años setenta y ochenta.
Qué mejor imagen para apoyar esta escena que el caso Penta-SQM. Ambas empresas fueron armadas durante los años más crueles de la historia y una de ellas, alter ego del mismísimo Pinochet. Que Julio Ponce Lerou y Hernán Büchi, yernísimo y delfín del dictador, aparezcan como rostros emblemáticos de la corrupción es también la constatación de la presencia del más oscuro pasado en el momento político. Los fantasmas de la dictadura están en cuerpo presente, representando el antiguo terror en nuevas y encubiertas formas de violencia; el mercado y todas sus trampas, artilugios y celadas, la competencia y el culto a la individualidad, el dinero, el consumo y el crédito desenfrenado, las hipotecas en todas sus variantes y plazos actúan cual caballo de Troya neoliberal durante la postdictadura para la compra de conciencias como una lenta y sostenida adicción. La clase política cayó rendida ante esta silenciosa violencia del dinero: como el almohadón de plumas de Horacio Quiroga, esconde un monstruo tras su suavidad; el soborno y el cohecho ocultan tras el dinero la destrucción y miseria individual y social.
El poder de las armas y la muerte es sucedido por el poder del dinero, por su seducción y su enorme capacidad de corrupción. Dos caras de la misma moneda, dos acciones para la conservación del poder. En ambos casos, el objetivo de la extrema codicia ha justificado todos los medios: desde el asesinato y la tortura masiva a la corrupción de las instituciones.
El poeta Enrique Lihn observó en los albores de los ochenta, en su obra El Paseo Ahumada, cómo la corrosión moral se gestaba en el modelo neoliberal. Nada sano podría nacer de una bestial dictadura. Años más tarde, el sociólogo Felipe Portales percibió y escribió en diversos libros y textos cómo la Concertación administraba y profundizaba las políticas instaladas por Pinochet y la oligarquía, traicionando las expectativas de sus electores.
Lo que observamos en estos días no sólo constata la visión adelantada de estos dos autores, sino nos ha colocado en un trance del cual aún no salimos. Todavía no reaccionamos a la extrema violencia de las circunstancias. Es un hecho que nos impactamos cuando vemos al pinochetismo más extremo operando a sus anchas, pero nada es comparable cuando comenzamos a percibir que quienes dijeron representarnos no sólo se alimentaron con el dinero obtenido mediante las privatizaciones de Pinochet, sino que pactaron y se convirtieron en sus más leales aliados. Es lo innombrable, aquello que su solo pensamiento o posibilidad de realidad nos estremece. Es también el desamparo y la desorientación. Como una ceguera temporal y una pérdida de todas nuestras referencias. Es la completa soledad y abandono del elector, el fin de aquel sujeto (que resultó un espantapájaros) político vestido y disfrazado durante la postdictadura.
Ante esta situación, que se hunde hasta niveles muy complejos y dolorosos de nuestro subconsciente, todo el país queda golpeado. No se trata de un pacto entre algunos políticos, o incluso de toda la clase política con los herederos del poder arrebatado tras el golpe de Estado, sino de un proceso político íntegro que ha tocado fondo. Como ciudadanos, como entidades políticas, estamos despojados, desnudos y desorientados después del desastre. Sin techo ni piso, perdidos y desconfiados como seres maltratados.
Hace más de 40 años varias generaciones de chilenos vieron con espanto cómo los tanques y aviones destrozaban La Moneda, cómo la oligarquía asesinaba los procesos sociales y las ilusiones de justicia. Esas generaciones observaron con terror y confusión lo que se caía ante sus ojos, pero tenían la certeza de presenciar un fin, un quiebre histórico. Lo que sucedería a aquel estallido sería diferente y, posiblemente, terrible. Hoy presenciamos un proceso que tal vez contenga elementos similares de ruptura histórica. No lo podemos saber con certidumbre, pero el estado de estupor y confusión tiene rasgos parecidos con el de entonces.
Lo que percibimos de manera discontinua y desordenada es la precipitación y aceleración de un proceso que avanzó pesadamente durante décadas, invisible a nuestra mirada. Como una erupción volcánica, efecto de la acumulación de energías subterráneas. Un movimiento telúrico político que se presenta con unas características muy singulares. Porque a diferencia de las grandes crisis, que expresan en una explosión las colisiones propias de una tensión social y económica entre clases, esta vez observamos el colapso interno del sistema político instalado para favorecer y proteger a las elites. Y se cae ante nuestros ojos sin que la dañada ciudadanía haya movido un dedo.
¿Es posible entender el sentido de este desastre político? Quizá haya señales sobre la inviabilidad del capitalismo extremo, que incuba, necesariamente, su propio huevo de la serpiente. Porque la concentración de la riqueza, la depredación en toda su extensión, desde la ambiental a la laboral, social y humana, el progreso mismo como mito que deriva en el consumo desquiciado, conducen a su propia destrucción como sistema. Este modelo, que identificamos como neoliberal, sólo se ha sostenido bajo dos tipos de gobiernos: la dictadura y la espuria democracia binominal, cuyas estructuras, hoy vemos ya con cierta claridad, siempre estuvieron corruptas, llenas de trampas y diseñadas como una extensión de los principios rentistas y los privilegios de las oligarquías territoriales y financieras. El mito neoliberal sólo pudo mantenerse durante estas últimas décadas a base de la corrupción empresarial y política. La extrema desigualdad que ha torcido a Chile es sólo la consecuencia más evidente. Sólo la más visible, porque el modelo comercial individualista elevado por las elites como paradigma ético tiene efectos sociales y culturales que ya también padecemos.
Es allí donde hoy estamos, con la armazón neoliberal, empresarial y política por los suelos. La pregunta es dónde está la salida. Ya es hora de una verdadera acción política.
PAUL WALDER
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 825, 3 de abril, 2015