Durante el primer gobierno de la Concertación, la política tuvo una oportunidad magnífica de apoyarse en el pueblo para convocar a una Asamblea Constituyente, tal como lo había planteado el ex presidente Eduardo Frei Montalva a objeto de darnos una institucionalidad realmente democrática. Sin embargo, se prefirió la connivencia con los derrotados; se favoreció la impunidad para los grandes violadores de los Derechos Humanos y, por expresa decisión de La Moneda, se optó dar por perdidas las centenares de empresas públicas que la Dictadura confirió a un puñado de audaces hoy convertidos en multimillonarios y los principales defraudadores del Fisco. Enseguida vino la “política de los acuerdos, el encandilamiento de la Concertación con el sistema económico y social heredado y, por último, el apoltronamiento político en los cargos públicos, gracias al sistema electoral binominal muy bien administrado con la derecha y el ex pinochetismo.
Empresarios y dirigentes políticos que tenían la conciencia sucia reconocían en privado que nunca esperaron una Transición tan condescendiente con ellos, con su codicia, así como, también, verdaderamente propicia a su impunidad. Se sabe que el gobierno del “socialista” Ricardo Lagos fue visto con cierto temor por la derecha después de dos administraciones más bien hegemonizadas por la Democracia Cristiana; sin embargo, el Presidente del MOP GATE terminó idolatrado por la clase empresarial a consecuencia de las nuevas oportunidades de negocios que les brindó, por las privatizaciones que volvieron a prosperar en todos los ámbitos y hasta por los créditos que se les facilitó para hacerse de nuevos bancos, concesiones mineras, universidades y otras fuentes de lucro. El propio Dictador, detenido en Londres, logró escapar de un juicio internacional gracias a los “buenos oficios” del oficialismo y consecuente con lo que el gobierno de Aylwin ya había decretado: hacer solo “justicia en la medida de lo posible”. El Dictador escapó también al enjuiciamiento de nuestros propios tribunales, falleciendo en su cama y ser sepultado con honores durante la primera Administración de Michelle Bachelet.
Lo que vino, desde luego, fue la renuncia de la política a impulsar los cambios prometidos, al grado que, después de 26 años de posdictadura, sigue vigente la Constitución de 1980 y recién se materializa una tenue reforma al sistema binominal, la cual para muchos sigue siendo el mismo esperpento electoral, solo que con algún maquillaje democrático. De esta forma es que con la renuncia a los cambios sustantivos sobrevino, después de tantas defecciones, el monstruo de la corrupción. Es decir, el asalto a los caudales públicos, la injerencia completa del dinero en la política, así como el nepotismo y el clientelismo más descarados en la repartición de los cargos públicos. Pasando por algunos insólitos acuerdos cupulares para atenuar las sanciones a la colusión empresarial y mantener privilegios como el del fuero parlamentario, que funciona muy bien en inhibir la acción oportuna de la Justicia respecto de los abusos de los legisladores.
El gobierno de Sebastián Piñera fue posible más por los desaciertos de la Concertación que por los méritos propios del empresario político, salvo la ventaja que ejerció para financiar una multimillonaria campaña electoral. No obstante, su administración no significó nada distinto del desempeño de sus antecesores, aunque le dio a los concertacionistas la posibilidad de arribar a un nuevo referente como el de la Nueva Mayoría y plantear un programa de reformas que, en lo que llevamos, ha resultado mucho más discreto de lo prometido, pese a la amplia mayoría que el oficialismo tiene en el Poder Legislativo.
Pero el estallido de gruesos escándalos de corrupción a menos de un año de gobierno amenaza severamente el itinerario de cambios, sobre todo cuando estas transgresiones son transversales a toda la política representativa e, incluso, han llegado a involucrar a personas muy cercanas a la propia Presidenta de la República. Luego de que la derecha estaba en el suelo por sus contradicciones y querellas internas, hoy enfrentamos un escenario en que la confianza que logró concitar la Nueva Mayoría y, en particular, la Primera Mandataria se han precipitado rápida e inexorablemente en el desánimo ciudadano, en la idea generalizada de que toda la política y sus referentes partidarios están en franca descomposición. “Que se vayan todos” fue el grito que se impuso en la primera manifestación callejera contra la corrupción. Expresión que hoy se traduce en la demanda popular porque haya justicia respecto de los casos Penta, Soquimich y Caval y otros que inexorablemente asomarán. “Caiga quien caiga”, como lo ha llegado a proclamar la misma Presidenta, cuando su propio hijo y nuera de ella aparecen imputados en uno de estos repugnantes episodios.
Sin embargo, como “monos porfiados” han surgido algunas figuras de la política cupular que, con desparpajo y parapetados en eufemismos, abogan por un “arreglo político a una crisis política”. Propuestas que se proponen, en buenas cuentas, decretar un “perdonazo” a los dirigentes políticos embadurnados por los dineros de los grandes empresarios en las últimas elecciones parlamentarias y presidenciales. En particular es lo que se lee en las propuestas del expresidente Lagos y del exsenador UDI Jovino Novoa, en sendas entrevistas concedidas a El Mercurio, La Tercera y otros medios que, como de costumbre, apelan a la impunidad para “proteger al estado de derecho” que buscan cautelar.
Lo más saludable esta vez ha sido la oposición transversal que se expresa a esta idea de “echarle tierra” a los escándalos. Reconforta, en este sentido, que todavía quede algún grado de pudor en las autoridades, aunque en realidad se trate más bien de un pragmatismo político que no se atreve a desafiar la indignación general, como aquella denodada acción de los fiscales que se proponen llegar “hasta las últimas consecuencias” en sus indagaciones.
Todo lo anterior, sumado a la decepción generalizada del pueblo por la ineptitud y falta de prevención de la política respecto de las graves desastres naturales del norte y sur del país, convence a los chilenos de que la oportunidad remontar pasa por una consulta y convocatoria al pueblo para consumar la tan demandada Asamblea Constituyente, como una nueva Carta Fundamental. Instrumentos que puedan ponernos verdaderamente en la ruta de un régimen democrático que se exprese en la organización del estado, el orden socioeconómico, los derechos sociales, la diversidad informativa y la recuperación de nuestra soberanía en relación a nuestro patrimonio natural. Un derrotero político que pudiera salvar a la Presidenta de precipitarse todavía más en la impopularidad y darle al país una salida republicana a su profunda crisis de desencanto.