A veces las formas terminan antes de desaparecer. Las formas que se agarran al mundo en el que fueron forjadas jamás huyen rápidamente. Las formas como el Estado chileno en su matriz subsidiaria ha hecho demasiados favores para desmoronarse de un día para otro. No será rápido su derrumbamiento, pero su posibilidad ya está anunciada. Si se quiere, podríamos decir que la actual forma del Estado está terminada pero no concluida en la exhibición pornográfica de su propio reverso fáctico: su derecho se muestra como guerra, su mercado como miseria, su Estado como policía, sus dispositivos de protección, como estrategias de precarización.
Como el secreto que contiene a las grandes corporaciones, al Estado y a la Iglesia católica, un objeto tan cotidiano como la cama quizás constituya el lugar en el que se fraguó el nuevo pacto oligárquico que transformó a la dictadura militar en una nueva dictadura financiera. La cama, un lugar íntimo, excluído de toda visibilidad pública, en la que los cuerpos son habitados por el cansancio y las conciencias se abandonan a los sueños. Incluso cuando se ingresa a una casa, jamás la cama yace al lado de la puerta de salida. Casi siempre, dispuesta en un lugar sino recóndito, al menos, alejado del fragor callejero.
En su tiempo, la cama fue investida por el cristianismo medieval con el don de la reproducción, y consagrada por la época burguesa como el crisol de la privacidad. La cama fue el sitio en el que las antiguas monarquías arriesgaban su continuidad y al que la historia parece haber reservado una cierta legitimidad para el intercambio sexual. Fuera de la cama, parece que tal intercambio fuera impropio. Difícil que el amante duerma en la misma alcoba en la que duerme el marido, extraño que los soldados que arrasan una ciudad ejecuten su violación en la privacidad de una habitación.
La cama abre de inmediato dos espacios: uno exterior en el que se juega la clandestinidad, y uno interior, investido de la suficiente legitimidad. El primero destruye el pacto familiar, el segundo lo consuma. Por eso, la cama no es cualquier dispositivo, sino aquél que posibilita a la economía capitalista: ubica a los cuerpos para su reproducción, proyecta a la familia para su consolidación y garantiza al Estado su continuidad. La cama no llega a ser un “aparato ideológico” como la familia, sino la materialidad que la hace posible, el primer medio de producción, para la primera fuerza productiva (los cuerpos).
Hoy la cama de Chile se llama SOQUIMICH, y la familia que dio lugar a su “democracia” lleva los apellidos Ponce-Pinochet. Casado con Verónica Pinochet Hiriart (desde 1969 a 1991), el ingeniero forestal Julio Ponce lleva consigo, el pacto de nuestra “democracia”: las nupcias entre el poder político-militar (Pinochet) y el poder económico-financiero (Ponce). Hoy, la cama de Chile –incluso aquella que puede hacerle la cama al cobre reemplazando su producción por el litio- parece mantener al funcionamiento del Estado-finanzas chileno comprando a funcionarios públicos, desde subsecretarios a parlamentarios, desde alcaldes a candidatos a presidente.
Si la Unidad Popular fue el experimento del amante, la dictadura fue la de la restitución matrimonial: sólo se podía salvar la propiedad actualizando el milenario matrimonio de la República, que la Unidad Popular pretendía desactivar. La mañana del 11 de septiembre dio inicio al ritual. Allende da su último discurso y con su muerte resguarda la república por venir. Con sus lentes oscuros, Pinochet y la junta militar, toman el mando del país. La violencia se expande. Y los dos poderes clásicos, pero ahora renovados gracias a la intelligentsia económica norteamericana, vuelven a encontrarse. La dictadura militar no podía ser una simple dictadura, debía restituir el pacto violado, el contrato destruido por la UP. Para eso, no podía simplemente forzar las cosas, debía también institucionalizarlas: el texto que legaliza la unión entre el Estado y el Mercado será la Constitución de 1980. Una legalización que institucionaliza la subordinación del Estado al Mercado en la estructura subsidiaria. Así, el matrimonio Pinochet-Ponce encuentra en el matrimonio Estado-Mercado su verdad, gracias al sacerdote que celebra su liturgia: el abogado Jaime Guzmán Errázuriz.
No habría que leer nuestra actualidad desde el paradigma de la “corrupción”, sino desde aquél de la “piratería”: sólo hay “corrupción” porque lo que condiciona al régimen de intercambio es el pillaje de la piratería neoliberal contemporánea: la lucha entre grupos económicos, ante todo, pero también, la lucha entre clases cuyas formas, atraviesa los cuerpos en la cotidianeidad de la vida social. Entendemos por “piratería” un exterior abierto al interior del propio marco jurídico-institucional y que, más allá de los discursos bien intencionados, constituye uno de los andamiajes más decisivos del capital global: como el tráfico de drogas, de armas o de cualquier cosa que se dispensa en la excepcionalidad de la ley, la piratería constituye la fuerza motriz del capitalismo (desde los antiguos piratas ingleses, hasta los nuevos piratas informáticos).
Así, la verdad de la “corrupción” es la piratería de la racionalidad neoliberal contemporánea. En los dineros de SOQUIMICH, PENTA o en la miserable operación de CAVAL, no hay otra cosa que una racionalidad muy precisa consumada por y desde el matrimonio entre el poder político y el poder económico que introdujo a la piratería de la racionalidad económico-financiera como un poder decisivo y legalizado. Porque en Chile la piratería es la regla que los indicadores internacionales podían decir que éste no era una país corrupto: la Ley coincide enteramente con la piratería. De ahí su “pureza” e “incorruptibilidad”.
En virtud de la mutación acaecida por el mentado matrimonio, la dictadura chilena asumió la forma de un régimen cívico-militar en el que la cama se politizó como dispositivo de ascenso de nuevos actores económicos para un nuevo régimen político y social. Desde aquí, el despojo incondicionado y permanente ejecutado por las nuevas formas de piratería, se hizo una práctica legal institucionalizándose como pacto oligárquico neoliberal. En Chile, no es sólo la “ilegalidad” el problema (es el caso de Délano y Lavín), sino también la “legalidad” que hace posible transacciones inverosímiles en las que la distinción entre poder político y económico se difumina: es el caso de Piñera a gran escala, y de Dávalos a pequeña escala, donde ambos, con cierta razón, argumentaban que sus negocios se habían realizado en el “marco legal vigente”.La “legalidad” asoma como el peligro. Una “legalidad” que exhibe su facticidad constitutiva puesto que, gracias al matrimonio metaforizado por Ponce y Pinochet, fue llevada al punto cero de la piratería. Así, el secreto del matrimonio fue el haber restituido el sueño oligárquico de que la ley y la violencia, la legalidad y el pillaje, coincidan sin fisuras.
Las fuerzas que hicieron posible el mentado matrimonio fueron tres: la violencia, la economía y la religión, representadas respectivamente por las FFAA, los grandes grupos económicos y la Iglesia Católica. La violencia y la religión supieron que el nuevo pacto mundial los podía desplazar. Por eso, negociaron su lugar en la nueva arquitectura del mundo financiero: la violencia de las FFAA y la religión de la Iglesia católica fueron subsumidas por los grandes grupos económicos que salieron fortalecidos con una capacidad militar y litúrgica, con la fuerza de una guerra y con la piedad culpógena de las palabras cristianas: podían ejercer la mayor explotación en el trabajo, al tiempo que asumían a éste bajo la forma de un “don”: el empresario de los años 90 dice “dar” trabajo, con lo que inviste la brutalidad de su poder, en la suavidad de la caridad.
Hoy, las protestas han fisurado las puertas de la hacienda en la que habita este singular matrimonio celebrado desde 1973, consagrado en 1982 y profundizado desde 1990 hasta la fecha. Se han horadado sus discursos que, en cierto modo, amenazan la perpetuación del pacto. Por eso, será necesario sacrificar a algunos personajes de sus propias filas: Manuel Contreras en el caso del ejército, Carlos Alberto Délano en los empresarios, el cura Karadima en la Iglesia Católica, por nombrar sólo algunos. Personajes que fueron parte de la liturgia con la que se consumó el matrimonio, que hicieron posible el escenario en el que se articularon para promover la sutura entre el poder político y el poder financiero, personajes que, sin embargo, fueron los piratas más extremos y que, por eso, no sobrevivieron al orden que ellos mismos ayudaron a forjar.
Hoy, que la fisura está abierta y en disputa, Chile contempla pasmado el resultado de su noche de bodas. Algunos, que no necesariamente se hallarían desde una derecha, no han esperado un minuto para exigir consignas vacías como el “fortalecimiento de las instituciones” o el “reestablecimiento de los valores republicanos”: ¿se trata de “fortalecer” a las instutuciones dándoles más poder y, por tanto, sellando con mayor fuerza el pacto oligárquico o de politizarlas en razón de su destitución definitiva? Y ¿a qué “valores” se refieren dichas afirmaciones si, antes que a valores republicanos el marco político-institucional está volcado hacia los valores financieros a los que la propia República fue subsumida?
La cama ha sido el objeto clave en la reproducción oligárquica del poder de clase en Chile. Un objeto que articuló silenciosamente, la deriva contemporánea del fascismo chileno. Un objeto que, sin embargo, hace que la dimensión política de la piratería chilensis aparezca como el derecho de un par de familias sobre la totalidad del país. Como la mafia italiana, todo queda en “familia”: en la “familia” militar, en la “familia” eclesiástica, en la “familia” empresarial. Y cada “familia” se protege a sí misma: los militares esconden a sus asesinos, los curas a sus pedófilos, los empresarios a sus más excelsos piratas. Cama y Familia debieran, quizás, ser el nuevo lema del Escudo Nacional. Una nación que, por cierto, se metaforiza a sí misma, como una gran “familia” y donde la racionalidad neoliberal ha puesto a la institución familia como la primera institución económica en la que los cuerpos están destinados como primarias fuerzas productivas, a reproducirse en el pequeño medio de producción que es la siempre secreta cama.
Marzo 2015.
Texto originalmente escrito para su publicación en www.Carcaj.cl.