Diciembre 26, 2024

Sin llorar: Una democracia demasiado breve

Uno de los chistes políticos que se hacía a principios de los noventa –recién asumido el gobierno de Patricio Aylwin– era que Pinochet iba una vez al mes a La Moneda a cobrar el arriendo. La broma pretendía reflejar en toda su extensión y dramatismo la fragilidad de la democracia de esos días. Era, qué duda cabe, una democracia adolescente e ingenua; una Carmela vulnerable que venía del campo a vivir a la ciudad, bastante asombrada y asustada. Una democracia casi inmaculada, a no ser por los primeros codazos y empujones que debió soportar entre sus cultores para conseguir los ansiados cupos en el gobierno y en el Parlamento.

 

 

 

Durante el otoño de 1990, tras su reestreno en sociedad, nadie quería mancharle el vestido a la Carmela; a nadie todavía se le ocurría poner en práctica ninguna de las barbaridades que años después acabarían pisoteando la honra de la nueva democracia. Al comenzar esa década pos dictadura, la palabra “corrupción” era impensable; medio mundo tenía certificado de buena conducta. Era el tiempo de las blancas palomas. La familia Girardi, por ejemplo, aún pertenecía a la clase media. Sebastián Dávalos tenía 12 años. María José Hoffman era una estudiante secundaria de 14 años, y ni siquiera imaginaba que un día interpelaría a un ministro en la Cámara de Diputados. El muro había caído y aunque las ideologías se replegaban, las utopías resurgían en forma de promesa cumplible: se hará justicia (en la medida de lo posible), se eliminará la pobreza (lo más que se pueda), Chile será un país desarrollado (mórbido), y blá blá. El paradigma que por casi medio siglo mantuvo a raya a comunistas y capitalistas, también se caía a pedazos. De ahí en adelante, todo sería regulado por las leyes del mercado. Había que adaptarse al nuevo escenario. Menos ideología. Más consumo.

 

Los antiguos adversarios, obnubilados por las bondades del mercado, olvidaron sus diferencias y se empoderaron de una palabra rectora que serviría para darle sentido al relato del siguiente cuarto de siglo: consenso. Todo lo que vino después se basa en ese concepto. El consenso fue un tratado de no agresión que permitió a unos y otros conseguir sus objetivos. El único problema es que en esa época nadie reparó en un importantísimo detalle: el tratado tenía fecha de vencimiento. ¿Cómo nadie sospechó entonces que nada es para siempre, y que todo cambia? Raro. Sobre todo en un país como Chile, cuya institucionalidad política es precaria.

 

Y el plazo se cumplió, y por tanto, el consenso expiró. Y vino la traición mutua. Se destejió esa trenza consensual que mantuvo atados como ajos a moros y cristianos, entre el fin de un siglo y el comienzo de otro. Unos y otros se delataron, y entonces surgió la cruda verdad: Chile siempre fue un país corrupto. Y continuará siéndolo. La democracia jamás será capaz de desterrar la corrupción. Ello es tan imposible como exigirles honestidad a los políticos.

 

Veinticinco años de convivencia pactada llegan a su fin, sin que haya una fórmula viable para darle continuidad a la historia democrática que se ha construido entre gallos y medianoche; tarea muy difícil, pues, en rigor, se trata de una democracia enferma. Una democracia parapléjica, sordomuda, infestada, turbia y aberrante; draconiana e injusta. ¿Qué viene ahora? Los más optimistas le abren espacio al populismo. Según éstos, no serán las izquierdas ni las derechas quienes recogerán los platos rotos, sino los populistas, quienes luego llevarán al país a la ingobernabilidad, y de ahí, a una solución autoritaria, sólo habrá un paso. Los más realistas sólo ven una muralla inexpugnable al final del camino contra la que todos acabarán estrellándose. Un nuevo muro, ahora reideologizado.

 

La historia es cíclica. Se sabe que los pueblos que olvidan su historia, están condenados a repetirla. La actual crisis política es la conclusión de un ciclo muy corto que cobijó a una democracia demasiado breve, que no sobrevivió a sus 25 años. Una democracia que mutó desde la ingenuidad a la prostitución; desde las buenas prácticas a la corrupción desatada, que se dejó encantar por los trinos del dinero; una democracia que cedió ante la oferta de poderosos empresarios, tal como Vivian Ward en Pretty Woman (Mujer bonita), esa comedia protagonizada por Richard Gere y Julia Roberts, que describe una furtiva relación sentimental entre un exitoso ejecutivo y una humilde prostituta, y que el pasado 23 de marzo también cumplió, vaya coincidencia, 25 años desde su estreno.

 

No vaya a ser cosa que los mismos sinvergüenzas que por estos días están degradando la democracia, al punto de extinguirla, sean los primeros en las filas de las embajadas pidiendo asilo contra la opresión. Esto es sin llorar.

 

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