En los últimos 50 años Estados Unidos y las potencias europeas han desatado incontables guerras imperiales en todo el mundo. La ofensiva hacia la supremacía mundial ha estado envuelta en la retórica del “liderazgo mundial”, y las consecuencias han sido devastadoras para los pueblos contra los que se han dirigido esas guerras.
Las más grandes, largas y numerosas las ha llevado a cabo Estados Unidos. Presidentes de ambos partidos han estado al frente de esta cruzada por el poder mundial. La ideología que anima el imperialismo ha ido cambiando del “anticomunismo” del pasado al “antiterrorismo” actual.
Como parte de su proyecto de dominación mundial, Washington ha utilizado y combinado muchas formas de guerra, incluyendo invasiones militares y ocupaciones; ejércitos mercenarios y golpes militares; además de financiar partidos políticos, ONG y multitudes en las calles para derrocar gobiernos debidamente constituidos. Los motores de esta cruzada por el poder mundial varían según la localización geográfica y la composición económica de los países destinatarios.
Lo que queda claro cuando se analiza la construcción del imperio estadounidense en el último medio siglo es el declive relativo de los intereses económicos y la aparición de consideraciones de tipo político y militar (…)
El declive de las fuerzas económicas como motor del imperialismo es el resultado de la llegada del neoliberalismo global. La mayoría de las multinacionales de Estados Unidos y la Unión Europea no están amenazadas por nacionalizaciones o expropiaciones que podrían desencadenar una intervención política imperial. De hecho, incluso, los regímenes posneoliberalesinvitan a las multinacionales a invertir, comerciar y explotar recursos naturales.
Los intereses económicos entran en juego en la formulación de políticas imperiales solo si (y cuando) surgen regímenes nacionalistas que desafían a las multinacionales estadounidenses, como en el caso de Venezuela bajo el presidente Chávez.
La clave de la construcción del imperio estadounidense en el último medio siglo se halla en las configuraciones del poder político, militar e ideológico que se han hecho con el control de las palancas del Estado imperial. La historia reciente de las guerras imperiales estadounidenses ha demostrado que las prioridades militares estratégicas –bases militares, presupuestos y burocracia– han estado muy por encima de cualquier interés económico localizado de las multinacionales.
Por otra parte, la mayoría de los gastos y las largas y costosas intervenciones militares del Estado imperial estadounidense en Oriente Medio han sido a instancia de Israel. El acaparamiento de posiciones políticas estratégicas en el Ejecutivo y en el Congreso por parte de la configuración del poder sionista estadounidense ha reforzado la centralidad de los intereses militares en detrimento de los económicos.
La “privatización” de las guerras imperiales –el gran aumento y uso de mercenarios contratados por el Pentágono– ha supuesto el saqueo de decenas de miles de millones de dólares del Tesoro estadounidense. La industria militar privada, que provee de combatientes mercenarios, se ha convertido en una fuerza muy “influyente” que está moldeando la naturaleza y las consecuencias del proceso de construcción del imperio estadounidense.
Los estrategas militares, los defensores de los intereses coloniales israelíes en Oriente Medio y las corporaciones militares y de inteligencia son actores fundamentales del Estado imperial, y es su influencia en la toma de decisiones la que explica por qué el resultado de las guerras imperiales estadounidenses no ha devenido un imperio económico próspero y políticamente estable. En vez de eso, sus políticas han tenido como resultado economías devastadas e inestables que se rebelan continuamente.
Vamos a empezar identificando las cambiantes áreas y regiones implicadas en la construcción del imperio estadounidense desde mediados de los setenta hasta la actualidad. Luego examinaremos los métodos, las fuerzas impulsoras y los resultados de la expansión imperial. A continuación pasaremos a describir el actual mapa geopolítico de la construcción imperial y el carácter variado de la resistencia antiimperialista. Concluiremos examinando el porqué y el cómo de la construcción del imperio y, más concretamente, las consecuencias y los resultados de medio siglo de expansión imperial estadounidense.
El imperialismo en el período post Vietnam: guerras por poderes en América Central, Afganistán y el sur de África
La derrota del imperialismo estadounidense en Indochina marca el final de una fase de construcción del imperio y el comienzo de otra: el paso de invasiones territoriales a guerras por poderes.
A partir de las presidencias de Gerald Ford y James Carter, el Estado imperialista estadounidense comenzó a recurrir, cada vez más, a “apoderados”. Reclutó, financió y armó ejércitos por poderes para destruir una gran variedad de regímenes y movimientos nacionalistas y social-revolucionarios en tres continentes.
Con el apoyo logístico del ejército y las agencias de inteligencia paquistaníes, y con el respaldo económico de Arabia Saudita, Washington financió y armó fuerzas extremistas islámicas en todo el mundo para invadir y destrozar el régimen afgano, laico, progresista y apoyado por la Unión Soviética.
La segunda intervención por poderes tuvo lugar en el sur de África, donde el Estado imperial estadounidense, aliado con Sudáfrica, financió y armó ejércitos por poderes contra los regímenes antiimperialistas de Angola y Mozambique.
La tercera ocurrió en América Central, donde Estados Unidos financió, armó y entrenó escuadrones de la muerte en Nicaragua, El Salvador, Guatemala y Honduras para acabar con los movimientos populares y las insurgencias armadas, causando más de 300.000 civiles muertos.
La estrategia de “guerra por poderes” del Estado imperial de Estados Unidos se extendió a América del Sur: la CIA y el Pentágono apoyaron golpes de Estado en Uruguay (general Álvarez), Chile (general Pinochet), Argentina (general Videla), Bolivia (general Banzer) y Perú (general Morales). La construcción del imperio por poderes se hizo en gran medida a instancias de las multinacionales estadounidenses, que durante ese período tuvieron un papel destacado a la hora de establecer las prioridades del Estado imperial.
Las guerras por poderes estuvieron acompañadas por invasiones militares directas: la diminuta isla de Granada (1983) y Panamá (1989) bajo los presidentes Reagan y Bush padre. Blancos fáciles, con pocas víctimas y pocos gastos militares: ensayos generales para relanzar importantes operaciones militares en un futuro cercano.
Lo que sorprende de las “guerras por poderes” son sus resultados contrapuestos. En América Central, Afganistán y África esas guerras no desembocaron en prósperas neocolonias, ni resultaron lucrativas para las corporaciones estadounidenses. En cambio, los golpes de Estado por poderes en América del Sur se tradujeron en extensas privatizaciones y abultados beneficios para las multinacionales estadounidenses.
La “guerra por poderes” en Afganistán trajo consigo el ascenso y la consolidación del “régimen islámico” talibán, que se oponía tanto a la influencia soviética, como a la expansión imperial estadounidense. Con el tiempo, el ascenso y la consolidación del nacionalismo islámico desafiaría a los aliados de Estados Unidos en el sur de Asia y en la región del Golfo, y conduciría a la invasión militar estadounidense de 2001 y a una larga guerra (15 años) que aún no ha terminado, y que probablemente supondrá la derrota y retirada militar de Estados Unidos.
Los principales beneficiarios desde el punto de vista económico fueron los clientes políticos afganos de Washington, los “contratistas” mercenarios estadounidenses, los funcionarios militares responsables de adquisiciones y los administradores coloniales que saquearon cientos de miles de millones de dólares del Tesoro estadounidense a través de transacciones ilegales o fraudulentas.
Las multinacionales no-militares no se beneficiaron en absoluto del saqueo del Tesoro de Estados Unidos. De hecho, la guerra y el movimiento de resistencia dificultaron la entrada de capital privado estadounidense a largo plazo en Afganistán y las regiones fronterizas limítrofes de Pakistán.
La “guerra por poderes” en el sur de África arrasó las economías locales, especialmente las economías agrícolas nacionales; desarraigó a millones de trabajadores y campesinos e impidió la entrada de las empresas petrolíferas estadounidenses durante más de dos décadas. El resultado “positivo” fue la desradicalización de la élite nacionalista-revolucionaria.
Sin embargo, la conversión política de los “revolucionarios” del sur de África al neoliberalismo no benefició demasiado a las multinacionales estadounidenses, pues los nuevos gobernantes se volvieron oligarcas cleptócratas y pusieron en marcha regímenes patrimoniales asociándose con diversas multinacionales, sobre todo asiáticas y europeas.
Las guerras por poderes en América Central también tuvieron resultados contrapuestos. En Nicaragua la Revolución sandinista derrotó al régimen de Somoza apoyado conjuntamente por Estados Unidos e Israel; pero inmediatamente después tuvo que enfrentarse a un ejército mercenario contrarrevolucionario financiado, armado y entrenado por Estados Unidos (“la contra”) con base en Honduras.
La guerra estadounidense destrozó muchos proyectos económicos progresistas, socavó la economía y eventualmente derivó en la victoria electoral de Violeta Chamorro, que contó con el patrocinio y el respaldo de Estados Unidos. Dos décadas más tarde los “apoderados” de Estados Unidos fueron derrotados por una coalición política liderada por sandinistasdesradicalizados.
En El Salvador, Guatemala y Honduras, las “guerras por poderes” estadounidenses terminaron consolidando regímenes clientelistas que se encargaron de destruir la economía productiva y provocaron la huida de millones de refugiados de guerra hacia Estados Unidos. El dominio imperial estadounidense erosionó las bases del mercado laboral productivo y engendró bandas asesinas de narcotraficantes.
En resumen, en la mayoría de los casos las “guerras por poderes” de Estados Unidos lograron evitar el ascenso de regímenes nacionalistas de izquierdas, pero también condujeron a la destrucción de las bases económicas y políticas de un imperio neocolonial próspero y estable.
El imperialismo estadounidense en América Latina: estructura variable, contingencias internas y externas, prioridades cambiantes y restricciones globales
Para entender las operaciones, la estructura y la actuación del imperialismo estadounidense en América Latina es necesario reconocer la constelación de fuerzas rivales que ha moldeado las políticas del Estado imperial.
A diferencia de lo que ha ocurrido en Oriente Medio donde la facción militarista-sionista ha establecido su hegemonía, en América Latina las multinacionales han jugado un papel fundamental dirigiendo la política del Estado imperial.
En América Latina, los militaristas desempeñaron un papel mucho menos destacado, limitado por (1) el poder de las multinacionales, (2) el giro del poder político de la derecha a la centro-izquierda, y (3) el impacto de la crisis económica y el auge de las materias primas.
Al contrario que en Oriente Medio, la configuración del poder sionista ha tenido poca influencia en la política del Estado imperial en esta región, ya que los intereses israelíes se concentran en Oriente Medio y, con la posible excepción de Argentina, América Latina no le es una prioridad.
Durante más de un siglo y medio, las multinacionales y los bancos estadounidenses dominaron y dictaron la política imperial de Estados Unidos hacia América Latina. Las fuerzas armadas estadounidenses y la CIA fueron instrumentos del imperialismo económico mediante la intervención directa (invasiones), “golpes militares” por poderes, o la combinación de ambos.
El poder económico imperial estadounidense en América Latina alcanzó su punto más alto entre 1975 y 1999. Por medio de golpes militares por poderes, invasiones militares directas (República Dominicana, Panamá, Granada) y elecciones controladas civil y militarmente, se crearon Estados vasallos y se impusieron nuevos gobernantes clientelistas.
Los resultados fueron el desmantelamiento del Estado de bienestar y la imposición de políticas neoliberales. El Estado imperial dirigido por las multinacionales y sus apéndices financieros internacionales (FMI, BM, BID) se encargó de privatizar sectores económicos estratégicos muy lucrativos; se hicieron con el control del comercio y proyectaron un plan de integración regional que afianzó el dominio imperial de Estados Unidos.
La expansión económica imperial en América Latina no fue simplemente el resultado de las estructuras y las dinámicas internas de las multinacionales, sino que dependió de (1) la receptividad del país “anfitrión” o, más exactamente, de la correlación interna de las fuerzas de clase en América Latina, las cuales a su vez giraban en torno al (2) desempeño de la economía: su crecimiento o su susceptibilidad a las crisis.
América Latina demuestra que contingencias como la desaparición de los regímenes clientelistas y de las clases colaboradoras pueden tener un impacto negativo enorme en las dinámicas del imperialismo, socavando el poder del Estado imperial y revirtiendo el avance económico de las multinacionales.
El avance del imperialismo económico de Estados Unidos durante el período que va desde 1975 hasta el año 2000 quedó patente en la adopción de políticas neoliberales, el saqueo de los recursos nacionales, el incremento de deudas ilícitas y la transferencia de miles de millones de dólares al exterior. Sin embargo, la concentración de riqueza y propiedad desencadenó una profunda crisis socioeconómica en toda la región, la cual eventualmente condujo al derrocamiento o destitución de los colaboradores imperiales en Ecuador, Bolivia, Venezuela, Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay y Nicaragua.
En Brasil y en los países andinos surgieron poderosos movimientos sociales antiimperialistas, sobre todo en el campo. En las ciudades, los movimientos de trabajadores desempleados y los sindicatos de empleados públicos de Argentina y Uruguay encabezaron cambios electorales, instalando en el poder gobiernos de centro-izquierda que “renegociaron” las relaciones con el Estado imperial estadounidense.
La influencia de las multinacionales estadounidenses en América Latina se fue debilitando. Ya no podían contar con la batería completa de recursos militares del Estado imperial para intervenir e imponer de nuevo presidentes clientelistas neoliberales, pues sus prioridades militares estaban en otra parte: Oriente Medio, el sur de Asia y el norte de África.
A diferencia del pasado, las multinacionales estadounidenses en América Latina no contaron con dos puntales esenciales del poder: el pleno respaldo de las fuerzas armadas estadounidenses y los poderosos regímenes cívico-militares clientelistas de Estados Unidos en América Latina.
El plan de las multinacionales estadounidenses de una integración en torno a Estados Unidos fue rechazado por los gobiernos de centro-izquierda. El Estado imperial recurrió entonces a los acuerdos de libre comercio con México, Chile, Colombia, Panamá y Perú. Como resultado de la crisis económica y del colapso de la mayoría de las economías latinoamericanas, el “neoliberalismo” –ideología de la penetración económica imperial— quedó desacreditado y sus partidarios fueron marginados.
Los cambios en la economía mundial tuvieron un impacto profundo en las relaciones comerciales y de inversión entre Estados Unidos y América Latina. El crecimiento dinámico de China, el subsiguiente auge de la demanda y el aumento de los precios de las materias primas condujo a un considerable debilitamiento del dominio estadounidense en los mercados latinoamericanos.
Los países latinoamericanos diversificaron el comercio, buscaron y encontraron nuevos mercados exteriores, especialmente China. El incremento de los ingresos de las exportaciones se tradujo en una mayor capacidad de autofinanciación. Y tanto el FMI, como el BM y el BID, los instrumentos económicos que sirvieron para impulsar las imposiciones económicas de Estados Unidos (“condicionalidad”), fueron orillados.
El Estado imperial estadounidense se enfrentó a regímenes latinoamericanos que adoptaron opciones económicas, mercados y medidas de financiamiento muy diversas. Con considerable apoyo popular en sus países y los mandos civil y militar unificados, América Latina fue saliendo tímidamente de la esfera estadounidense de dominación imperialista.
El Estado imperial y sus multinacionales, enormemente inspirados por los “éxitos” cosechados en los noventa, respondieron al debilitamiento de su influencia utilizando el método de “ensayo y error” para enfrentar los nuevos obstáculos del siglo XXI. Los responsables de la política estadounidense, con el respaldo de las multinacionales, continuaron apoyando a los fracasados regímenes neoliberales, perdiendo toda credibilidad en América Latina. El Estado imperial no supo adaptarse a los cambios, lo que hizo que aumentara la oposición popular y de los gobiernos de centro-izquierda a los “mercados libres” y la desregulación bancaria.
A diferencia de las reformas sociales promovidas por el presidente Kennedy vía la “Alianza para el Progreso” para contrarrestar el impacto generado por la Revolución cubana, esta vez no se diseñaron programas de ayuda económica a gran escala para imponerse a la centro-izquierda, quizás debido a las restricciones presupuestarias derivadas de las costosas guerras en otros lugares.
La desaparición de los regímenes neoliberales –pegamento que mantuvo unidas a las diferentes facciones del Estado imperial—, dio lugar a propuestas rivales de cómo recuperar el dominio. La “facción militarista” recurrió a (y revivió) la fórmula del golpe militar para llevar a cabo la restauración: se organizaron golpes de Estado en Venezuela, Ecuador, Bolivia, Honduras y Paraguay; salvo los dos últimos, todos fracasaron.
La derrota de los representantes de Estados Unidos consolidó los regímenes independientes y antiimperialistas de centro-izquierda. Incluso el “éxito” del golpe estadounidense en Honduras tuvo como consecuencia una importante derrota diplomática: los gobiernos latinoamericanos condenaron el golpe de Estado y el papel de Estados Unidos, lo que terminó aislando aún más a Washington.
La derrota de la estrategia militarista reforzó la facción político-diplomática del Estado imperial. Con propuestas positivas hacia los en apariencia “regímenes de centro-izquierda”, esta facción ganó influencia diplomática, mantuvo los vínculos militares y contribuyó a la expansión de las multinacionales en Uruguay, Brasil, Chile y Perú. Con los dos últimos países, la facción económica del Estado imperial consolidó acuerdos bilaterales de libre comercio.
Una tercera facción corporativo-militar, que se solapa con las otras dos, combinó cambios diplomático-políticos hacia Cuba con una estrategia muy agresiva de desestabilización política dirigida al “cambio de régimen” (golpe de Estado) en Venezuela.
La heterogeneidad de las facciones del Estado imperial y sus orientaciones enfrentadas reflejan la complejidad de los intereses implicados en la construcción del imperio en América Latina y tiene consecuencias políticas aparentemente contradictorias, un fenómeno que resulta menos evidente en Oriente Medio, donde la configuración del poder militarista-sionista domina la formulación de políticas imperiales.
Por ejemplo, el aumento de las bases militares y las operaciones contrainsurgentes en Colombia (una prioridad de la facción militarista) se acompaña de acuerdos bilaterales de libre comercio y negociaciones de paz entre el gobierno de Santos y la insurgencia armada de las FARC (una prioridad de la facción de las multinacionales).
Recuperar el dominio imperial en Argentina supone (1) maximizar las posibilidades electorales del jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, el neoliberal Mauricio Macri; (2) apoyar al conglomerado mediático imperial, Clarín, enfrentando la legislación que desconcentra el monopolio mediático; (3) explotar la muerte del fiscal Alberto Nisman, colaborador de la CIA y el Mossad, para desacreditar al gobierno de Kirchner-Fernández; y (4) respaldar a los fondos de inversión especuladores (“buitres”) en Nueva York para exigir el pago de intereses desorbitados y, con la ayuda de resoluciones judiciales cuestionables, bloquear el acceso de Argentina a los mercados internacionales.
Tanto la facción militarista como la de las multinacionales del Estado imperial coinciden en apoyar una estrategia electoral y golpista con múltiples flancos, la cual busca restaurar el poder de un régimen neoliberal controlado por Estados Unidos.
Las contingencias que evitaron la recuperación del poder imperial durante la pasada década actúan ahora a la inversa. La caída del precio de las materias primas ha debilitado a los gobiernos posneoliberales en Venezuela, Argentina y Ecuador. La decadencia de los movimientos antiimperialistas a consecuencia de las tácticas de cooptación de centro-izquierda ha reforzado las protestas y también a los movimientos de derechas apoyados por el Estado imperial.
El menor crecimiento de China ha afectado a las estrategias de diversificación del mercado latinoamericano. El equilibrio interno de las fuerzas de clase se ha desplazado hacia la derecha, hacia los clientes políticos de Estados Unidos en Brasil, Argentina, Perú y Paraguay.
(Continuará…)
* Sociólogo estadounidense conocido por sus estudios sobre el imperialismo, la lucha de clases y los conflictos latinoamericanos.