Los nuevos golpes de Estado ya no utilizan a los ejércitos, sino que son formalmente institucionales. El presidente Manuel Zelaya de Honduras fue derribado por el parlamento, al igual que el obispo Fernando Lugo, mandatario paraguayo. Rafael Correa, en Ecuador, sufrió un intento golpista de la policía; Evo Morales, en Bolivia, el de las oligarquías que gobernaban las regiones orientales; Hugo Chávez, el de la burocracia y tecnocracia que controlaba la empresa petrolera PDVSA, fuente de las divisas del país, y su sucesor Nicolás Maduro, el del gran capital organizador del acaparamiento de los bienes esenciales y de la fuga ilegal de capitales.
Por su parte, Dilma Rousseff enfrenta actualmente la campaña por el impeachment, y Cristina Fernández, en Argentina, enfrentó sucesivamente la especulación contra el peso para forzar una devaluación, el ataque judicial en Estados Unidos de los fondos buitres para provocar una oleada de cobros que llevase a la quiebra a Argentina y, desde enero, la preparación de un golpe judicial aprovechando el dudoso suicidio del fiscal Alberto Nisman. Éste había denunciado a la presidenta y su ministro de Relaciones Exteriores, en una inconexa actuación carente de pruebas y desmentida por la Interpol, de encubrir a los iraníes supuestos organizadores del atentado del 18 de julio de 1994 contra la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), que causó 85 muertos y 300 heridos.
Parte de este golpe en preparación fue la marcha del 18 de febrero encabezada por los fiscales heredados del menemismo, que reunió a cerca de 90 mil personas (los organizadores hablan de 400 mil). Si se les agregan otras 100 mil personas que desfilaron en las principales ciudades de las grandes provincias, aproximadamente 200 mil personas se movilizaron contra el gobierno. Fue una protesta importante, pero de ninguna manera impresionante, ya que el electorado argentino llega a 33 millones de ciudadanos en condiciones de votar. La ciudad de Buenos Aires y el Gran Buenos Aires reúnen unos 14 millones de habitantes y las grandes ciudades, como Mar del Plata o Córdoba, donde hubo manifestaciones importantes, están todavía llenas de turistas porteños de las mismas clases medias acomodadas que constituyeron el principal contingente de la marcha a Plaza de Mayo.
Por eso, aunque participaron en la marcha todos los candidatos a presidente de los distintos partidos de oposición, ésta no canta victoria, porque la protesta reunió a sólo un cuarto de la gente que ella esperaba pero, sobre todo, porque la edad media de los manifestantes era superior a los 50 años y no desfilaron pobres ni trabajadores manuales. También porque la movilización se limitó a reflejar una vez más que en Buenos Aires predomina el conservadurismo –que se expresa en el voto a Mauricio Macri– y el miedo a la inseguridad (como se vio en el pasado en la marcha multitudinaria y reaccionaria organizada por el falso ingeniero Blumberg), pero esos conservadores no son proimperialistas como Clarín, La Nación, Macri y compañía.
En resumen, la historia del atentado a la AMIA es la siguiente: el ex presidente neoliberal Carlos Menem subió al gobierno financiado por el gobierno dictatorial sirio de Hafez al Assad, pero su primera medida consistió en viajar a Israel. Como en esa época Estados Unidos estaba aliado a Assad y combatía a Irán, la justicia argentina y la poca imaginación de la embajada estadunidense inventaron una pista iraní, eliminando la posibilidad de una venganza de los servicios sirios de inteligencia por la traición de Menem.
El fiscal Nisman enterró durante más de una década la causa de la AMIA. Era un fiscal telecomandado que discutía su estrategia en la embajada gringa y con el Mossad –los servicios de inteligencia de Israel–, de los cuales dependió hasta su muerte. Respondía a las órdenes de los servicios de inteligencia argentinos heredados de las dictaduras que ni Menem ni los Kirchner osaron tocar durante décadas, hasta que Cristina Fernández destituyó en diciembre pasado al todopoderoso Javier Stiusso, boss de los Servicios de Inteligencia del Estado, que la espiaba.
En octubre se elegirá un nuevo presidente y hasta ahora ni el gobierno ni la oposición tienen un candidato firme y serio. En los servicios de inteligencia –que el gobierno trata de mantener, pero reformados– hay una guerra de clanes que da origen a toda clase de aberraciones (suicidios dudosos y falsificación de documentos incluidos). El imperialismo mantiene su ofensiva económica y mediática contra un gobierno que depende cada vez más de los capitales chinos. El kirchnerismo está a la defensiva, desconcertado, y mezcla intentos por controlar a los espías con medidas y actitudes derechistas. En pleno centro de la ciudad de Buenos Aires están acampados indígenas de la provincia de la que fue gobernador el primer ministro, quienes exigen que se ponga fin a la muerte de sus hijos por desnutrición o por asesinato policial, pero los conservadores reaccionarios que protestan por la muerte de Nisman a esos pobres les dan la espalda y el gobierno ni los atiende. Mientras todos hablan de justicia y de democracia, hay una dura lucha en el seno de la clase gobernante y de sus instituciones, una acción subversiva en los servicios de inteligencia, entre los fiscales y los jueces, en la Unión Industrial entre los beneficiarios posibles del acuerdo con China y las transnacionales contrarias al mismo. Las elecciones son secundarias porque tratan de decidir cómo gobernar ilegalmente a costa de las mayorías trabajadoras.
El golpe blando en Argentina es sólo un eslabón de la cadena que va desde el control total de México y los golpes en Venezuela y otros países latinoamericanos, hasta la preparación en Ucrania y Medio Oriente de una guerra futura contra Rusia y China. Este plan estratégico da el telón de fondo para los diversos procesos locales.