La política se ha definido, genéricamente, como el arte de lo posible. No es posible negociar sin principios ni valores. Los actores políticos deben reconocerse, defender su proyecto, sea cual fuere su ideología. La política no es un juego que se resuelve en ganar, si para ello se renuncia a la conciencia ética. Sin principios la política acaba siendo un conjunto indeterminado de actos tendientes a justificar la indignidad. Baste recordar los acuerdos de San Andrés.
En España, el secretario general de Podemos, Pablo Iglesias, aludiendo a Izquierda Unida, sentenció: Se vive muy cómodo en el 12 por ciento, siendo un partido bisagra del PSOE, siendo fiel a tus principios y sabiendo que vas a ser minoritario. Que un político argumente la necesidad de renunciar a los principios y valores bajo el paraguas de ganar a toda costa es inquietante. La moraleja: no vale la pena mantener principios si pierdes.
Me parece que tal opinión –muy extendida en el ámbito deportivo: no importa jugar mal y ganar– nos sitúa en el mundo donde el quehacer político se reduce a gozar del poder por el poder. El EZLN lo aclara magistralmente: “En la historieta del poder, el problema de la relación entre la moral y la política es ocultado (o desplazado) por el de la relación entre política y éxito, y entre política y eficacia. Maquiavelo resucita en el argumento de que, en política, la moral superior es la eficacia y la eficacia se mide en cuotas de poder, es decir, en el acceso al poder (…) En consecuencia, ahora hay una ética de la ‘eficacia política’ que justifica los medios que sean necesarios para obtener resultados”.
Los principios y los valores marcan la diferencia. En lenguaje cotidiano, no todo puede adscribirse a lógica del poder o conseguir éxitos electorales. Los ejemplos no son pocos. Albert Einstein, por principios, renunció a la presidencia de Israel, ofrecida por los sionistas. Emile Zola –ese genio de la literatura– no claudicó y, a pesar de las presiones, escribió Yo acuso, dirigido al entonces presidente de Francia, desenmascarando el amaño de juicio contra el teniente Dreyfus, acusado de traición a la patria. Su actitud le valió el exilio. Sin embargo, descartó vender más libros y gozar de la fama a cambio de su silencio.
Salvador Allende tampoco renunció a sus principios ni aceptó chantajes a cambio de seguir en el gobierno. Fue fiel a la Unidad Popular. Mantuvo sus principios y defendió el programa político, muchas veces en contra de su partido, el socialista. Hoy la izquierda mundial lo reconoce como patrimonio universal. Vidas ejemplares donde figuran hombres y mujeres como Sócrates, Giordano Bruno, José Martí, Rosa Luxemburgo, Tina Modotti, Haydee Santamaría o García Lorca. Sin olvidarnos de la gente que lucha desde el anonimato poniendo como aval sus principios, conciencia y dignidad. Ellos son un valor agregado abajo y a la izquierda. No se puede renunciar a los principios izando la bandera del pragmatismo electoral, soslayando la memoria histórica, renegando de la conciencia política y abandonando los principios éticos en la lucha emancipadora de los pueblos por la democracia y la justicia social.
Los principios, así como los valores éticos del bien común, la justicia social y la dignidad, son irrenunciables. En América Latina, durante las dictaduras, hubo militares que no aceptaron la ordenanza de ley debida para violar los derechos humanos. Su actitud los enfrentó a sus compañeros de armas. Fueron repudiados, expulsados, perseguidos, torturados o asesinados. Pudieron guardar silencio, mirar hacia otro lado y conseguir un ascenso. Sin embargo, prefirieron no traicionar su conciencia. Seguro que tenían miedo, pero no fueron cobardes. Actuaron en consonancia. Sabían a lo que se enfrentaban. Vivir acorde con los principios no es fácil. Supone una crítica diaria de lo hecho.
¿Dónde situar, pues, la afirmación vivir en la comodidad de la oposición y los principios? El sitio adecuado es la mentira política. Federico II, rey de Prusia, convocó en 1778 a un concurso de ensayos bajo el título ¿Es conveniente engañar al pueblo? Sostenía que era necesario hacerlo en beneficio de la propia gente. Condorcet, rechazando tal afirmación, aunque sin ánimo de presentarse al concurso, respondió a tal felonía: Es imposible concluir un error a partir de una verdad sin haber razonado en falso; o bien que todo razonamiento falso presupone una proposición falsa. No será, pues, la verdad la que habrá conducido a un error funesto, sino una opinión falsa la que habrá conducido a una falsa conclusión. Por tanto, en política es mejor decir la verdad que mentir y engañar.
La política no se construye desde la mentira o las verdades a medias. Resulta contraproducente, aunque se obtengan réditos inmediatos. La democracia se fundamenta en conceptos éticos del bien común, justicia social y responsabilidad. Mantiene una relación unívoca entre lo que se dice y lo que se hace. ¿Acaso no demandamos a los partidos políticos que cumplan su programa? Vivir con principios, mantener la dignidad y no perderla por el camino no es tarea fácil. En eso consiste tener conciencia y levantar un programa emancipador. Otra cosa es justificar lo injustificable a cambio de un puñado de votos y del poder. Para ese camino no se necesitan alforjas.