Este es el relato de lo que viví durante más de un mes en el sistema de salud pública, en la sala San Daniel del Hospital del Salvador. Es una suerte de diario de vida que no hubiera deseado escribir, ni menos publicar, pero me obligo por mí y por muchísimas otras personas. En la discusión de la crisis global de la salud pública, esas personas no tienen voz. Algunas la han perdido antes de entrar al hospital, otras tienen miedo de rebelarse porque quizás tendrán que volver, y las terceras, simplemente no tienen fuerzas: “Somos pobres, nos botan aquí, no podemos hacer nada”, es la primera confidencia que recibo.
Entré al Hospital del Salvador el 2 de diciembre 2014, por una fractura doble al húmero. Se me recibió, se me instaló, se me fichó y se me dijo que me operarían, no esa semana, porque había mucha demanda, pero seguramente la semana siguiente. Me llevaron a una sala en el extremo del segundo piso, la sala San Daniel, dividida en tres salas menores. La primera, donde yo estaba, otra, que hasta el 31 de diciembre estuvo reservada a varones y una tercera, también para mujeres. Están unidas por un corredor de ventanas amplias, con un mesón donde se acumulan los dossiers de los enfermos. Esas carpetas numeradas contienen nuestro día a día. Médicos, enfermeras y técnicos deben anotarlo todo allí. Costará exigirles nuestro derecho a consultarlas. Hay siete camas en la primera salita, no hay cortinas entre ellas que permitan alguna privacidad. Sólo se pondrá una en caso de agravamiento del paciente. Dos mujeres mueren durante mi estadía. Algunas pacientes, muy pocas, dormían; la mayor parte asiste a esta tragedia; el personal se afecta. En este vasto, antiguo y venerable hospital si los pabellones de cuidados intensivos están completos, no hay una pieza para que los pacientes lloren, griten o mueran en paz.
El baño común para los pacientes con movilidad “relativa” está al final del corredor. Lo constituyen dos partes, una donde está una ducha en medio de una acumulación de cajas; otra formada por tres excusados, dos separados por cartones de cajas de medicinas. En el cartón de separación alguien hace cada noche una ventanita circular que permite ver lo que pasa en el excusado del lado. Una “leyenda de corredor” dice que el arquitecto clandestino es un paciente varón. El carácter mixto de la sala San Daniel cesará días después. Pero el piso de los baños continuará inundándose una noche sobre dos o tres y los inodoros dejarán a menudo de funcionar.
Los primeros días paso sucesivamente de atónita a indignada.
Mi primera sorpresa será lo que puede llamarse “acoso religioso”. Una mañana, en horas que no son de visita, despierto frente a una religiosa con una enorme pechera blanca que dice “Misioneras de la Inmaculada Concepción”. Ella empieza a hablarme sobre la belleza de mi nombre, María. Me pregunta: “¿Qué tiene?”. Le digo, una fractura; me dice: “Nosotros estamos aquí”. Y yo que soy respetuosa de las religiones pues he vivido más de treinta años en una sociedad tolerante hacia todos los cultos, le digo: “No soy creyente”. Me ofrece con un gesto rosarios y un libro. Yo le pido que no insista. Dice: “¿Entonces nos retiramos?” Sí, le digo, absténgase. Sale. Días más tarde se repetirá la escena con un misionero. Pregunto por qué entran en horas que no son de visita y se instalan al pie de nuestras camas. La auxiliar me dice: “Tienen un permiso del director del hospital”. Le contesto: “Yo vivo en un país laico, Chile es un país laico. Si yo lo pido, pueden venir; pero aquí, a los pies de mi cama, donde estoy muerta de dolor, no tienen cabida. No podrá entrar ni el mismo Papa si viene. Este es mi espacio, alrededor de mi cama es mi espacio”.
Al día siguiente serán los miembros de la Iglesia de los Santos de los Ultimos Días. Se acercan a mi cama, y empiezan sus procedimientos. Antes que me digan nada, les pregunto: Señores de dónde vienen (quiero saber cuál es la religión a la que deberé hacer frente ese día). ¿Quién les ha dado permiso? Uno de ellos levanta lo que creo es una Biblia, y me responde: “El Señor, Cristo nuestro señor que está en los cielos”. Le digo: Lo siento, yo necesito una autorización de alguien de la Tierra, yo estoy en la Tierra”. “Ah, entonces nos vamos”. Sí, por favor, retírense.
Ese mismo día o al siguiente, son los metodistas, o adventistas o pentecostales. Se repite la misma historia.
El hecho de no creer en dios, y, sobre todo, de preguntar cuáles son los medicamentos que me dan en la noche, en la mañana, al mediodía, etc., -porque quiero saber de qué me están tratando, mientras la operación se dilata y se dilata-, ha provocado una reacción difícil de una parte de los funcionarios, particularmente de auxiliares y dos técnicas. No necesito hablar de todos aquellos que me trataron bien, que me hicieron darme cuenta que había algo falso y cruel en la manera de tratarme de los otros, y que agradezco y reconozco en una profesión que es tan exigente y mal pagada.
La sala pierde y gana pacientes. Todas somos mujeres, algunas tienen una máquina al lado del lecho que sonará en caso de problemas. La máquina emite un sonido al que se supone debe responderse rápidamente. Una paciente, soy testigo, durante una hora y diez minutos tuvo ese sonido, sin que nadie acudiera. Las enfermeras no siempre están, los turnos no se completan y quienes vienen deben hacerlo todo. Una persona murió rápidamente, nadie vino a verla, y el primer comentario que escucho de una de las personas que durante todo el tiempo trata de dominarnos y hacernos callar, es: “Si estaba tan sola, algo malo habrá hecho”.
Los enfermos no tienen acceso a las otras salas, ni a la de reposo del turno. No hay un solo timbre de urgencia. Solo se puede gritar: “Ayuda, ayuda por favor”. A veces gritamos a coro. El primer gran problema es esta incomunicación forzada.
Entre las pacientes se establecen formas naturales de solidaridad. Mi movilidad “relativa” y la ausencia de sueño por el dolor son muy útiles. Puesto que no duermo y me quedo caminando por el corredor o alrededor de mi cama durante las noches, cuando una máquina suena, la persona que está al lado me pide ir donde descansan los auxiliares para decirles: “Una máquina está sonando, por favor vengan”. O “una persona se cayó de la cama, está pidiendo ayuda, por favor vengan”. Y eso lo hice sin provocar, sin ninguna frase dura, durante más de treinta noches.
Algunos funcionarios, que llamaré el “turno duro”, y ¡cómo llamarlo de otra manera!, deciden castigar mi rebeldía. Me doy cuenta que empiezo a ser tratada de manera diferente. Pasa una auxiliar y me dice “Señora, me han dicho que usted no quiere hablar con nosotros”. No alcanzo a decir que es mentira; la dejo ir.
Las mañanas son terribles; cuando despierto no puedo mover el brazo ni menos separarlo del cuerpo. Nos despiertan a las 04:30 am. Para mí, que ya he empezado a dormir, es difícil. Se echa a correr la llave del lavatorio al centro de la pieza. Se distribuyen lavatorios plásticos a los que están postrados. Los de “movilidad relativa” deben ir a lavarse a los baños. Pero yo no puedo lavarme ni en el baño ni en la cama. Pido que, sentada en la cama, se me saque el cabestrillo y se me lave. “Lo siento, me dicen, hay otras personas que tienen lo mismo que usted y se pueden lavar solas”. Finalmente me lavan, con mucho enojo. Otros días viene el “turno bueno”, que me lava con toda paciencia, pero el “turno duro” está mucho más presente…
La tercera vez en que se repiten estos tira y afloja, llega el castigo mayor:
-Vaya usted al lavatorio -debo decir que el lavatorio es perfectamente visible desde todas las camas-. Póngase ahí derecha, suéltese el brazo.
-No puedo soltar el brazo.
-Bueno, sujete el brazo, la vamos a lavar.
Entonces me paran y me desnudan. Me pasan por el cuerpo una toalla húmeda, delante de toda la sala. Una de las pacientes se horroriza. Me apoyo en los vidrios de la ventana, me secan y me envían a la cama. Mi familiar pidió al director que dejaran de lavarme como lo estaban haciendo, de mala gana, frente a la muralla. Al día siguiente, una auxiliar me aseguró que un doctor les ha dicho de no lavarme “porque no somos nanas”.
Y me quedo sin lavar. Todo eso mientras la operación se retarda y se retarda: “No hay sitio en el pabellón”. Los reclamos aumentan, escucho los comentarios de las pacientes. Mientras yo esté con “movilidad relativa” voy a ser la persona que, en los momentos de angustia y dolor, puedo ir a advertir a las enfermeras, a las auxiliares.
Hay dos personas que mueren. Una en silencio y sola pues a su hijo no le permitieron quedarse en la noche. El equipo no logra salvarla, el equipo está afectado; yo no sé quiénes integran el equipo. La segunda muere con el dolor de dos de sus familiares presentes, los otros están en el pasillo, no todos pueden acercarse. Todas escuchamos, todas vimos, el equipo estaba ahí efectivamente, pero ella muere.
La rutina continúa. Los baños se tapan, se inundan en las noches. La llegada de personas de mi edad o mayores, que hablan, que gritan, que lloran, empieza a hacerse habitual. Hay una paciente que evidentemente está muy mal, que grita y llama a sus hijos, que grita de dolor, que pide que la saquen, que la lleven a su casa. No sé qué enfermedad tiene, pero es atacada por todos lados. Es terrible, pienso que conozco signos de esa enfermedad en personas próximas a mí. Pero nunca había vivido el horror de lo que creo es un caso de alzheimer. A esa paciente se le grita, se le dan medicamentos para que se calme, no se calma; las otras pacientes no pueden dormir, las auxiliares del “turno duro” son hostiles y la amenazan:
– ¡Señora, si no se calla, la vamos a mandar a dormir con los gatos!
La crueldad del lenguaje con esa mujer no tiene límite. Si la paciente se calla, como efectivamente ocurre, tiendo a pensar que ella ha podido imaginar el horror de la amenaza.
La llegada de una señora de Nueva Imperial introduce una nota de dulzura. Viene su familia, vienen sus nietos y ella, a pesar de su gravedad, les habla a cada nieto al oído. En las noches conversamos y le pregunto cuál es el mensaje que da a sus nietos. Me sonríe y me cuenta que les dice de no perder su fe, de trabajar mucho. Y yo le pregunto, qué le dicen ellos. Me responde “me dicen que no puedo morirme, porque todavía les hago falta”. Ella me da un beso de buenas noches y cuando en esos días vuelve a su casa, aunque muy grave, yo pienso que pierdo una amiga.
Otras dos personas de mi edad, que no pueden moverse, se preocupan cada mañana de preguntarme cómo amanecí. Nos miramos siempre, se agregan una profesional de edad mediana y una joven estudiante. Tenemos momentos de intercambio de confidencias y aún de risas. Una mano generosa nos ha traído un libro que se llama Chistes de médicos. Lo leemos clandestinamente, porque tenemos miedo. Vaya, me digo, ¿estamos en una cárcel o en un hospital?
“Hay personas -dice una auxiliar del ‘turno duro’- que creen que aquí están en una clínica privada y no se dan cuenta que están en un servicio público”. Yo reflexiono: o sea en un servicio público se puede humillar a los pacientes, hacerlos callar, indignarse cuando preguntan algo…
Vamos llegando al día 30, el 31 me operan. Finalmente se va a cumplir. He estado en los gastos del Estado durante treinta días. Se me ha dicho cada vez: “Esta semana sí, esta semana no. El martes…, el miércoles, este viernes. No, no hay pabellón, la próxima vez será”, etc.
El día 31 de diciembre estoy de mejor humor pues me operan. Se acerca una auxiliar con la que había tenido una disputa sobre mi nivel de dolor y me dice: “Todos los auxiliares hemos firmado una carta en su contra”. Así me fui a operar, cuando volví y desperté le he preguntado a tres de los auxiliares que habían sido gentiles conmigo: ¿Por qué han firmado una cara en mi contra? Uno de ellos -hay que decir que todos los auxiliares hombres me trataron con delicadeza y respeto- me dice: “Señora, esa carta nunca ha existido”. Obtengo otras dos veces la misma respuesta a la misma pregunta.
Continúo mi reflexión: a esta sección llegan sobre todo mujeres de Peñalolén, algunas de pobreza extrema a quienes los familiares no pueden comprar pañales. Una funcionaria técnica, cuya generosidad nos ha emocionado a todas, consigue pañales. El “turno duro” amenaza con dejarlas acostadas sobre unos plásticos.
Se imponen obligaciones, pero no se reconocen derechos. En la sala alguien puso un cartel que advierte que se llamará a Carabineros si un funcionario es agredido verbal o físicamente. Me dan ganas de reír y llorar, imagino un escuadrón de mujeres quebradas o recién operadas tratando de agredir a un funcionario. Los familiares se sienten impotentes y hablan entre sí asegurando que se quejarán. Pero en ninguna parte está visible la declaración de derechos de los pacientes.
¿Cuánto sufren las otras personas que vienen detrás de mí o que estuvieron antes? “Tengo miedo de volver al hospital y que me traten mal”, me han dicho. “María, por favor, nosotros también hemos denunciado”. Todos tienen miedo de volver porque puede tocarles el “turno duro”. Yo también tengo miedo de volver, pero puedo hablar, denunciar y gritar, y eso es lo que estoy haciendo
MARIA EUGENIA SAUL URQUIETA (*)
(*) Periodista, perteneció al equipo fundador de Punto Final. Estuvo exiliada en México, Nicaragua y Canadá. En Montreal ejerció la docencia desde 1974 al 2002 en el Departamento de Sociología del Cégep Edouard-Monpetit.
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 822, 23 de enero, 2015