Dadas las actuales condiciones político-administrativas de nuestro país, el problema de los abusos laborales, la explotación, la usura, la discriminación, la pobreza y un largo etcétera, no se resolverá mientras no exista un cambio de actitud radical en quienes gobiernan y legislan. Es decir, en los militantes y dirigentes de los partidos políticos que controlan los poderes del Estado. Ese cambio de actitud es una de las soluciones a los problemas expuestos. La otra solución es a través de la sublevación popular, que por medio de grandes manifestaciones desaloje a la autodenominada “clase política” mediante una asamblea constituyente que redacte una Constitución legítima y no fraudulenta como la que actualmente nos rige. La Constitución vigente fue impuesta a sangre y fuego por una dictadura y permite todo tipo de tropelías por parte de la oligarquía. Lo mismo sucede con cientos de leyes que deben ser cambiadas o erradicadas.
Entonces, la pregunta es ¿Está la clase política dispuesta a cambiar de actitud? Los hechos indican que no. Los gobiernos de la Concertación, de la derecha, y hoy de la Nueva Mayoría, han demostrado que su discurso es uno y su práctica otra. Sólo han propiciado y propician cambios menores e intrascendentes para mejorar la calidad de vida del pueblo. ¿Razones? Como bien dice el diputado Gabriel Boric (único parlamentario que defiende al pueblo), la clase política está “colonizada por los empresarios”. Por otro lado, ser diputado, senador, ministro u obtener algún cargo cercano al poder, permite –debido a los millonarios sueldos, asignaciones y viáticos- enriquecerse en pocos años, veranear en Europa o en islas paradisíacas. Todo a costa del erario nacional. Y ni hablar de los negociados que surgen de los contactos obtenidos gracias a ser gobierno o parlamentario. Como dice la tía Carli: “La clase política chilena vive de guatita al sol”. Y era que no. Trabajan poco, van cuando quieren al parlamento y no les descuentan los días no trabajados, tienen la mejor previsión y atención de salud. Más encima todos los chilenos, por intermedio del Estado, les pagan la bencina, los teléfonos, el arriendo, las secretarias, los pasajes en avión y otras granjerías. Ante este panorama ¿qué le queda al pueblo? Me parece que la respuesta es más que evidente.