Una de las falsedades mayúsculas de nuestra política es aquella que se les reconoce a los presidentes de la República la facultad de nominar y destituir libremente a sus ministros y principales colaboradores. Lo cierto es que en toda la posdictadura, los jefes de estado han sido rehenes de los partidos políticos y, más allá de propio apoyo popular, han debido siempre repartir tales designaciones entre las colectividades oficialistas a objeto de garantizarse el respaldo legislativo. En algún grado, el Presidente Piñera fue el único que pudo actuar con más independencia a la hora de organizar sus gabinetes, pero ya se vio que en un momento hasta tuvo que privilegiar a la UDI en cuanto a tales designaciones en desmedro del que había sido su propio partido.
En los últimos 25 años se hizo frecuente que llegaran a los ministerios personas que ni siquiera eran conocidas de oídas por algunos mandatarios, en su sometimiento a los listados proporcionados por los partidos concertados para gobernar, tal como que la constante fue siempre que los reemplazantes surgieran de las propias colectividades de los destituidos. En este “cuoteo” es que se explican las desavenencias constantes entre ministros, subsecretarios y jefes de servicios de distintas militancias, debido a que los designados deben mostrar más fidelidad a sus tiendas políticas que a los objetivos de su superior jerárquico o del propio Gobierno.
Y no es que esta proveniencia política signifique necesariamente diferencias ideológicas entre unos y otros. A esta altura, lo que debemos asumir es que entre las distintas agrupaciones muchas veces existen menos desacuerdos que al interior de los partidos siempre cruzados por la guerrilla de sus distintos caudillos o “sensibilidades”, como se les suele reconocer en el país de los eufemismos. Este fenómeno también explica la dificultad que han enfrentado nuestros presidentes a la hora de reestructurar sus gabinetes y desbaratarse de los ineptos, deslenguados o de aquellos subalternos políticos que consideran sus cargos como un botín a ser administrado con las cúpulas partidarias.
Tal facultad presidencial resulta, entonces, una total impostura. Incluso en la designación de intendentes, gobernadores y diplomáticos el margen de acción de los jefes de estado es muy precario y ello explica que en el diseño del poder y sus equilibrios existan cargos prácticamente inamovibles a pesar de los despropósitos de sus titulares. Aunque recientemente haya resultado fácil separar del Gabinete a una ministra que ejerció más allá de lo”políticamente correcto” su libertad de expresión. Pese a que lo que dijo es vox populi en Chile y algo plenamente asumido y conocido por los profesionales de la salud. Como que muchos de los 100 mil abortos que anualmente se realizan en el país son ejecutados en clínicas privadas, aunque éstos procedimientos sean archivados de otra forma; lo que explica, por lo demás, que sea tan baja la mortalidad de las mujeres que se someten a la interrupción de sus embarazos. En efecto, para la Presidenta Bachelet no debió resultarle muy difícil reemplazar a su ministra de salud cuando para el Partido por la Democracia (PPD) resulta relativamente fácil encontrar un sustituto entre sus propios militantes o, en subsidio, allanarse a recibir alguna otra compensación dentro del mapa actual del poder.
En esta realidad es que resulta habitual que los mandatarios sean exculpados de los errores y desatinos de sus colaboradores. Aunque en todas la democracias del mundo el cuoteo político es una práctica habitual, en pocas naciones se llega a los extremos de nuestro país y, por lo mismo, allí son los propios jefes de estado los que responden de los desaciertos de sus colaboradores ineptos, corruptos o lenguaraces.
La abrupta y desprolija destitución de una ministra no desmiente que la presidenta Bachelet tiene un limitadísimo campo de acción para cumplir con plena independencia lo establecido en la Constitución vigente, texto que se sabe le entrega muchas o demasiadas prerrogativas al jefe del gobierno. Se rumora, incluso, que la decisión ni siquiera fue dispuesta con ella, cuando desde el propio ministerio de Salud se difundió un comunicado que desautorizaba lo expresado por la secretaria de estado a un vespertino. En ello estriba, por supuesto, la dificultad de un ajuste ministerial como tanto se demanda en estas últimas semanas. Es evidente que en el ajedrez del poder cada peón, alfil, torre o caballo que se mueva puede afectar severamente la integridad de la reina o el rey y, con ello, la estabilidad del pacto oficialista. Faena, por supuesto, que no puede depender del mandatario de turno.
Esta misma “ingeniería política” estaría explicando la forma en que se ha ido debilitando la adhesión ciudadana de la Presidenta, después de que el país confió en que en su nueva administración pudiera ejercer su plena autoridad, imponerse a los partidos y hacer aprobar sus reformas en un Congreso Nacional en que muchos de sus integrantes resultaron elegidos por su mera asociación a su candidatura y la fidelidad que le prometieron y le siguen prodigando de “la boca para afuera”. No deja de ser curiosa la forma en que las propias figuras del oficialismo son las que dificultan la aprobación de algunas iniciativas gubernamentales cuando ya se va a cumplir un año desde que Michelle Bachelet fuera elegida por la contundente mayoría de los que se pronunciaron en la última contienda presidencial y parlamentaria. Proceso que estuvo marcado, sin embargo, por la abstención de casi un 60 por ciento.
Nunca un gobierno tuvo más posibilidades de imponer sus reformas ante una oposición tan descalabrada como la de la Derecha, que ahora gana bríos nuevamente en la falta de consenso y deslealtades dentro del oficialismo. Así como por el poder económico que controla y el dominio de los más poderosos medios de comunicación del país que, como se ha comprobado, aun se muestran diestros en provocar una destitución ministerial como la observada.
En este esquema de cuoteos y equilibrios evidentemente debemos exculpar a la Presidenta de tantos tropiezos y disparates de sus colaboradores. De la errática actitud de sus ministros de Hacienda y Educación. De la inmadurez política de otros colaboradores, así como de los que francamente ”atornillan al revés” o no tienen la solvencia mínima para actuar con propiedad. Pero ello no puede disimular la responsabilidad que también le cabe a la propia Mandataria al sumergir su liderazgo en beneficio de los operadores políticos, la nefasta política de los consensos que nuevamente se propicia y las desmedidas consideraciones a los poderes fácticos. Su gobierno estaba llamado a ser de cambio y no continuidad, pero ya observamos cómo importantes reformas se van relativizando, mientras otras se postergan y francamente se abandonan. Entre éstas, la que era prioritario: la Asamblea Constituyente y la nueva Carta Fundamental.