No acostumbro a escribir columnas de opinión en primera persona, no tengo nada contra ese estilo narrativo, pero, movido por el genuino propósito de no contaminar mi trabajo con apreciaciones subjetivas, siempre prefiero hacerlo desde una óptica un poco más aséptica. Sin embargo, en esta oportunidad escribo en primera persona para contar mi experiencia con el aborto. Creo que ya es hora de imprimir el certificado de defunción de mi hijo o hija, quien de no haber sido abortado(a) por su madre, este año cumpliría 30 años de vida.
También me mueve a relatar este desgraciado episodio el deseo de plantear una arista pocas veces considerada en la discusión del aborto, como es el concurso de la parte masculina en el asunto. De hecho, por lo general, cada vez que en Chile se habla de aborto, se lo hace desde una perspectiva excluyente de ese gravitante factor de la concepción, como si ésta fuese una acción privativa y exclusiva de la mujer, sin considerar al hombre como un sujeto de derecho, sino más bien como un semental descerebrado, sin sentimientos, cuya principal y única característica relevante, es tener pene y un arsenal inagotable de espermatozoides.
En rigor, a partir de esa aberrante singularización, al hombre se le excluye como padre de la criatura objeto de la decisión abortiva, se prescinde de él marginándolo con brutalidad de la historia presente y futura de esa fatalidad, en la que él también cuenta; al cabo, se lo priva de la decisión sobre la vida de un ser humano, que él también ha creado; se suprime su derecho de paternidad considerándolo como incapaz ante la ley. No es poco.
Comprendo que muchas de las mujeres que abortan –independiente de su edad, estado civil y condición socioeconómica– lo hacen desde la rabia irrefrenable, desde la soledad más absoluta y desesperada con que afrontan su realidad inesperada o indeseada; también puedo entender que lo hagan desde la frustración y la tristeza provocadas por sus parejas insensibles, quienes, apenas enterados del sorpresivo embarazo, optan por encogerse de hombros y endosarles a ellas toda la responsabilidad de lo ocurrido: que no tomaron las debidas medidas profilácticas, que lo hicieron a propósito, que no es la primera vez que les ocurre, que ellos no están para hacerse cargo del hijo de otro, que no es la forma de conseguir marido, que un hijo no los amarrará a la fuerza… También entiendo a aquellas mujeres que queriendo llevar su embarazo a feliz término, se encuentran con una actitud fría y distante de sus parejas, quienes solo atinan a propiciar los medios económicos y materiales para facilitar “la solución final”. Solución que en repetidas ocasiones suele quedar al arbitrio de una familia desorientada. La de ella.
Pero también hay hombres que, enterados del anuncio de una nueva vida, de inmediato asumen su responsabilidad paternal y se quedan junto a su mujer, aun cuando el mundo entero se venga encima. No obstante, muchos de ellos deben luchar contra la voluntad y los argumentos de la propia mujer para no asumir la maternidad. En mi caso, esa lucha no solo fue contra la voluntad de una mujer de 25 años, sino también contra el arribismo de su familia hípercatólica, que entró en pánico ante el inminente aumento de volumen abdominal de su regalona, leyéndolo como el desplome de su prestigio forjado a fuerza de privaciones, penitencias y buena conducta social. Una familia herida en su íntimo orgullo, incapaz de sobreponerse a un momento complicado, pero presta a aplicar una solución criminal, para lo que no dudó en prescindir de su vociferada calidad moral, urdiendo su crimen a mis espaldas.
Todo lo que vino después, fue violencia económica, golpes sobre la mesa, moralina barata, pachotadas para justificar lo injustificable: que la familia no podía cargar con un guacho (como si el guacho no tuviera padre); que la familia tenía planes para la hija a punto de titularse de psicopedagoga en una universidad pechoña. Una familia obnubilada por las reacciones del vecindario, que consideró que lo mejor para su hija, para su decoro y su futuro, era internarla en una clínica “cuica”, donde le extrajeron “el apéndice”, y de cuya intervención se recuperó viajando al extranjero…
Todo lo que vino en los siguientes treinta años, hasta que la renunciada ministra de Salud Helia Molina develara una vergonzosa verdad que los chilenos metemos bajo la alfombra, ha sido desgarro, dolor; pena recurrente, flashback de una tragedia omnipresente. Incomprensión. Volver a recordar a tantos que miraron para el lado y que prefirieron sacarme de sus álbumes fotográficos, a tantos que renegaron de los afectados prometidos… Hablo por mí, el afectado directo que nadie vio y que nada importó, y que todo un clan consideró desechable. Ignoro si ella será feliz del todo, pese a las dos hijas que tuvo tras casarse como deseaban sus padres: casta y pura. Ignoro si sus padres podrán partir de este mundo con su conciencia en paz. Ignoro si ella habrá borrado de su memoria ese lamentable episodio de mediados de los ochenta, o si alguna vez habrá despertado angustiada pensando en el hijo que abortó. Ignoro si la amnesia forzada pudo más. Lo cierto es que esa vida abortada hace ya casi treinta años, dejó una estela de dolor imborrable, y que no solo involucró la vida mutilada de un ser concebido con amor, sino la de muchas personas que cargan en su conciencia con su muerte.
En rigor, el incidente que le costó el cargo a la ministra de Salud, en torno a que las niñas de familias pudientes se practican abortos en clínicas “cuicas”, más allá de su certeza o misterio, debiera servir para incluir en la discusión pública los costos emocionales nunca saldados de un aborto, sus consecuencias ad eternum, su reguero doloroso, tanto para la mujer que se lo practica, como para el hombre que se ilusionó con la noticia de una nueva vida, y para sus entornos silentes. El aborto es, en todo momento y lugar, una decisión bipersonal, nunca de la billetera familiar. El aborto no es un diente que se extrae y del que podemos prescindir sin mayores problemas, es una vida humana que se deja flotando hacia la eternidad como un recuerdo craquelado, con el que algunos prefieren no vivir, pero que otros debemos soportar.