Fue a fines de los setenta que lo conocí. Chile estaba bajo Estado de Sitio, con toque de queda y todo eso. El dueño del Estado, el usurpador mejor dicho, no hacía discursos, ladraba amenazas.
Los detenidos desaparecidos eran “presuntos”, la dictadura decía que se habían ido con otra” o que se mataban entre ellos. Un libro podía llevarte directamente a la prisión y la tortura.
Estaba con una guitarra, allí en el centro Ecuménico de Pudahuel. Un instrumento musical, ya podía ser un principio de sospecha. Todo el arte estaba en ojeriza. Con barba ya aumentabas tu puntaje de inadaptado aunque fuera una barba rala como la del Lucho.
Nos juntábamos a a conversar de literatura, historia y esas cosas. Un centro cultural; subversión pura para los defensores de la civilización cristiana occidental.
Un día pasamos por su casa, allí a unos metros y una calle de por medio la Tenencia de Carabineros Rooselvelt. Siempre me pregunté si el nombre que tenía ese antro de violar las leyes, todas, las humanas y las divinas, era un homenaje o un agravio al presidente norteamericano.
Pasamos a su casa por un libro o algo que no me acuerdo. Vi un piano, no dejó de sorprenderme. Le pregunte que hacia allí, era como algo extraño, ¿que podía hacer allí?. El Lucho se puso frente al teclado y en armonía perfecta fueron apareciendo, como brotando, cadenciosamente con esa vitalidad que a uno le termina impregnando, como que flotaban en el aire, las notas de la Internacional.
He escuchado este himno de esperanza en muchos lugares, incluido en la Habana en medio del periodo especial, pero nunca me ha parecido tan lleno de significado como en esta ocasión.
Un piano en una casa de un barrio pobre, donde no vivíamos sino que sobrevivíamos. Un muchacho joven, y ese virtuosismo, y el himno que venía de un pasado prohibido y que anunciaba un futuro donde lo que estábamos viviendo sería como una pesadilla, de la que se despierta y ya. Como esos malos sueños en que uno se da cuenta que está soñando y el corazón ya no se agita tanto.
La Internacional se deslizó íntegra por la habitación. Un día, pensé ya embriagado de optimismo, la cantarán millones, en plena Plaza de la Constitución frente a La Moneda. Le pregunté a Lucho cómo la había aprendido, porque la había ejecutado también. Se sonrió, no me respondió nada, y salimos de la casa.
Unos años después vino su muerte, como un golpe en la cabeza, noticia sorpresiva y brutal. Agentes de la dictadura, de la tenencia de metros de su casa, lo habían acribillado.
Siempre supimos que no era víctima de un abuso, un error de la máquina de matar, era un mártir de una generación de jóvenes que se batía sin pausa en contra de la dictadura más brutal que ha vivido la patria y que no era pura sicopatía de rufianes, eran los latigazos de la oligarquía, tratando de dar una lección eterna al rotaje y un puñado de pijes mal agradecidos y delirantes por querer construir un país distinto.
No lo mataron por error, lo mataron, por lo que decía, lo que sentía, lo que pensaba, que en él eran sólo una misma cosa. Lo habían matado porque cuando se trató de la disyuntiva seguridad o dignidad, marcó sin temores la papeleta en la última opción, aunque en ello le fuera la vida.
Pasan los años, estoy en un Tribunal, y voy leyendo las páginas que se acumulan en el expediente judicial que investiga su muerte.
Me faltan las palabras para relatar, para reflejar, aunque sea pálidamente la envergadura de su heroísmo, quien escriba mejor, debe hacerlo. Las páginas judiciales van reconstruyendo una historia de hace treinta años, pero que cobra vida, aquí y ahora.
Una micro de pasajeros queda rodeada de carabineros, con entrenamiento y armamento de guerra, entre los pasajeros van unos pocos compañeros de buena voluntad y armas pequeñas y viejas, lo poco que se podía tener a mano.
Lucho, el de la poesía madura a pesar de la juventud, 23 años, el del piano y la guitarra se abrió paso a tiros, que eso de patria o muerte no era una coro de barra futbolera. Patria o muerte, como táctica, como estrategia, como vida, como él mismo.
La jauría, que no quedó indemne ni impune, recibió lo suyo, se concentró en él, los otros compañeros fueron desatendidos por la barbarie, el heroísmo da ejemplos, pero también salva vidas.
Roto el cerco, la persecución se desata, queda herido, dos impactos en las piernas, balas de guerra.
No puede más, ya no tiene municiones, el arma se hace inservible, ha caído lejos de su alcance. Han sido cuadras de persecución.
Cae desplomado, pero consciente. Matar a un prisionero, aún en guerras entre ejércitos, se llama crimen de Lesa Humanidad. Es tan grave e ignominioso que lesiona, afecta, ofende a toda la humanidad.
Se agolpa mucha gente, es de día claro, los uniformados, con años de abusos y tropelías se han hecho aborrecibles a los ciudadanos que por ley deben proteger, pero que ellos oprimen a garrotazos, por miserable paga. Se murmura la solidaridad con el joven caído.
Está herido a balas, postrado en el suelo, ya sin atisbo de posible defensa física, pero la moral está incólume, su voz firme y decidida anuncia a quienes le escuchan que tarde o temprano la dictadura será derrotada por el pueblo, que pagarán sus crímenes, que el Movimiento de Izquierda Revolucionaria no dejará de luchar.
El odio, inculcado como se puede inculcar a perros imbéciles, o quizás el miedo a lo que se atisba como inexorable, o las palabras solidarias con el caído que ya se hacen nítidas entre los que miran, que van aumentando en número, o quizás todo ello junto, ponen a la bestia en el sentido de la alevosía, a traición y sobre seguro, y al héroe en su destino, un rufián con uniforme fiscal le endilga los balazos asesinos a quien ya no puede defenderse.
Los que ven el crimen protestan de viva voz, hay que disolverlos a garrotazos, se van, pero no olvidarán, por estos días cada recuerdo se va depositando en el expediente judicial, como una roja flor en un monumento.
Es el Lucho Díaz, Luis Díaz Muñoz, joven poeta, músico y revolucionario que muere por la libertad de la patria. Fue un 29 de Diciembre,en Pudahuel, hace treinta años.
ROBERTO AVILA TOLEDO