Resucitado, vivito y coleando, el viejo Muro de Berlín ha vuelto a la polémica chilena…
Con este título y estas palabras comenzaba yo un artículo sobre un tema que ha vuelto a rebotar en este 25 aniversario del desmoronamiento del Muro. Como nuestra Presidenta y otros chilenos encontraron refugio detrás del Muro, en la RDA, la República Democrática Alemana, y como el Partido Comunista forma parte de su gobierno, algunos le endilgan la palabra “Muro” como arma arrojadiza.
Los chilenos que vivieron tras el Muro y mantienen silencio son tildados de “cómplices” de un régimen “criminal”. Quienes habiendo estado en la RDA despotrican contra el “muro de la vergüenza” son tratados de “tránsfugas” y “traidores”. A todos les cae el remoquete de “oportunistas”: unos por “haberse vendido al capitalismo”… otros por “haberse vendido a una dictadura comunista”.
En el debate, como que faltara una mirada más amplia, más contexto histórico. En el siglo XX, el de todos los horrores, Alemania inició la segunda guerra mundial, la peor catástrofe planetaria de todos los tiempos: ¡entre 40 y 70 millones de seres humanos bombardeados, gaseados, aplastados, destrozados, quemados, acribillados, matados de hambre y de frío! Treinta millones más o 30 millones menos, según cómo se cuente: un pequeño “detalle”. Un país atacado que ya no existe, la Unión Soviética, la URSS, cargó con la mayor cuota de víctimas: 20 millones, según sus cifras. Las tropas soviéticas “liberaron” –así se decía– Berlín y la parte oriental de Alemania. Por acuerdo entre los “Cuatro Grandes”, se consumó la partición de Berlín y de Alemania en cuatro zonas de ocupación: soviética, estadounidense, británica, francesa. En mayo de 1949, EE.UU, Gran Bretaña y Francia fusionaron sus zonas y nació la República Federal de Alemania, RFA, la Alemania occidental capitalista. Cinco meses más tarde, en el sector soviético se fundó la República Democrática Alemana, RDA, la Alemania oriental socialista. Berlín, anclado en el corazón de la RDA, fue dividido en dos Berlines: el Occidental, capitalista, rodeado por la RDA; el Oriental, socialista, capital de la RDA. La guerra fría hizo el resto.
Todas las revoluciones del siglo XX fueron hijas de la mística. Cercadas y agredidas, se defendieron, triunfaron o fueron derrotadas, vivieron una épica. Así fue con la Revolución Rusa –atacada por 14 potencias–, la Mexicana, la China, la Vietnamita, la Cubana, la efímera Revolución Chilena… Lo mismo sucedió en las luchas de independencia de las colonias de Asia, África, el Medio Oriente… Pero con el correr del tiempo, los amaneceres revolucionarios fueron dando paso a sistemas autoritarios, burocráticos, caricaturescos, algunos terriblemente represores y crueles. El estalinismo puso la lápida al humanismo socialista. Al término de la segunda guerra se impuso la geopolítica. No solo Alemania quedó dividida. Europa quedó dividida, el mundo quedó dividido.
La RDA no fue hija de un levantamiento revolucionario ni de la mística, sino de la derrota y aplastamiento armado del nazismo, y geográficamente le tocó estar en el campo socialista encabezado por la URSS. En el gobierno fueron instalados los líderes sobrevivientes del Partido Comunista alemán, partido digno y combativo, que Hitler casi había borrado del mapa. La RDA nació también con el síndrome del cerco y el acoso, y sus dirigentes, como Erich Honecker, cuyos restos yacen en suelo chileno, se abocaron con eficiencia alemana a crear un sistema invulnerable ante los enemigos internos y externos. Para lograrlo había que blindar las fronteras, impedir el “contrabando ideológico del enemigo”, bloquear toda ilusión de emigración de los “osis” –ciudadanos germano-orientales– hacia el campo de enfrente. Berlín Occidental era un “cáncer capitalista” enquistado en el corazón de la Alemania socialista: de ahí el Muro.
Los gobernantes de la RDA realizaban una agitación ideológica permanente contra el pasado nazi de Alemania y a favor del socialismo. Esa labor era muy intensa aunque rutinaria, pero cuando de Chile llegó la noticia de lo que estaba pasando el 11 de septiembre de 1973, las calles de Berlín Oriental, de Leipzig, de Rostock y otras ciudades fueron inundadas por cientos de miles de personas de todas las condiciones, jóvenes y ancianos, niños, hombres, mujeres que se volcaron espontáneamente a protestar por la muerte del presidente Allende y el golpe militar. La reacción de su propio pueblo sorprendió a los gobernantes y al Partido, que vieron en ello, con bastante razón, el fruto de la educación socialista y la prédica antifascista que llevaban a cabo. Celebraron reuniones de emergencia y en pocas horas, el Partido, la Juventud, las organizaciones oficiales se pusieron a la cabeza de las protestas, asumieron su dirección. Como corolario, la RDA acogió a una gran cantidad de refugiados, facilitó el funcionamiento de los órganos del exilio chileno y se convirtió en motor importante de la solidaridad con los perseguidos. Carlos Contreras Labarca, embajador de Allende, quedó a la cabeza de Chile Antifascista, la flamante entidad instalada en el mismo edificio en que antes estaba la embajada. Las dos veces que viajé desde Moscú, donde residía, a reuniones del exilio en Berlín, fui recibido en el aeropuerto con cordialidad oficial. En mi tercer viaje, realizado en auto como simple turista pocas semanas antes de la caída del muro, recibí un trato grosero de parte de los guardiafronteras de la RDA. La tensión estaba en el aire.
Cuando se dice que la RDA era una “cárcel”, que “todos” sus ciudadanos querían irse, se está exagerando, o por lo menos simplificando. El Muro duró 28 años, la RDA 41 y en ese tiempo pasaron muchas cosas. Sucedió que el capitalismo tiró a la RFA hacia arriba y que el socialismo impulsó a la RDA a paso mucho más lento. La agitación permanente, las constantes campañas publicitarias, la labor de la omnipresente Stasi, los balazos en el Muro contra los fugitivos no lograron frenar las ansias de apertura y así, apenas Gorbachov soltó la rienda, el Muro fue desconstruido por los berlineses piedra a piedra. El Muro se había convertido en símbolo de la guerra fría y del odio, y su caída fue recibida con alivio y alegría en todo un planeta que vivía bajo el peligro de la guerra atómica.
Se afirma que los alemanes orientales añoraban el “mundo libre” y que en aras de ese ideal entregaron la vida los 125 ciudadanos que cayeron tratando de escapar. Contabilizar a las víctimas, comparar unas muertes con otras siempre tiene un lado perverso: entre un muerto y otro no es aceptable hacer diferencias, todos los muertos valen individualmente como seres humanos lo mismo. Pero mi generación que las ha visto todas no olvida que EE.UU. lanzó dos bombas atómicas sobre ciudades japonesas –yo tenía siete años y recuerdo hasta hoy el impacto terrorífico de la noticia– con un total de muertos superior a 150 mil personas, en su mayoría civiles, y que con apoyo de sus aliados libró la guerra de Corea, donde se calcula que murieron cerca de un millón de coreanos y chinos y 40 mil norteamericanos, y la de Vietnam, donde las víctimas vietnamitas fueron más de un millón de soldados y más de dos millones de civiles y las estadounidenses sumaron cerca de 60 mil. Posteriormente EE.UU. ha exportado la guerra a Afganistán, Irak, y mantiene el campo de concentración de Guantánamo… En nuestro continente, en poco más de medio siglo las víctimas de la violencia en Colombia han superado el millón y en los seis años del anterior presidente de México murieron violentamente 200 mil personas, según dicen, y recientemente hemos visto lo que ha pasado… Y Chile … El terrible mundo libre…
No hay dudas de que la caída del Muro fue ampliamente celebrada por los “osis”. Sin embargo, es sabido que la “reunificación” con la RFA fue vivida por muchos de ellos como una anexión, en la que pasaron a ser ciudadanos de segunda de la nueva Alemania. Manuel Guerrero, que a los 18 años terminaba sus estudios secundarios en una escuela de Berlín Oriental, ha evocado las emociones del día en que él y sus compañeros pasaron al otro lado. Pero hablando de los ciudadanos que cruzaban el muro en masa compacta, señala: “Una sorda desesperanza noté en ellos, no un entusiasmo revolucionario como soñaba Kant la experiencia moderna e ilustrada de la libertad y la autonomía… Algo había en el aire que los alemanes del Este notaban, algo que escapaba a su control. Un silencioso desencanto con todo, con lo propio y lo ajeno. Aún no desaparecía la RDA como país, pero ya se vivía el cambio, se observaba la canalización del proceso democratizador en otra cosa extraña que se jugaba no en la calle, en la plaza, en lo público, sino tras bambalinas de otra magnitud geopolítica”. Y recuerda: “A los años de ocurrido el 9 de Noviembre, mi amigo Thomas se suicidó. Su hermana también lo hizo. Y mi director del colegio también. Y varios más. No es que no celebraran la democracia, no es que quisieran regresar a lo que había…”
Los chilenos que vivieron en la RDA, así como los que fuimos recibidos en otros países socialistas que ya no existen, guardamos un agradecimiento profunda hacia quienes nos acogieron en momentos en que nuestro mundo se derrumbaba. Allá, es cierto, nos topamos con no pocos burócratas de doble moral, pero conocimos también a muchos compañeros sinceros y abnegados, movidos por el viejo idealismo bolchevique y la esperanza de alcanzar una sociedad justa y fraternal: éstos fueron y siguen siendo nuestros amigos a la distancia, algunos han fallecido y no los olvidamos. A veces tenemos la sensación de que a pesar de que las experiencias de los países del socialismo real hayan fracasado y aunque esos experimentos de igualitarismo voluntarista se hayan corrompido e incluso hayan terminado aplastando a sus propios ciudadanos, algo se perdió, mucho se perdió. Se perdió, al menos por más tiempo del que durarán nuestras vidas, la esperanza de vivir en un planeta sin muros pero sin las exclusiones ni las injusticias extremas del “mundo libre”, el inhumano mundo globalizado en que nos hallamos sumidos.