Fue a fines de 1991 que por primera vez me enfrenté –y uso la palabra muy a propósito– con Mike Nichols. Habían arreglado la reunión, en un hotel de Nueva York, los productores de mi obra, La Muerte y la Doncella, que Mike, el más importante director de teatro de su tiempo y uno de los grandes del cine, estaba interesado en montar en Broadway.
Fue un encuentro inicial extraño. Por una parte, me había criado admirando sus películas. El graduado fue para mí y mi mujer Angélica y tantos de nuestra generación, una piedra de toque de rebeldía, y obras posteriores, como Trampa 22, Conocimiento carnal y Silkwood me parecían espléndidas. Pero le había notado recientemente una cierta liviandad, una tendencia acomodaticia a gratificar a un público demasiado amplio, que podía menoscabar su capacidad para enfrentar una pieza tan dura y subversiva como La Muerte y la Doncella. Además, mi amigo Tony Kushner, que había adaptado conmigo mi novela Viudas para el teatro, me había aconsejado que no me acercara a Mike Nichols, ya que era muy hollywoodense y se llevaba mal con los escritores. Tal vez no debiera haberle hecho caso, pero en esa época él, como yo, éramos más díscolos e intransigentes y tomé muy en cuenta sus palabras para preparar la reunión con Mike Nichols.
El insigne director era uno de los hombres más encantadores del mundo –gracioso, gentil y sofisticado y, para colmo, me llenó de elogios–. Se había tomado el trabajo de pedirle a Gene Hackman y a Richard Dreyfuss que viajaran a Londres a ver el montaje inglés y ambos declararon, al volver, que estaban dispuestos a actuar en la obra en Broadway. A pesar de todo esto, me atreví a contarle a Mike mis resquemores. Su último filme, Armas de mujer, me había parecido superficial, le dije, un homenaje al capitalismo y al American Dream, una visión rosada de la existencia que era lo opuesto a mi obra traumática y ambigua. ¿Qué garantías había de que él no terminaría traicionando el texto?
Mike palideció –aunque más pálidos estaban los productores que veían escapar la presa de sus manos ávidas–. Pero enseguida me respondió que lamentaba que yo tuviera esa opinión de su trabajo cinematográfico, pero debía tener fe en que él no iba a acercarse a un texto tan inexorable como el mío si no sintiera una íntima relación con él y su temática. Había nacido, después de todo, en Berlín en 1931 y a los siete años había emigrado a los Estados Unidos, con su hermano como única compañía. Algo sabía de pérdidas, algo sabía de la violencia estatal, algo sabía de la desmemoria.
Quedamos en juntarnos una semana más tarde para ver si podíamos llegar a un acuerdo. Era fundamental para mí que Angélica conociera a Mike y me previniera, con su perspicacia habitual, si el director de Quién teme a Virginia Woolf era de confiar. Ese segundo encuentro anduvo mejor que el primero. Fue en la casa de Mike sobre el Hudson y, además de mi mujer, estaba presente la suya, la famosa periodista Diana Sawyer, que nos había horneado, de su propia mano, unos bizcochos divinos. No pasó más de media hora antes de que intercambiáramos miradas con Angélica y yo le dije que sí a Mike Nichols, que estaba feliz de trabajar con él.
Los meses que siguieron, especialmente el largo ensayo en Broadway, ya entrado 1992, fueron como una luna de miel. Tenía él una capacidad deslumbrante para comprender el texto. Percibía cada recoveco, cómo lo que un personaje decía en una escena tendría un eco significativo más adelante, cuál era el ritmo que había que dar a tal monólogo, la rapidez de tal otro diálogo. Especialmente revelador era ver cómo iba descubriendo con los actores sus deslices, sus máscaras, su intimidad. Me enterneció ver a Glenn Close apoyar su cabeza –esa mujer tan independiente y feroz, tan segura de sí misma– en el hombro de Mike, pedirle auxilio y refugio.
Los problemas surgieron al final del período de ensayos, cuando empezaron las representaciones preliminares con público antes del estreno propiamente dicho. Mike iba permitiendo o sugiriendo algunos leves cambios en el texto con los que yo no estaba de acuerdo, que disminuían, a mi entender, una cierto desazón en los parlamentos, suavizando ribetes ásperos y perturbadores, volviendo la obra un tanto menos transgresora. Reaccioné ante tales modificaciones con más arrogancia de la que Mike se merecía, con cierta histeria melodramática y excesivamente purista. Si terminamos reconciliados fue porque intervino Angélica, con la que Mike se llevaba especialmente bien; pero él y yo no volvimos nunca más a gozar de la misma amistad y franqueza. A veces cuando algo se quiebra no se recompone fácilmente, a veces no se recompone nunca.
Lamento, ahora, en la hora de su muerte, que fuera así. Me gusta pensar en el día cuando recibimos a los actores en su casa sobre el Hudson y la calurosa acogida de Diane. Richard Dreyfuss se demoraba en llegar y propuse, entonces, que nos escondiéramos todos en un gigantesco ropero. Ahí estábamos Gene y Glenn y Angélica y yo y nuestro hijo menor Joaquín y Mike, Mike suprimiendo su risa, travieso y genial, escuchando cómo su propia mujer le decía a Dreyfuss que nos habíamos ido, que habíamos decidido poner a De Niro en su rol, y de repente todos salimos en tropel, dando alaridos, del escondite. Eso es lo que quiero recordar.
Y algo que Harold Pinter me contó. Cuando a Pinter le diagnosticaron cáncer al esófago, el mensaje más original y alentador que había recibido fue el de Mike Nichols. Rezaba así: “La muerte no tiene ni la menor idea con quién se está metiendo”.
Es un mensaje que quisiera ahora mandar a Mike. Y agregarle: por suerte que esa muerte no lo vino a buscar a Berlín en un uniforme nazi tantas décadas atrás.
Y gracias, de nuevo, por compartir con nosotros tu vida y tu talento.