Nuestra Premio Nobel de Literatura siempre tuvo una aguda percepción, pensamiento profundo y lengua filosa. De todos modos, llaman la atención sus duras críticas a España y, por contraste, sus loas a Cataluña. Es cierto que fueron escritas –en el curso de sus labores consulares en Madrid, entre 1933 y 1935- cuando España se aprontaba a lo que ha sido quizá su más grande tragedia histórica: la guerra civil. Pero también, por lo mismo, puede decirse que su percepción fue dolorosamente realista.
Las líneas siguientes fueron escritas en una carta personal a su amigo, el escritor Armando Donoso; quien se la entregó torpemente –entre un conjunto de materiales- a un periodista que quería hacer un artículo sobre ella. Su publicación en una revista santiaguina desató una tormenta en la colonia española residente; y el rápido traslado de la escritora del consulado de Madrid al de Lisboa.
En dicha carta expresaba una lúgubre visión de España: “Vivo hace 2 años en medio de un pueblo indescifrable lleno de oposiciones, absurdo, grande hasta noble, pero absurdo puro. Hambreado y sin ímpetu de hacerse justicia (…) Envidioso por infeliz y no por otra razón. No sé si perezoso, como dice el mundo europeo. Desorganizado hasta un punto que no se sabe decir. Pueblo de pésima escuela y de lindo hablar donoso; pueblo sin la higiene más primaria, sin médico, sin salario para curar hijo o mujer. Importándole poco o nada tener casa, tener vestido, tener alimentación suficiente. A la vez ese pueblo tiene otro perfil y le convienen, sin hacer con él un truco, los nombres que le dan los literatos en las clásicas estampas españolas. Pueden llamarlo estoico por cuanto es capaz de soportar; alegre; por el lenguaje verde/alegre genuino el andaluz y el vasco. Pero ¿cuándo fue español el vasco? Puede decirse que es señor, pues conserva, en algunos modos y hasta en la cara, huellas de lo que fue, dueño del mundo. Pueden decirle fuerte, ya que aún no lo deshace el hambre y hasta en la basura municipal halla tres calamidades que comer, ¡Ay!, duele de veras en las entrañas, como dice Unamuno, esta España llagada y hambrienta. Y duele porque fuimos suyos y no se lleva en vano un cuerpo en gramos español” (Jaime Quezada.- Bendita mi lengua sea. Diario íntimo de Gabriela Mistral. 1905-1956; Planeta/Ariel, Santiago, 2002; pp. 131-2).
Visión tétrica que se extendía a la política, primero con la Izquierda Republicana: “Llegué yo en pleno gobierno de Azaña. El hombre es un gran varón digno de la mejor raza de Europa: escribiendo parece un romano de la buena época (en los discursos, digo), haciendo ensayo vale por cualquier gran escritor español del período que se quiera. Gobernaban con él los De los Ríos, los Domingo y otros de esos que van a América a enseñarnos democracia. Azaña no robó, ni persiguió. Promovió a los intelectuales y llenó la administración de gente leída, informada. No hicieron nada; no hicieron nada válido. Eran y son tan españoles como los otros. Es decir, les parece más o menos natural la miseria asiática, la mugre asiática nacional, el paro trágico de los obreros, el desposeimiento de tierra del campesino. Y tienen igual ritmo ñoño de los otros e igual sombrío fanatismo interno e igual desdén por la justicia. Naturalmente han sabido de leyes agrarias tremendas y de fabulosas creaciones de escuelas y de Códigos de trabajo perfectos. No los impusieron, no los llevaron a vigencia, no los hincaron. Son fofos, gentes sin columna vertebral, hablantines, amigos de lucir. Y no fueron más allá de dar empleos a la clase media profesional. Al pueblo no lo sirvieron, ¡ah! para qué, lo dejaron igual” (Ibid; p. 132).
Peor aún era su visión de la derecha española: “Vino la reacción. Ya saben: el mujerío español –cosa sin redención y sin nombre- votó según su ignorancia, y su tontería. Que no solo ignorancia. Votó a las derechas en bloque. Y los campesinos decepcionados y necios, igual. Es fantástica la falta de inteligencia en el mujerío y el campesinado; parecen criaturas de tribu. Como al español le gusta parecer, ya que no tiene volición para ser, el Presidente llevó a Lerroux a cubrir la República de manto de tal a dar un cariz de centro liberal a unos gobiernos de pura derecha hedionda, de evidente índole monárquica. En cuanto a lo que viene, serán unos grados más de conservantismo, o sea la España de siempre: sin vistas al siglo ni a Europa, cerrada a toda democracia, laxa, mortecina, madre del privilegio, productora de soldado y cura hasta lo infinitesimal” (pp. 132-3).
Tampoco tenía una percepción positiva de la izquierda española más radical: “Hay lo sabemos todos, el lote comunista y el anarquista (el socialismo es una pobre mentirijilla), los comunistas no son tantos como para triunfar de una política enorme; los anarquistas corresponden rigurosamente al tipo español más clásico: odian la organización y no les importa ningún gobierno, bueno o malo” (p. 133).
Por contraste, Gabriela Mistral, tenía una visión positiva del país vasco y, particularmente, de Cataluña: “Zona separada de hecho, Cataluña y en parte Vasconia. El catalán ha hecho un país bajo el ejemplo francés; ha creado una gran industria; tiene razón, tiene un clan, está vivo, ha vuelto la espalda al sepulcro de Castilla y se ha labrado con mar, comercio, clásicos griegos y latinos y con un espíritu regional de los más sabios y maravillosos de Europa. No es que sean separatistas, es que desde siempre fueron otra raza, otro ritmo, otro sentido de la vida” (p. 133).
Las reflexiones anteriores -precisamente por no estar dirigidas a ser publicadas y viniendo de nuestra destacada intelectual y Premio Nobel- dan mucho que pensar; más allá del tiempo transcurrido…