Varias podrían ser las consideraciones ante la inminente elección de intendentes regionales. La primera sería preguntarse cuál es el objetivo de connotar como verdadera panacea democrática una elección que –a juzgar por los intereses declarados de los partidos políticos– ya parece resuelta. En rigor, todos los partidos ya barajan sus nombres, y en ese proceso íntimo, queda claro que la ciudadanía continúa siendo espectadora.
Una segunda consideración es saber qué gana la respectiva región y sus habitantes con la elección de la máxima autoridad político-administrativa, entendiendo que la primera es sólo una institucionalidad jurídica abstracta, un territorio, una agrupación de provincias, que bien podría continuar siendo lo que siempre ha sido: una glosa de Hacienda; en tanto, los segundos, son las personas que viven en un determinado lugar y quienes en último término resultarán beneficiadas o perjudicadas por las buenas o malas decisiones adoptadas desde una supuesta intendencia autónoma.
También cabe preguntarse cómo se relacionará la nueva autoridad regional con el gobierno central a partir de su afinidad u oposición políticas, teniendo presente que los recursos públicos seguirán siendo decididos y administrados desde la capital. Otro aspecto es la transferencia de funciones y atribuciones a las regiones, cuestión que podría desembocar en un fiasco de no disponer de un capital humano regional de alta capacidad y honestidad, capaz de sustentar el presente y de imaginar el futuro.
Si a contar de 1990 Chile buscaba reeditar la elección por escrutinio popular de alcaldes, como una clara demostración de ejercicio democrático, ese objetivo se cumplió a cabalidad dos años después, cuando se eligieron los nuevos concejos municipales. La pregunta es si ese solo objetivo –tal como sería el objetivo preponderante en la elección de intendentes– ha sido garante del desarrollo comunal, y si los vecinos de la comuna lo han notado. La respuesta tiene múltiples matices. En efecto, muchos de los 345 municipios existentes en el país, han pasado a la posteridad sin pena ni gloria en materia de desarrollo. O, mejor dicho, han tenido pésimos alcaldes y concejos vulnerables, en muchos casos corruptos, incapaces de liderar proyectos de alto impacto para sus habitantes, y que por desgracia se han repetido el plato una y otra vez, sin que a nadie le importe mucho el estado de las comunas afectadas. En contraste, existen algunas comunas privilegiadas que han contado con recursos y buenas autoridades. Con todo, el relato municipal de estos últimos veinte años ha apelado a la participación ciudadana como mágico mecanismo de inclusión, cuestión que no pasa de ser un recurso proselitista financiado con fondos municipales, sin reales efectos democráticos.
El fracaso de la mayor parte de las gestiones municipales no sólo se explica desde la menor disponibilidad de recursos económicos en las arcas edilicias, sino en gran medida por los criterios cupulares para elegir los candidatos para el sillón municipal. En este sentido, los partidos políticos hacen oídos sordos. Nadie hace un mea culpa frente a la errónea decisión de inscribir un mal candidato en una papeleta. De candidatos incompetentes es imposible que surjan buenos alcaldes. El voto no es –como muchos creen– una fotografía que pueda mejorarse con photoshop. Si el candidato es inadecuado, no obstante su popularidad, no hay forma de garantizar una buena gestión; no hay cómo mejorarlo. Si el alcalde y sus concejales están dispuestos a la inoperancia y la corrupción, la suerte de la comuna está en las peores manos. Conocida es la historia de la municipalidad de Punitaqui, que durante doce años tuvo al frente a un alcalde analfabeto. De la comuna de Valparaíso es inútil hacer mayores análisis. La historia de mala gestión municipal porteña es de larga data y de gran irresponsabilidad. Una vergüenza.
Luego de dos décadas de experiencia municipal, en su mayoría deficitaria a nivel nacional, habría que preguntarse qué va a suceder con los candidatos a intendentes, en un proceso de similar magnitud, en especial si se trata de personas poco calificadas y deshonestas. Lo recomendable en este caso sería que los partidos políticos y los electores, más que nunca, actuaran con mayor responsabilidad cívica. El riesgo sigue siendo el mismo si la designación de candidatos continúa sólo en manos de los partidos políticos, sin un proceso de efectiva participación ciudadana. Desde luego, si los partidos ya tienen listos los nombres para arrojarlos sobre la papeleta electoral, es muy probable que en veinte años más se repita la mala evaluación municipal, esta vez referida a los intendentes regionales elegidos por voto popular. La misma piedra, el mismo tropiezo.
Respecto a lo que ganarían la región y sus habitantes con la elección del intendente, eso dependerá de cómo se asuma ese desafío desde la pertenencia cultural y del relato que encabece el proceso, y de cómo los ciudadanos sean incluidos en la discusión, o de cómo sean excluidos. Como todo proyecto, la elección de intendentes merece la oportunidad.
La figura de un intendente elegido por votación popular tendrá el mismo efecto demostrativo de una democracia en vías de desarrollo, tal como sucedió con la experiencia municipal, cumpliéndose de este modo el propósito de darle densidad a la democracia. Sin embargo, aún hay que resolver una cuestión que decidirá su destino: el tenor de su relación con el Presidente de la República. Si el Ejecutivo continúa viendo al intendente como su máximo representante en la región, utilizándolo como vector de sus propios intereses, obviando el asunto de la decisión ciudadana, es bien poco y nada lo que se puede esperar del esfuerzo por demostrar madurez cívica. En cambio, si la nueva autoridad se plantea como un representante de la soberanía regional frente al gobierno central, para lo que es vital que sea una persona nacida en la región, tal vez se comience a avanzar en el camino de la autodeterminación presupuestaria, así como en la capacidad de desarrollo propio.
Está claro que una democracia como la chilena, cuya exclusiva vía de financiamiento –por desgracia– es el capital privado, es una democracia de bajo impacto social. Sin embargo, sea por mera ingenuidad política, o por un legítimo anhelo de oponerse a la indecorosa desigualdad social que caracteriza al Chile actual, resulta saludable darse la oportunidad de asistir a un proceso histórico. Aunque lo “histórico” resulte más malo que bueno.