Diciembre 26, 2024

Antes fueron los comunistas quienes comían guaguas; hoy son los anarquistas

El anarquismo fue, en su tiempo – en la primera mitad del siglo XX – la expresión del rechazo más radical al capitalismo, al Estado y al clericalismo. Los ácratas soñaban con una huelga general que, de un momento a otro, destruyera toda autoridad; claro que hoy suenan estas aspiraciones como una utopía sin sentido, cuando el reinado absoluto del neoliberalismo reduce al hombre a ser un objeto del mercado. Bakunin, Kropotkin y Malatesta tuvieron, sobre todo en los países latinos, una ascendencia fundamental en el movimiento obrero. La depravación del socialismo a que nos llevó el Estado burocrático autoritario estalinista condenó al olvido a los valientes y soñadores ácratas, de comienzos del siglo XX. Pocos se acuerdan de la Central Nacional del Trabajo (CNT) y la Federación anarquista ibérica (FAI), menos de Internacional de Trabajadores del Mundo (IWW)

En Chile, los anarquistas también constituyeron una fuerza importante durante el período 1900 a 1925. No se pueden explicar las huelgas y las manifestaciones de protesta – de 1903, en Valparaíso; de 1905, la huelga de la carne, en Santiago o 1907, la Escuela de Santa María de Iquique – sin analizar la historia del anarquismo chileno; lo mismo vale para el período de resurgimiento del movimiento obrero, durante el mandato del corrupto y maquinero Juan Luis Sanfuentes; la oligarquía se negaba a reconocer la existencia de la llamada “cuestión social”, “que residía solamente en Europa, en Chile no existían clases privilegiadas, como estaba consignado en la Constitución; los obreros ganaban buenos salarios y si caían en desgracia eran protegidos por la caridad de los ricos”, sostenía el ministro Rafael Sotomayor, por consiguiente, había que acusar a los agitadores de sublevar a la plebe quienes, en su mayoría, eran sindicados como terroristas y anarquistas. Un buen día, el parlamentario reaccionario, don Carlos Aldunate Solar, se le ocurrió leer un libro en inglés sobre “los crímenes” de la IWW y propuso una ley llamada de “residencia”, la cual permitía expulsar, sin más trámite, a los extranjeros considerados peligrosos.

 

De ahí en adelante se desató la más bestial persecución a los llamados agitadores. Efraín Plaza Olmedo era un hombre en extremo sensible, que en un invierno crudo se enteró, por los Diarios, de la cruel muerte de trabajadores del cobre, producto de un alud y de la desidia de sus patrones; indignado, salió a la calle Ahumada y disparó dando muerte a dos personas; todo el mundo captaba que estaba enajenado, sin embargo, los jueces se ensañaron con él, encerrándolo en un calabozo, que terminó por agravar su situación. El odio de los jueces, en su mayoría impuesto por el Partido Liberal Democrático, no paró ahí: Antonio Ramón y Ramón español, medio hermano de Manuel Vaca, asesinado en la matanza de Santa María de Iquique, no podía abandonar el recuerdo de su pariente y un día se decidió atentar contra el general Silva Renard, quien en ese entonces era el jefe de las tropas que llevaron a cabo la matanza; las heridas sufridas por Silva Renard lo dejaron tuerto, sin embargo, esta fue la única secuela; Ramón y Ramón fue condenado a prisión sin derecho a la más mínima defensa.

 

Julio Rebosio era un anarquista, dotado de un gran poder oratorio, que dirigía un periódico llamado de Verba Roja; como los jueces no tenían motivo para juzgarlo, aprovecharon las circunstancia de su nacimiento en Tacna, en ese tiempo territorio chileno, para apresarlo como remiso del servicio militar y tratarlo con tal brutalidad que consiguieron aniquilarlo. Incluso, seres inocentes y dulces, como el librero iquiqueño Manuel Peña, cuyo único defecto era su generosidad ilimitada para prestar libros a los jóvenes anarquistas de esa ciudad, y el tendero Casimiro Barrios, fueron expulsados del país sin mayor posibilidad de apelación.

 

Los ácratas chilenos eran, en su mayoría, artesanos y vivían del trabajo independiente y, no pocas veces en comunidad, como la cercana al Cerro San Cristóbal; no consumían alcohol, no fumaban, eran vegetarianos y gustaban de la naturaleza; nada más contradictoria con la imagen terrorista y violenta que propagaba la oligarquía; se podría decir que eran una especie de santos laicos.

 

José Santos González Vera y Manuel Rojas fueron amigos toda su vida y ambos escribían en Diarios de tendencia ácrata, como La Batalla, Claridad, (de la Federación de Estudiantes de Chile), Numen y, en los años 40, la revista Babel. Sus crónicas que hoy comentamos van desde 1914 a 1954. A mi modo de ver, estas columnas constituyen la fina, sutil y viva pintura de ese período histórico; a diferencia de tanto superficial y pillín que hoy pululan en el mundo político e intelectual, González Vera y Manuel Rojas jamás abandonaron sus ideales libertarios, por tal razón, leerlos me congracian con el género humano.

 

Manuel Rojas supo descubrir a fondo los dos personajes que se encarnan en Arturo Alessandri: el “catilina”, el orador que entusiasmaba a las masas y, a la vez, el oligarca que no quería que nada cambiara. Al fin de su vida, terminó dominando la segunda cara. Rojas se entusiasmó con el grito de “Córdova la mística”, que inició la revolución universitaria. ¡Qué diferencia con las universidades chilenas de hoy! José Santos González Vera fue parte de la generación universitaria de 1920, y nos retrata, con su pluma sutil, a personajes hoy olvidados, como Juan Gandulfo y Alfredo Demaría quienes anticiparon, hace años y en otro contexto, el idealismo de los “pingüinos” actuales. Salvo el historiador Mario Góngora y Carlos Vicuña Fuentes, poco se ha escrito sobre tan singular generación donde se encontraban, según González Vera, jóvenes ácratas, vegetarianos, espiritistas, nietzscheanos, positivistas, socialistas e, incluso, radicales. La revista Claridad no perdonó a ninguno de los sinvergüenzas políticos oligarcas. Qué diferente aquel período de idealismo, pacifismo, latino americanismo y laicismo, a los actuales catones lobistas, que pululan en nuestra política de hoy.

 

Hoy, como ayer, existían los chauvinistas del tipo Jorge Tarud, claro que era la juventud dorada oligárquica que acusaba a los jóvenes de la FECH de haberse vendido al oro peruano, en la famosa y farandulesca guerra de don Ladislao Errázuriz; en esa época los “pijes”, como lo define González Vera, se dieron el lujo de asaltar la Federación de Estudiantes, destruyendo su rica biblioteca. Como podrán comprobarlo los queridos lectores, el síndrome de quemar libros viene de muy antiguo en nuestra oligarquía militarista y católica; así lo hicieron en el juicio contra Francisco Bilbao y, posteriormente, en los primeros años del golpe militar de 1793. Manuel Rojas describe detalles desconocidos de la personalidad del mártir, Domingo Gómez Rojas, joven anarquista, que murió en el manicomio, en 1920, después de sufrir la persecución del venal juez José Astorquiza, cuyo crimen le fue recordado por los jóvenes con permanentes llamadas de teléfono, a su familia, recordándole sus actos bestiales e injustos.

 

Merece destacarse el artículo de González Vera sobre su relación con la religión; creo que, en muy pocas páginas, jamás un autor ha podido describir, tan finamente, su postura agnóstica. Cuenta el cronista que su padre había sido conservador en su juventud y que después había devenido ateo; cada vez que visitaba a sus hijos, en Talagante, repetía la frase: “mueran los malditos frailes”. González Vera quiso confesar a su padre que se había convertido en un anarquista, pero su progenitor no lo consideró una buena idea: “mejor sería que fueras socialista, pues con estos se puede vivir mejor en la vida” – parece que en esa época ya era buen pituto ser socialista. González Vera nos relata la visita a Chile de la agnóstica ácrata española, Belén de Sárraga, que volvía locos a los artesanos y a los librepensadores; al escuchar sus charlas y la profundidad de su pensamiento, parecía que los frailes desaparecían con la cola entre las piernas; en el teatro se escuchaban gritos como “viva el comunismo libertario”, o el más moderado, seguramente un radical, “viva la evolución”. Los jóvenes, entusiasmados, reemplazaban a “los corceles”, llevando a Belén a su hotel.

 

La relación de González Vera con los curas no podía ser más fina: tuvo como profesor a Emilio Vaisse, cuyo seudónimo era Omar Emert, famoso crítico literario, que lo echó de la clase, en el Liceo de Santiago, cuando fue acusado, por un alumno, de haberse burlado de los frailes. En La Serena, González Vera conoció a quien después fue cardenal, José María Caro, con quien departió amablemente. Al fin, nuestro cronista termina valorando la vida como algo sustentable por sí misma, pero con un gran respeto por la opción religiosa.

 

Los últimos artículos contenidos en la compilación de Carmen Soria, hija Carmelo Soria, asesinado por la DINA, Manuel Rojas delinea, claramente, sus críticas al socialismo degenerado estalinista, que fue más bien una dictadura burocrática del Estado. En 1941, recuerda la muerte de León Trotsky, sosteniendo que ahí termina la historia del partido bolchevique. Rojas dedica un artículo a la guerra civil española, el pueblo más valiente, pero a la vez el más abandonado y traicionado por occidente: no sólo lo olvidaron franceses e ingleses – que al fin y al cabo preferían a los nacionalistas – sino también por los republicanos que, como Casares Quiroga, que se negó a darle las armas al pueblo, que resistía con los puños y palos a la arremetido de los facciosos fascistas. La ayuda de México y el aporte soviético a la causa republicana no alcanzó a compensar el poder de los ejércitos de Hitler y de Mussolini. Por lo demás, el Stalinismo aniquiló a los anarquistas y trostkistas de POUM.

 

El artículo de José Santos González Vera sobre los anarquistas es una de las descripciones más finas y humorísticas de los artesanos ácratas de comienzos del siglo XX. Cuenta el cronista que él trabajó con un zapatero, llamado Juan Antonio Silva; en esos tiempos los obreros gráficos y los zapateros eran los más cultos del movimiento obrero: los primeros, porque leían los libros al imprimirlos y, los segundos, porque su oficio permitía que les fueran leídos por los aprendices. Cuentas González Vera que él leía a Silva la famosa “Lucha por el Pan”, de Kropotkin. Las reuniones en la sala del Centro Francisco Ferrer se prestaban para discusiones eternas, y no faltaba el compañero que anunciaba que iba a hablar de 2 de 4 de la tarde; como debe comprender el lector, la mayoría iba, de poco a poco, abandonando la sala. Otro anarquista se entusiasmó con la revolución bolchevique, que estaba vedada para los ácratas, por su carácter partidista y autoritario. Cuenta González Vera que al ser separado del círculo de estudio, se dirigió a Mendoza, donde le regaló al general Carlos Ibáñez, exiliado después de 1931, un ejemplar de la “Lucha por el Pan” y el general le prometió estudiarlo para aplicar los consejos del príncipe ruso en Chile. Genial, un general aplicando el anarquismo!

 

Manuel Rojas escribió, en 1950, en “Babel”, un artículo llamado “Dos Centenarios”: recuerda que en 1947 leyó dos libros Walden o la vida de los bosques, de Thoreau, y El manifiesto comunista, de Marx y Engels; Thoreau lucha por el hombre y su liberación y fue el inspirador de Gandhi en la resistencia no violenta, además, consideraba al Estado como una bestia, rechazó la esclavitud y la guerra de rapiña contra México. A Thoreau sólo le interesaba lo esencial de la vida y adoraba la soledad del bosque; no concebía ni las clases, ni la sociedad, ni el Estado, sólo creía en los actos valientes individuales, como el rechazo a aceptar la coerción social. El Manifiesto Comunista, por el contrario, llama a la lucha de clases, sacudir las cadenas y a la unión entre los proletarios. Manuel Rojas termina su columna diciendo: “veamos qué resulta”.

 

En esta época miserable, plagadas de filisteos y de mercaderes del templo, recomiendo a los lectores ojear el libro Letras anarquistas, publicado por la editorial Planeta.

 

Rafael Luis Gumucio Rivas

 

7 10 2014                

 

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