El referéndum efectuado en Escocia, si bien su resultado ha dejado en lo fundamental las cosas como estaban (integridad del estado británico), por otro lado ha contribuido a reforzar la presencia en esta era de globalización, de nacionalismos subyacentes cuyos alcances no son fáciles de discernir aun.
Por lo que pudimos ver a través de la amplia cobertura internacional de la consulta escocesa, la campaña referendaria tuvo muchas facetas, no sólo las esperadas aristas políticas y económicas de las opciones en disputa, sino también—y probablemente tan importantes como aquéllas—las aristas emocionales que ellas conllevaban.
Y quien escribe estas líneas conoce algo de esto. En efecto, desde mi llegada a esta ciudad de Montreal he sido testigo de dos referéndums que sectores separatistas en Quebec han promovido, ambos terminados en derrota para la opción que propiciaba hacer de la provincia de Quebec un estado soberano. Y en ambos casos el aspecto emocional jugó un importante rol, aunque como también parece haber ocurrido en el caso escocés, los aspectos políticos y económicos al final tienden a predominar.
Por cierto si uno analiza estos nacionalismos emergentes, en todos ellos hay un factor emocional que es muy importante. En los hechos el nacionalismo y el patriotismo son sentimientos, esto es emociones que se aprenden, que son inculcadas por agencias del estado (la escuela por ejemplo) por los medios de comunicación y la propaganda oficial, e incluso por el ambiente familiar, en el caso de países ya independientes; en el caso de pueblos o naciones sin estado, ese nacionalismo se inculca por otros medios, generalmente más precarios, aunque por otra parte con una mayor fuerza afectiva, especialmente si—como en muchos casos ocurre—tal nacionalismo responde a alguna situación que ese pueblo o nación puede percibir como de injusticia histórica (en el caso escocés ciertamente una subyugación ante el poderío y expansionismo inglés, aunque eventualmente los escoceses—o más bien dicho sus clases dominantes—fueron co-optados como socios en la expansión imperial británica). Siendo una manifestación básicamente emocional sin embargo, el nacionalismo es por eso mismo una expresión que sin un adecuado control por parte de otras condicionantes sociales, irremediablemente conduce a expresiones irracionales. Hay pues que ser muy cuidadoso en cuanto a qué grado de apoyo uno va a conceder a expresiones de esta naturaleza.
Saco esto a colación a propósito de mi propia experiencia y de alguna manera la experiencia de otros chilenos y latinoamericanos que llegaron a Quebec como exiliados en los años 70 y 80 con el nacionalismo quebequense. En efecto, el lenguaje utilizado por muchos personeros del separatismo quebequense entonces aparecía atractivo y hasta coincidente con el de los movimientos liberadores de América Latina de esos años. No fue sorpresa que algunos chilenos y latinos se subieran al vagón separatista, sólo para verse profundamente decepcionados años más tarde. El Parti Québécois, el portaestandarte principal de la lucha separatista québécois, es hoy un partido de derecha (su más probable nuevo líder será un poderoso empresario de medios de comunicación, Karl Pierre Péladeau, dueño del conglomerado comunicacional Quebecor, a quien algunos comparan con Silvio Berlusconi) y el nacionalismo québécois ha devenido un movimiento etnocultural excluyente, que—afortunadamente—en la última elección provincial fue abrumadoramente derrotado. El propio pueblo quebequense repudió ya no sólo la idea de separarse de Canadá, sino incluso la idea de llamar a un nuevo referéndum con ese propósito. (Aclaro que, consecuente con mis principios socialistas, nunca apoyé el separatismo quebequense ni siquiera cuando se vestía con ropajes progresistas).
¿Será esa involución hacia la derecha el destino de nacionalismos como el escocés? Difícil anticiparlo. Lo que sí hay que tener presente es que—desde una perspectiva de pensamiento socialista—el nacionalismo es siempre algo a mirar con desconfianza porque si uno va a la raíz misma de toda propuesta nacionalista uno encontrará que una vez que se la desviste de todas las ornamentaciones que les puede proveer la historia, sus reivindicaciones, el folklore, el orgullo cultural ancestral y sus tradiciones, lo que queda es una simple y potencialmente aterradora premisa: “mi nación (pueblo, tribu) es mejor que la tuya”. Vale decir, en última instancia el nacionalismo es básicamente reaccionario y en su forma más peligrosa puede derivar en diversas expresiones de discriminación y racismo.
Esa es hoy en día la realidad del nacionalismo québécois aunque no me atrevo a decir que sea lo mismo en el caso escocés, que por lo que se veía en las manifestaciones, parece tener aun ese carácter juvenil, moderno y amable, incluyente de sus minorías étnicas, al revés del accionar del nacionalismo quebequense. Pero eso es ahora y no puede haber garantías que en un futuro cambie su carácter.
Pasado el referéndum escocés, el turno siguiente es el de Cataluña, fijado para el 9 de noviembre aunque—al revés de la actitud del gobierno británico y en su momento del gobierno central canadiense cuando hubo similares consultas aquí—el gobierno central español dirigido por el derechista Mariano Rajoy ha sacado del baúl de sus recuerdos todo el arsenal autoritario que el Partido Popular trae como heredero del franquismo, y simplemente ha prohibido que el pueblo catalán exprese su voluntad. España es indivisible, dicen los partidos dominantes, aunque esa puede ser más una aspiración que una realidad. En los hechos cualquier estado puede ser divisible bajo ciertas circunstancias y a veces los afanes por suprimir esas expresiones de secesión pueden ser más dañinos pues inflaman más pasiones. En estos mismos instantes, muchos catalanes que estaban dudosos o que incluso preferían el status quo, han asumido posiciones independentistas, nada más que por la antidemocrática posición asumida por el gobierno de Madrid.
Por otro lado, ya en un contexto más amplio, hay que recordar que para muchos es el estado-nación, la forma de estructuración de las sociedades que se consolidó en Europa a partir del Renacimiento, el que estaría entrando en una etapa de crisis, amenazado externamente por el creciente poder de las grandes corporaciones, las transnacionales que en los hechos traspasan fronteras y no tienen una adhesión a nación alguna cuando se trata de mover sus capitales, y amenazado internamente por estos movimientos emergentes de naciones sumergidas, como algunos las han llamado, cuyos reclamos pueden por lo demás ser justos. No olvidemos que Chile mismo contiene en estos instantes a una nación interior—la mapuche—que de manera creciente se siente ajena al estado que la rige y aunque, por el momento al menos, las voces que claman por darse su propio estado son minoritarias, ello puede cambiar según esa nación sumergida obtenga o no un status aceptable y respetable con un suficiente grado de autonomía para desarrollarse dentro de un estado que eventualmente debiera declararse como “plurinacional”.
Pero por cierto aquí entramos una vez más en la faceta emocional del tema de los nacionalismos y de los movimientos separatistas. Estoy seguro que para muchos chilenos la idea que en un futuro un movimiento mapuche radicalizado pudiera reivindicar su territorio ancestral para hacerlo un estado independiente sería muy difícil de aceptar. Es el aspecto que entra a tallar también en estados que han sufrido ya no la pérdida de una parte sino su desintegración. El derrumbe de la Unión Soviética por ejemplo debe haber sido para muchos un caso traumático, aunque en principio la propia constitución de 1936 consagraba el derecho de las repúblicas a separarse, claro está, ninguna siquiera lo pensaba en esos tiempos en que Stalin gobernaba con mano de hierro. La desintegración de Yugoslavia fue más previsible, se trataba de un estado creado artificialmente luego de las negociaciones que concluyeron con el Tratado de Versalles y que después de la Segunda Guerra Mundial se pudo mantener gracias a la firme mano y al carisma de Josip Broz Tito. Una vez muerto éste, las repúblicas integrantes de una federación en la que estaban a regañadientes, simplemente tomaron el camino lógico de seguir destinos separados. Quizás el caso más complejo pudo haber sido el de Kosovo, que siendo una provincia, logró separarse de Serbia, situación explicable más que nada por las políticas genocidas que llevaba a cabo el entonces dictador Slobodan Milosevic contra los kosovares que son étnicamente albaneses y no eslavos.
Naturalmente el conceder suficiente grado de autonomía a aquellas regiones donde habitan naciones minoritarias al interior de estados soberanos sería la fórmula justa y adecuada para, por un lado, dar satisfacción a los deseos de manejar su propio destino a los que legítimamente aspiran esas naciones (ojo, incluyo aquí a Chile respecto de sus minorías nacionales como el pueblo mapuche y el rapa nui, entre otros). Por otro lado mantendría una cierta estabilidad de los estados existentes ya que el debilitamiento del estado-nación a nivel mundial sólo favorece a los intereses de las grandes transnacionales. El estado-nación además proporciona a las fuerzas políticas que buscan cambiar la sociedad, un marco estructural que facilita su accionar (esto porque posibilita la movilización de la clase trabajadora y de los movimientos sociales a escala de un determinado estado, aportando masividad a demandas que si llegamos a una situación de atomización y multiplicación de mini-estados, tenderá a perder fuerza cuantitativa).
Ah, y para ser franco, ningún análisis en las ciencias sociales es completamente neutro y desprovisto de los aspectos emocionales que antes mencionaba. En mi caso, habiendo vivido casi 40 años en Canadá, un mínimo sentido de decencia me lleva a sentir gratitud e identificación con él, argumento que se suma a mis argumentos políticos de rechazo al separatismo. Claro está, no tengo sentimiento alguno que me ligue al Reino Unido o a España por lo que en el análisis de sus respectivas crisis de separatismo lo emocional no me influye. Lo que sí me permite es analizar esos casos más fríamente, producto de la indiferencia por la integridad de esos estados. Por cierto, mi pregunta siempre será—hablando ahora de Cataluña—si su eventual separación de España ayudaría o no al proceso de cambio social revolucionario. Estoy cierto que en el caso de Quebec no sería el caso, y no estoy muy seguro que lo hubiera sido en Escocia tampoco. Quedo en todo caso abierto a argumentos que me digan que en Cataluña eso podría ser, si es que alguien tiene tales argumentos.