A través de la historia hemos podido constatar que siempre han existido dos facciones dentro de la iglesia católica: una, heredera de Constantino, a favor del poder y servil a los ricos – una verdadera “prostituta de Babilonia”, como la definían muy bien los herejes de la Aquitania; otra, creyó en la autenticidad del menaje de su fundador, Jesús de Nazaret, y optó por los pobres y oprimidos. Entre ambas no existe ningún lazo de unión, pues sería mezclar a Cristo con “Mamón”.
En el santoral se puede encontrar todo tipo de personajes: San Pío X, por ejemplo, rechazó la filosofía y la ciencia del mundo moderno; al padre José María Escrivá de Balaguer, un fascista, un nazi y un franquista, que bendijo el asesinato de miles de españoles en nombre de Dios, durante la guerra civil española, frente a San Francisco de Asís, que se jugó por un cristianismo evangélico, y a San Alberto Hurtado que optó por una iglesia de las pobres. En el último tiempo se han canonizado a dos papas, Juan Pablo II y, un papa reaccionario y que protegió a los curas pedófilos, y “el Papa bueno”, que abrió las puertas y ventanas de la iglesia al mundo moderno y que profundizó la opción por los pobres, así como la creación de un tejido de comunidades populares de base.
El padre Esteban Gumucio es uno de mis tíos, cuyo valor central, a mi modo de ver, radica en su transformación evangélica a favor de los pobres y más necesitados, que viene desde la poderosa posición de Provincial de la Congregación, que se dedicaba a gestionar colegios para ricos – como el de Los Sagrados Corazones, donde cursé mis estudios – para luego irse a vivir, con un grupo de sacerdotes, a la población Joao Goulard, en un barrio marginal, en el sur de Santiago.
El mérito del padre Gumucio es el de haber sido siempre auténtico y sencillo: en su vida no caben dobleces, ni hipocresías: olía a pobre y se sentía uno de ellos, tanto así que tenía una humilde vivienda, tan pobre como la de cualquier poblador – incluso, en ocasiones, se colgaba a la electricidad para poder calentarse, en ese insoportable invierno santiaguino, que sólo el fanatismo de Pedro de Valdivia podía hacer creer al rey de España que Chile contaba con un clima templado-.
El padre Esteban me acompañó durante gran parte de mi vida: mis padres, por lógica familiar me inscribieron en el Colegio de Los Sagrados Corazones, pero la verdad es que nunca supe lo que enseñaban los profesores, pues “capeaba” casi todos los días de la semana, y sólo el Padre Esteban me protegía y apoyaba, con su cariño de sacerdote y de tío. Otro de los curas que me entendió fue el padre Martín, un bretón inteligente, que captaba bien que había muy que aprender y sí fomentó mi gusto y habilidad por la maratón – ahora practico en mi bicicleta inmóvil, día y noche -.
En esta institución de educación monacal y tomista, como era la enseñanza en Los Sagrados Corazones, el padre Esteban era la estrella máxima para mis condiscípulos – aún hoy lo recuerdan con especial cariño – contaba cuentos y hacía prodigios con los naipes y sus ágiles manos, así, entendía mejor que muchos doctores de la iglesia y los llamados pedagogos, que al fin y al cabo, el único sentido de la vida era convertirse en niños, superando la etapa del camello y del león, según Nietzsche.
La gracia de un poeta es no creerse Dios – como lo haría Vicente Huidobro – o describir volcanes en poesía, tal cual Pablo Neruda; pienso que el aporte literario de Esteban Gumucio es aproximarnos a la poesía como un juego de niños, que construye un mundo lleno de fe y de esperanza en los más pobres, en la gente sencilla, de una sola pieza, y no la fatuidad llena de boato, de donde se puede colegir que la poesía es siempre más intuición, sentimientos y emociones, que razonamientos complejos de los “doctores de la ley”.
En la ceremonia, en catedral de Santiago, yo que soy un poco descreído, pude descubrir el poder movilizador de personas como el padre Esteban Gumucio, para congregar a miles de personas humildes, pero que logran visualizar desde las comunidades cristianas populares, existe un poco de esperanza en un país entregado al mercado y dominado por castas, cada vez más corruptas.
Creo que sería muy provechoso a una iglesia cada vez más lejana de los pobres, el reconocimiento del apostolado del padre Esteban Gumucio para volver a los orígenes evangélicos y no seguir traicionando a su fundador, convirtiéndola en una famélica puta de Babilonia, llena de boatos y cultos sin sentido, cuando el cristianismo debiera la profecía de igualdad entre los hombres y no la defensa de las posesiones de los millonarios.
Rafael Luis Gumucio Rivas
08/09/2014