Ciertamente, las múltiples trabas y ataques que sufriría cualquier experiencia revolucionaria tendrían que provenir, obviamente, de parte de los sectores dominantes y conservadores desplazados del poder. Lo duro y lo decepcionante es que esto lo protagonicen aquellos que, de una u otra manera, ocupan cargos de gobierno y de dirección política cuando lo lógico es que cada uno de ellos debería contribuir efectivamente con el avance revolucionario y la construcción socialista de una nueva sociedad.
De persistir tal situación, la experiencia revolucionaria correría el riesgo de ser secuestrada por el reformismo que, en este caso, es lo mismo que la contrarrevolución, suscitándose entonces la paradoja de ver reformistas reconociéndose a sí mismos como personas de primera mientras que a los revolucionarios (sobre todo, a aquellos con una formación político-ideológica forjada a través del estudio y la lucha permanentes) se les ve y confina a un segundo plano, desestimando de antemano sus posibles aportes en la misión de transformar radicalmente el modelo de sociedad y Estado actualmente imperante, diseñado éste según los intereses capitalistas.
En nuestra América desde largo tiempo se ha reaccionado en contra del modelo civilizatorio impuesto por Europa y reforzado (para satisfacción de sus intereses) por el imperialismo gringo, lo que supuso el desarrollo de una gama de protestas e insurrecciones populares que sólo han cesado parcialmente en l actualidad gracias al surgimiento de gobiernos de inspiración izquierdista y/o centroizquierdista que buscan diferenciarse de sus antecesores conservadores y neoliberales. Esto ha llevado a plantearse seriamente la erradicación del viejo sistema político que excluyó por más de un siglo a los sectores populares y favoreció ampliamente a unas elites oligárquicas enlazadas descaradamente con los grandes centros de poder hegemónicos, especialmente de Estados Unidos, lo que convirtió a nuestras repúblicas en semicolonias de éstos, con una alta dependencia respecto a los mismos. Esta convicción comenzó a extenderse en las últimas décadas entre nuestros pueblos, a tal grado que hoy resultaría prácticamente imposible volver a las situaciones del pasado sin que esto llegue a provocar una sublevación popular incontenible. De ahí que, en correspondencia con ese estado de ánimo generalizado de nuestra América, tal como lo señala Marta Harnecker en su laureado libro Un mundo a Construir (nuevos caminos), “tenemos que crear un sistema político de representación, o delegación, pero éste debe ser muy diferente al sistema democrático burgués. Este último concibe a sus representantes como profesionales de la política y, por lo tanto, considera que deben recibir una remuneración por su desempeño y, una vez electos, su mandato es exclusivamente unipersonal, alejado de sus electores a los que sólo vuelven a contactar en un periodo electoral. El sistema de delegación o vocería que se propone como alternativa es la antítesis de estas concepciones y prácticas: las personas electas como representantes, delegados o delegados, voceros o voceras, deben mantenerse ligadas a sus bases, las que, a su vez, deben supervisar y guiar su trabajo y prevenir su burocratización. No un mandato libre por un cierto tiempo como los representantes burgueses, sino que deben guiarse por las decisiones y orientaciones de sus electores quienes deben evaluar su desempeño de acuerdo a las tareas que le van asignando. Esto es lo que los zapatistas han querido significar al plantear que hay que mandar obedeciendo”.
Por ello, al suscitarse una situación propiamente revolucionaria, con signos evidentes de querer construir realmente una nueva sociedad bajo los ideales socialistas en nuestra América, afloran en lo inmediato las contradicciones, las debilidades y las inconsistencias ideológicas, siendo todas ellas producto del tipo de cultura heredado, por lo que muchas veces el hecho revolucionario sólo se refleja en el discurso, mas no en la práctica. Indudablemente, tal circunstancia ocasiona un choque de visiones e intereses que termina por confundir a los sectores populares, dada su escasa o nula conciencia político-ideológica que los lleva a preferir a quienes le aseguren (aunque luego incumplan) la satisfacción de alguna pronta necesidad material, cuestión que acaba por brindarle oportunidades al bando contrarrevolucionario, cuando el compromiso debiera ser trascender la vieja práctica política burguesa y sus reglas de juego mediante un programa de contenido revolucionario, en articulación con los niveles de organización y de conciencia alcanzados por los sectores populares, manteniéndose en el tiempo y sirviendo de brújula para la acción revolucionaria permanente, lo que evitaría el reformismo y haría posible, en consecuencia, el surgimiento de una sociedad socialista de nuevo tipo.
Homar Garcés ( ARGENPRESS.info)