Julio Cortázar fue como un niño, jugaba con las palabras; con ellas armaba mundos fantásticos en su territorio, lo irracional. Escribía, o jugaba, en serio, como los niños; sus narraciones importunaban a los guardianes del idioma, de la moral, de los pueblos y a sus seguidores. Así, este escritor aficionado, porque escribía por gusto, como todo lo que hacen los niños, desde su primer grito, el 26 de agosto de 1914, perturbó el ruido infernal de la guerra que caía sobre Bruselas
Grito de vida
Hace 100 años, el estruendo de la maquinaria de guerra del Kaiser entraba sin piedad en Bruselas; mientras, en un hospital de la capital belga, Julio Cortázar daba su primer grito de vida. Eran los primeros días sangrantes de la Primera Guerra Mundial, junto al de los “más grandes pacifistas de la tierra”, como se definió años después.
En esta calidad integró el Tribunal Russell, que investigó las atrocidades de los ejércitos de Estados Unidos contra los vietnamitas en los 60 y de las dictaduras militares contra argentinos, chilenos, bolivianos, brasileños y uruguayos en los 70.
Al otro lado de las cosas
En un receso del Tribunal estaba, cuando cayó en sus manos un comic mexicano, Fantomas, personaje que se enfrentaba a un loco que, provisto de rayo laser, se proponía destruir la cultura incendiando una biblioteca.
La lectura de Cortázar fue la del poeta, de la mirada curiosa, distraída. Como decía García Lorca a propósito de los poetas, “no se conforma con ese lado de las cosas, que busca el otro lado”. A veces lo encuentra y otras no.
Con esa mirada encontró “la trampa” en Fantomas y narró un otro: Fantomas contra los vampiros multinacionales (1976) en que la destrucción de la cultura ya no era de un loco, sino de una gran potencia, Estados Unidos, que intentaba asimilar a los pueblos latinoamericanos a su manera de pensar y a su estilo de vida, la american way of life.
Mirada perturbadora
Pero, ya había hallado “el otro lado” 27 años antes, cuando en Los Reyes (1949) escribió una sorprendente variante del Minotauro. Éste en vez de devorar a jóvenes que mantenía rehenes, era de esos hombres libres que el sistema encierra en un psiquiátrico o laberinto, mientras Teseo, un defensor del orden, al servicio del Rey Minos, lo mata.
La mirada “impertinente” es una de sus señas de identidad literaria, la que provocaba escándalo entre los círculos académicos y editoriales, como también el uso libre del lenguaje, desprendido de todo canon.
Su primera novela, El Examen (1950), publicada en 1986, no fue aceptada por el editor por el uso de palabrotas, lenguaje de la calle, aunque el motivo, una descripción de Buenos Aires en descomposición social y política durante el peronismo, le habría reportado, tiempo después, muchos beneficios.
Lo fantástico en la realidad, escandaliza
Cortázar era severo con el uso del estilo. Sostenía: “si tienes una cosa que decir y no la dices con el exacto y preciso lenguaje con que tiene que decirse, o no lo dices o lo dices mal”.
El divorcio de Cortázar con lo establecido también se reconocía en su idea de lo fantástico. A los 12 años ya lo advirtió: “cuando le presté Las aventuras de Wilhem Storitz, de Julio Verne, a un compañero, dos días después me lo devolvió con desdén: ‘demasiado fantástico’ ”.
Una noción que vertebra su obra y se aparta de la que tiene el sistema social cuando concibe lo fantástico como “escándalo”, o lo reduce a algo “excepcional”, a la “casualidad” o a la “mera coincidencia”. El rechazo a lo fantástico percibido como amenaza a lo convencional.
Los cuentos –más de 80 escribió- surgían ante situaciones insólitas y los escribía sin planes ni rigideces, de una manera plástica. Todo puede cambiar de una hoja a otra, donde se yuxtaponen poemas, recuerdos personales, papeles sueltos, acotaciones, narraciones: “mi campo es lo irracional, no el mundo de las ideas”.
En el campo irracional
En Bestiario (1951), Cortázar se sintió cómodo, seguro con un lenguaje que narra cuentos fantásticos, algo que no difería del realismo: “Mi realidad se entrecruza con lo fantástico en cualquier momento inesperado”.
Los cuentos –más de 80 escribió- surgían ante situaciones insólitas y los escribía sin planes ni rigideces, de una manera plástica. Todo puede cambiar de una hoja a otra, donde se yuxtaponen poemas, recuerdos personales, papeles sueltos, acotaciones, narraciones: “mi campo es lo irracional, no el mundo de las ideas”.
Casa Tomada, uno de los cuentos de Bestiario, surgió de un sueño, una de sus fuentes inagotables de motivos literarios: Cortázar oye ruidos que no puede identificar; cierra puertas, coloca barricadas. Una fuerza espantosa, indefinible, lo asedia, empuja y desplaza hacia la calle, pero antes de salir despierta y (…) corre a escribir el cuento.
La interpretación de un lector, que Cortázar admitió como posible, aunque no era la suya, decía que el sueño aludía, de una manera fantástica, simbólica a “mi reacción, como argentino, de lo que realmente sucedía en la política” (el escritor era del lado opuesto al régimen peronista).
El latido de su narrativa
Los cuentos, a diferencia de las novelas, “se descuelgan como monos”. Un primer verso, como le sucedió, puede señalar la primera línea de un cuento y enseguida ya es prosa y no poesía.
Escribir le era un oficio lúdico, un juego: “pasaba de un género a otro; saltaba de un lado a otro, en forma seria, como los niños cuando juegan, nada trivial. Los seres humanos tenemos la facultad de crear juegos y los convertimos en sinfonías, poemas, cuadros o novelas.
La música y particularmente el jazz, fue uno de los motivos de su obra literaria (El perseguidor en Las Armas Secretas, 1959), pero, más que eso, humedecían sus narraciones: “en mi escritura se da una especie de ritmo, latido, de swing, que si no está es la prueba de que no sirve, de que hay que tirarlo y volver hasta conseguirlo”.
El genio en aguas revueltas
El jazz, música no convencional, de melodía espontánea, improvisada, era un “equivalente musical del surrealismo”, un movimiento que conectó la mirada de Cortázar con “los intersticios de la realidad cotidiana”. Su atención se fijaba no en las leyes, sino en sus “excepciones”, interesantes por sus misterios y por donde se entra a una realidad diferente.
En ese espíritu inquietante escribió Rayuela (1963). La novela atrapó a los jóvenes de los 60, que cuestionaban a fondo sistemas arcaicos de autoridad (patria, familia, religión); el orden establecido (verdades inmutables) y normas sociales (obediencia, buena conducta, buenos modales) que sujetaban la energía y la locura por experimentar la búsqueda propia.
Sin darse cuenta, “el genio de Cortázar flotaba sobre esas aguas revueltas de la historia”, subraya el escritor nicaragüense Sergio Ramírez. En forma inesperada, el escritor fascinó a unos lectores –los jóvenes- que no había imaginado.
Jóvenes se lanzan sobre Rayuela
A sus 50 años, Cortázar se sorprendió de ver como un público 30 años menor empatizaba con Rayuela. Con esta novela se había propuesto dos cosas: por una parte, dar a los lectores diferentes opciones de lectura, situándose en un plano de igualdad con ellos, proponiéndoles asumir un rol activo decidiendo crear sus propias interpretaciones y, por otra, ir -él mismo- “al fondo de un largo camino de negación de la realidad cotidiana y de admitir aperturas hacia otras posibles realidades”.
Así, Cortázar, por una parte, valoraba la búsqueda propia de los jóvenes que el sistema les negaba y, por otra, él mismo se comprometía con su propia búsqueda, precisamente, de una nueva realidad libertaria.
En 1983, a un año de su muerte y a 20 de publicarse su obra maestra, Córtazar seguía maravillado de como las nuevas ediciones seguían teniendo como destino los jóvenes. “Nunca pensé que ellos serían, sobre todo, los lectores de elección. Para mí es una admirable recompensa”, que estuvieran de su otro lado.