Diciembre 26, 2024

El origen de Dios

El complejo religioso más importante de nuestro tiempo es, sin duda, el sistema monoteísta de cultos abrahámicos. Cristianismo e islam, originados en el judaísmo, declaran en la actualidad unos 3.600 millones de seguidores y aumentan constantemente con el incremento de la población mundial. El papel de estas creencias en los sucesos y conflictos del presente, desde finales de la Guerra Fría, no puede ser más evidente y relevante. Pero, ¿de dónde proceden? ¿Qué clase de deidad es esta? ¿Cómo surgió el dios de las religiones abrahámicas?

De los judíos antiguos.

El Éxodo no ocurrió.

Sí, ya, es una pena porque la historieta mola un montón y la superproducción de Hollywood era la caña. Pero todos los indicios históricos y arqueológicos apuntan a que nunca hubo una gran masa de judíos en Egipto, ni saliendo de Egipto, ni viajando por el Sinaí durante no sé cuántos años. Y menos los 603.550 “aptos para la guerra” que díce Números 1:46, o los 600.000 “hombres de a pie, sin contar los niños” (y es de suponer que tampoco las mujeres y niñas…) indicados en Éxodo 12:37, lo que bien podría sumar unos dos millones de personas en total.

Se da la circunstancia de que los escribas egipcios eran como una especie de contables germánicos con trastorno obsesivo-compulsivo, que tomaban nota de todo y guardaban copia de todo. Y en toda la historia egipcia no aparece una sola referencia, ni siquiera indirecta, a un hecho de semejante calado: la emigración súbita del 66% de su población aproximadamente (el Egipto Antiguo tenía una población de unos tres millones de personas en torno al periodo del Imperio Nuevo y de aproximadamente siete millones hacia el final de su existencia). De hecho, ni siquiera mencionan la presencia notable de judíos en Egipto; en realidad, sólo hablan de ellos como otro pueblo periférico más. Lo más parecido es una vaga referencia a algo remotamente similar a una “plaga”, tema al que los antiguos eran muy aficionados –y los modernos también–.
 

Tampoco existe registro arqueológico alguno sobre una masa humana semejante moviéndose por los desiertos del Sinaí durante décadas (y menos aún en las poblaciones que dice la Torá), ni manera de cuadrar al Faraón del Éxodo con ninguno de la realidad (salvo en los habituales ejercicios de fantasía), ni por cierto forma alguna de trazar el texto original antes de mediados del primer milenio antes de nuestra era.

De hecho, resulta bastante obvio que el Éxodo no es sino un mito de fundación nacional hebreo –como hay tantos otros–. Si ocurrió algo remotamente parecido que pudiera inspirar a sus autores, desde luego no fue en el segundo milenio aC (como debería ser para constituir la fundación de Israel) sino en el primero, cuando Israel ya llevaba existiendo un tiempo. La política del Éxodo es del primer milenio, no del segundo. La geografía del Éxodo es del primer milenio, no del segundo (en el segundo no existían aún muchas de las localidades indicadas por la Torá). Y la necesidad del Éxodo es del primer milenio, no del segundo: a partir del exilio en Babilonia, en torno al siglo VI a.C. Que es, por cierto, cuando se funda la religión judía que conocemos: no se puede trazar ninguno de sus textos hasta fechas anteriores al siglo V a.C. Y muy probablemente su forma completa actual ni siquiera sea anterior al II.

Nunca hubo cruce del Mar Rojo, maná lloviendo de los cielos, Tablas de la Ley, Diez Mandamientos, Arca de la Alianza, becerro de oro ni cosa parecida. Es muy posible que ni siquiera hubiese Rey Salomón o Primer Templo de Jerusalén (no con la significación que nos han contado, al menos). Lo que sí hubo fue un conglomerado de pueblos canaanitas en el llamado complejo cultural del Levante, vinculados a Asiria y Mesopotamia por un lado, a Egipto por el otro y a Turquía y las islas griegas por vía marítima. La cultura de los yacimientos israelitas más tempranos es canaanita, sus objetos sagrados son los del panteón canaanita, la cerámica pertenece a la tradición local canaanita y el alfabeto es canaanita temprano. La única diferencia entre los poblados israelitas y el resto de los cananeos es la ausencia de huesos de cerdo, aún no se sabe bien por qué (pero sin duda recuerda a las prohibiciones del judaísmo y el Islam). Más allá de toda duda razonable, uno o una mezcla de estos pueblos canaanitas se encuentran en el origen de los hebreos modernos.
 

Estos pueblos canaanitas compartían los mismos dioses, y de manera notable uno llamado Ēl, que también era el término genérico para “deidad”: un dios anciano, muchas veces representado con barba, que aparece a menudo sentado en su trono. Se encuentra más comúnmente citado en plural, Elohim, pues los canaanitas eran fundamentalmente politeístas. No, no es un plural mayestático. Es politeísmo: los dioses.

Ēl, Elohim, Alá.

Mira que nos habrán dado la brasa con los Rollos del Mar Muerto, y qué poquito se ha hablado de las culturas ugarítica y eblaíta, que nos legaron un enorme registro documental sobre los pueblos canaanitas del tercer y segundo milenio: exactamente cuando empezaba a formarse esta religión judía de la que posteriormente se derivaría el cristianismo y el Islam. Resulta que los Elohim bíblicos eran ya deidades ugaríticas, eblaítas y de los demás pueblos de la región. En el panteón levantino, estos Elohim son los setenta hijos de Ēl, un conglomerado de deidades venerados en toda la zona desde tiempos prehistóricos. Y, muy notablemente, con un claro componente acadio-babilónico.

Ēl, singular de Elohim, ya aparece presidiendo la lista de dioses en las ruinas de la Biblioteca Real eblita (yacimiento arqueológico de Tel Mardik), allá por el 2.250 a.C. Eso es mucho antes de que nada llevara el nombre de Israel o el adjetivo de judío (y no digamos cristiano o musulmán): hablamos de los contemporáneos del Imperio Antiguo de Egipto, cuando las pirámides aún estaban seminuevas. Ēl, un dios-toro, es a su vez un cognado del acadio Ilu o Ilum y se trata probablemente del mismo dios que Baal-Hammon, al que los fenicios –otros canaanitas– sacrificaban a sus bebés quemándolos vivos ante Moloch.

 

 

Todas estas palabras, en realidad, son versiones modernas sobre cómo se pronunciaban esas cosas. Porque la realidad es que estos idiomas semíticos y protosemíticos se han escrito de siempre sólo con consonantes. Y cuando se escriben sólo con consonantes –que es como se hacía– todos resultan idénticos entre sí: variantes sobre las raíces ‘L y L-M. Ēl, Elohim, Eli, Ilah, Ilu, Ilum y demás expresiones divinas no son sino expresiones diversas de ‘L y L-M: el dios, los dioses.

Estas raíces protosemíticas no sólo viajan hasta nuestro tiempo a través de los Elohim de la Torá y el Antiguo Testamento, o el Eli del nuevo, sino también por la vía de las culturas árabes que se desarrollaron en el mismo territorio y sus alrededores. El dios de los musulmanes es el mismo dios abrahámico que el de cristianos y judíos; y el nombre del dios se transporta mediante esta raíz L, transformándose en Alá (que significa, exactamente… Dios). La famosa shahada del  Islam “no hay más dios que Dios y Mahoma es su mensajero” empieza literalmente: lā ‘ilāha ‘illā-llāhu…; o sea, no hay más iLah que aLá. Islam, por supuesto, procede asímismo de la raíz semítica S-[L-M], y significa “sumisión [a Elohim]”).

Yavé.

Sin embargo, judíos y cristianos aseguran que su Ēl tiene otro nombre más, y que este nombre es Yavé, Yahvéh, Yehová (Jehová) o cualquier otra invención sobre el tetragrámaton hebreo YHWH. Normalmente, lo que hacen es combinar YHWH con distintos juegos de vocales sacados de Elohim o Adonai (“Señor”). Pero por lo que yo sé, se podría decir también Lloví (decorado como Yohvíh), Lleva (Yehvah), Llave (Yahveh) o cualquier otra combinación al uso; porque, supuestamente, el nombre de su dios era tan, tan sagrado y tan, tan secreto que la forma original se ha perdido. Esto, por lo que se ve, es muy importante y los distingue del resto de seguidores del antiguo dios-toro levantino; además, es un término en singular y así se aleja del incómodo y cananeo plural politeísta Elohim.

 

El origen de este nombre YHWH es más oscuro pero no más exclusivo en territorios levantinos que los muy vulgares Elohim. Para empezar, ya en el mismo Antiguo Testamento aparece cincuenta veces en una variante más corta, normalmente pronunciada Jah o Yah (YH): veintiséis en solitario y veinticuatro como parte de la palabra aleluya (alelu-yah, “alabad a Yah”). Se dan tres circunstancias curiosas. La primera es que los textos bíblicos donde aparece predominantemente tienden a contarse entre los más antiguos (como Salmos o el Cantar de los Cantares), lo que sugiere una forma primitiva del nombre. La segunda es que existía un antiguo dios lunar egipcio que se llamaba también Yah, y los egipcios mandaron mucho en Canaán durante varios periodos importantes de su historia (con una influencia extensiva en sus regiones meridionales…). Y la tercera es que la raíz consonántica YW (Yav) aparece ya en la Épica de Baal ugarítica y en varios textos eblaítas como una variante sobre el dios del mar Yam.

Pero dejémonos de especulaciones. Este dios YHWH es un dios meridional de los edomitas, otro pueblo semítico que vivía por la parte del Desierto del Négev y que finalmente fue asimilado a los judíos. Hay arqueólogos notables que afirman haber identificado a YHWH en textos egipcios referidos a los shasu, un pueblo beduino de ganaderos nómadas que rondaba en torno a estos desiertos, pero otras personas opinan que esta palabra YHWH hace referencia a sus campamentos (lo cual no es necesariamente exclusivo). En todo caso estamos ante un dios levantino meridional surgido en los territorios por donde antiguamente vagabundeaban los shasu y luego trabajaban el cobre los edomitas… que, curiosamente, están por la parte del Sinaí, donde según la versión bíblica este nombre inefable “le fue revelado a Moisés”. El primer texto donde aparece este dios YHWH de los judíos es una estela moabita conservada en el Museo del Louvre, y no sale muy bien parado: relata cómo los han derrotado y cómo las copas sagradas de YHWH son arrastradas ante un dios de Moab.

 

En todo caso, resulta bastante obvio que el dios de los antiguos judíos es una mezcla del dios-toro supremo común a todos los pueblos canaanitas, Ēl (en su forma politeísta Elohim), y un oscuro dios secundario de los territorios meridionales absorbido en algún momento de su historia. En la práctica, no hay ninguna diferencia notable entre el Ēl levantino venerado por ugaríticos o eblaítas y el Ēl-Yahvéh adoptado por los judíos. Esta vieja deidad canaanita es la que siguen adorando casi cuatro mil millones de personas en el siglo XXI.

 

Sí, eso de la diosa está muy de moda en la literatura comercial, pero todos los dioses antiguos tenían sus correspondientes diosas; y Ēl-Elohim-Yahvéh no fue una excepción. En el conglomerado cultural levantino, la diosa-madre de Ēl era Asherah, también conocida bajo otras variantes como Ashratu o Atirat. En la Épica de Baal ugarítica, Asherah es la creadora de los Elohim.

Asherah aparece en la Biblia, y muy específicamente en el Libro 2º de Reyes, donde se explica cómo destruyen su culto y queman “todos los objetos que se habían hecho para Baal, para Asherah y para todo el ejército de los cielos” (2 R 23:4-7) durante lo que parece ser el relato de una violenta represión monoteísta en plan talibán volando Budas (bueno, peor…). En otros puntos aparece traducida como un cipo que no debe ser plantado junto al templo de Yahvéh.

Y es que parece que el culto a Asherah como diosa consorte de Ēl-Elohim-Yahvéh era generalizado entre los judíos antiguos; existe un extenso registro arqueológico al respecto, y de hecho cualquiera diría que se trataba de una diosa muy popular antes de que los monoteístas pasaran todo por la espada y el fuego. Tampoco vayamos a idealizar según qué cosas: existe una posibilidad cierta de que a Asherah le fuera lo del sacrificio humano tanto como a su nuera Anat/Tanit, que según dicen se ponía cachonda oliendo a menor cocinado (o cocinada) en el Tophet. La verdad es que entre una panda de politeístas dispuestos a sacrificarte un churumbel para aplacar a la diosa y una panda de monoteístas dispuestos a sacrificar a todo el mundo para imponer lo suyo, me quedo con un AK-47 y salga el sol por Antequera. Sí, el pasado era un asco.

Pero lo cierto es que Asherah le encantaba a los judíos antiguos, decía, como demuestran numerosos hallazgos arqueológicos. Incluso se conservan inscripciones donde se la vincula directamente a Yahvéh, como un óstracon del siglo VIII aC descubierto por arqueólogos israelíes en 1975 donde se lee “yo te bendigo por YHWH de Samaria y Su Asherah” (yacimiento de Horvat Teman). Otro, de Khirbet el-Kom (cerca de Hebrón), pone: “Bendito sea Uriyahu por YHWH y Su Asherah; de sus enemigos le salvó!”. Todo esto puede que suene a algunos un tanto herético, pero son descubrimientos avalados por arqueólogos de gran prestigio como Israel Finkelstein –profesor y ex-director del Departamento de Arqueología de la Universidad de Tel Aviv, co-director de las excavaciones de Megiddo y probablemente el mayor experto vivo en las Edades del Bronce y el Hierro hebreas– o Neil A. Silberman, del Departamento de Arqueología de la Universidad de Massachusetts. A quienes, por supuesto, los literalistas bíblicos y otros fanáticos por el estilo no pueden ver ni en pintura.
 

Hubo una diosa de Israel. En realidad, seguramente, hubo varias entre estos Elohim canaanitas. Que todo ello fuera barrido por el monoteísmo, y ahora se pretenda que jamás ocurrió, no le resta ni un ápice de veracidad. Pero, ¿qué pasó? ¿Cómo fue? Y, ¿por qué?
 

Hoy en día tenemos a los israelitas por guerreros notables, pero esto no ha sido así muy a menudo durante el devenir de la historia. A lo largo de mucho tiempo fueron un pueblo pequeño y atrasado, al que le dieron para el pelo una y otra vez, resultando en numerosos exilios. Por ejemplo, los romanos. El Jerusalén que ahora visitan muchos crédulos pensando que están en la ciudad de Jesús es en realidad el desarrollo árabe de Aelia Capitolina: una colonia romana y bien pagana construida desde cero –incluído el trazado de las calles– después de que a las legiones imperiales se les hincharan las narices con los judíos, destruyeran la ciudad por completo y finalmente los mandaran a la diáspora para los siguientes diecinueve siglos. Pocas bromas con los latinos. Sí, hasta la Vía Dolorosa es una calle romana sin conexión alguna con el Jerusalén antiguo, como todo lo demás en ese lugar; para ser exactos, un ramal del decumanus maximus según la urbanización imperial estándar. La supuesta ubicación de los actuales lugares santos cristianos, judíos y musulmanes constituye ya una especie de chiste sacrílego por el que la gente parece dispuesta a seguir matándose.

No era la primera vez. Seis siglos y pico antes, en el 587 aC, los babilónicos de Nabucodonosor el Caldeo hicieron lo propio. Jerusalén fue saqueada, el Templo resultó destruido y a los hebreos se los llevaron a Babilonia como esclavos. Es durante este periodo de esclavitud cuando surge la religión abrahámica de la que emanan la judía actual, la cristiana y la musulmana. Fue sometidos en Babilonia o después donde escribieron la mayor parte de la Toráh y del Antiguo Testamento (incluidas las leyendas del Génesis, el Éxodo y el Pentateuco en general), y es también en este tiempo cuando se desarrolla el monoteísmo exclusivo y excluyente que las caracteriza.

 

Pongámonos en situación. Estamos en los tiempos en que mis dioses son más chulos que los tuyos porque te he vencido. Y los hebreos habían sido vencidos; pero vencidos del todo, tanto como su enemigo nazi dos mil y pico años después, con toma del Reichstag y toda la parafernalia. Más, si me apuras. Siguiendo la lógica de la época, los Elohim-Yahvéh deberían haber sido absorbidos bajo el paraguas del panteón caldeo; ni siquiera debería haber sido muy difícil, pues muchos de los Elohim levantinos eran paralelos a los dioses y diosas babilónicos.

Pero eso significaba perder por completo la identidad y desaparecer como pueblo; uno más, en los vientos de la historia. Es en este contexto donde surge una novedad (y, una vez más, no hay ningún dato histórico o arqueológico que permita pensar que sucedió antes). Por un lado, se crean una leyenda nacional fuertemente impregnada de mitología babilónica: el Diluvio Universal es un plagio directo de la épica sumeria análoga, Génesis 1 bebe directamente del Enûma Elish y Génesis 2 del Atrahasis, Adán es parecido a Adapa (y ambos son también cognados), la serpiente presenta extrañas similitudes con Ningizzida, y así con todo. Por otro, Elohim-Yahvéh pasa a ser un dios omnipresente, omnisciente, todopoderoso y único; y todo lo que le sucede a los hebreos –su pueblo elegido– forma parte de su plan, prediseñado desde el origen de los tiempos. Incluso sus enemigos trabajan para él sin saberlo. Con ello desaparecen también las historias mitológicas de dioses y diosas, pues ya no tienen sentido.
 

Esta es, sin duda, una novedad en la historia humana que no está documentada claramente en otro momento o lugar (aunque existen paralelismos en algunas tradiciones del hinduísmo).  Este dios ya no es exactamente sobrenatural, sino extranatural; todo se justifica en él y a través de él. No es mucho más que una forma de pensamiento circular (no confundir con el razonamiento circular de Aristóteles), pero ciertamente poderosa. Porque, aunque en un principio no sea más que una rareza de un pueblo de la Antigüedad, medio milenio y pico después comenzaría a convertirse en el sustrato religioso esencial de la mayor parte del mundo. Hasta nuestros días.

Ángeles y demonios.

¿Y qué pasó con el resto de los Elohim? Pues que se convirtieron en demonios. Belcebú, por ejemplo, es Baal Zebub, el dios de las moscas, en lo que muy bien podría constituir una corrupción más o menos despectiva de Baal Zebul (el dios de las alturas). Leviatán está probablemente relacionado con el monstruo ugarítico Lotan o Lawtan. Sin embargo, no es evidente de dónde se sacaron los nombres de los ángeles. El rabino del siglo III Simón ben Lakish reconoció que los ángeles antiguos no tenían nombre y las denominaciones actuales proceden (también) del exilio en Babilonia. En todo caso todos ellos son nombres teofóricos que incluyen la mención de Ēl: Gabriel, Rafael, Miguel, el musulmán Azrael, etcétera.

 

Ubicar estos ángeles y demonios en el nuevo monoteísmo resultó siempre bastante complicado. De manera particular, surge un ángel maléfico mayor (Satán, Lucifer, Iblis) que de una forma retorcida debe ser necesariamente un agente del dios todopoderoso, omnipresente y omnisciente (o, de lo contrario, este dios no podría ser todopoderoso, omnipresente y omnisciente). Todas estas entidades son la herencia del politeísmo precedente. Las religiones abrahámicas comparten varios niveles de ángeles (arcángeles, serafines, querubines…), uno o varios niveles de demonios (que los musulmanes llaman shaitan), un “demonio mayor” (Satán, Iblis…) y, en el caso exclusivo del Islam, una cantidad de genios (djinn).

El cristianismo, además, vuelve a multiplicar el número de entidades divinas mediante la Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres dioses en uno, de manera tan contradictoria e inexplicable que se considera un misterio divino). Y, en algunas denominaciones como la católica, incorporando lo que muy bien puede interpretarse como una semidiosa (la Virgen) y un santoral; muchos miembros de otras religiones o personas sin religión consideran estas incorporaciones una forma de politeísmo blando para facilitar su expansión e integración en territorios tradicionalmente politeístas y menos próximos al entorno cultural levantino.

Monoteístas e imperios.

Porque el éxito y la extensión de estas nuevas religiones (en su tiempo) está estrechamente vinculada a la expansión de los imperios que las adoptaron como propias; de manera notoria, el Imperio Romano tardío, el Califato Omeya y –después– los lugares a donde llegaron sus sucesores, conquistadores y comerciantes. Al principio, durante más de medio milenio, este monoteísmo abrahámico no fue más que una rareza judía y así se habría quedado si hubiera seguido siendo exclusivamente hebreo. Es su transmisión al cristianismo y al Islam lo que terminaría convirtiéndolo en una religión global.
 

Se ha insistido muchas veces en que esta idea del dios único y todopoderoso pega especialmente bien con las organizaciones sociales de tipo piramidal e imperialista, pero en mi opinión esto no resulta evidente por sí mismo. Hubo grandes imperios en la Antigüedad, perfectamente piramidales y perfectamente imperialistas, que eran politeístas o cualquier otra cosa que les pareciese bien. No es obvia la razón por la que el monoteísmo abrahámico fue aceptado por tantas gentes en tantos lugares distintos (aunque su carácter fuertemente proselitista y su alto grado de elaboración teológica puede aportar alguna luz); ni tampoco por qué nunca logró penetrar profundamente en algunos territorios importantes (los que ya estaban previamente ocupados por las religiones dármicas y orientales y no fueron desplazadas por la vía de la conquista militar o, en algún caso, comercial).

Parece como si este monoteísmo abrahámico hubiera sido especialmente capaz de destruir o absorber con relativa facilidad al animismo y el paganismo politeísta (haciendo mayores o menores concesiones), pero lo hubiera tenido mucho más difícil al enfrentarse con otros sistemas filosófico-teológicos complejos. A partir de mediados del siglo XIX, su expansión geográfica queda interrumpida en términos generales; el dominio colonial británico de India, por ejemplo, ya no resultó en su cristianización a niveles significativos (ni en el desplazamiento del Islam donde ya estaba presente, como Pakistán), a diferencia de lo que había ocurrido durante la colonización de América o estaba sucediendo aún en el África subsahariana. La fuerte presencia de potencias coloniales en la China del mismo periodo tampoco produjo una cristianización efectiva. Y no fue por falta de misioneros y proselitistas, ni en un sitio ni en el otro.

 

partir del siglo XX, el monoteísmo abrahámico comienza a retroceder en sus lugares de origen. Por una parte se produce un fenómeno de sincretismo con una parte de estas religiones orientales, en lo que se suele llamar globalmente Nueva Era, sobre todo en Europa y Norteamérica; y, al mismo tiempo, un proceso de secularización rápida y muy significativa en Europa e Israel (y durante un tiempo también en el mundo islámico, antes de que una nueva forma de fundamentalismo emergiera en torno a las luchas de la Guerra Fría; una tendencia a la que tampoco son ajenos los Estados Unidos).

A principios del siglo XXI, el viejo dios Ēl de los cananeos sigue siendo la deidad más venerada del mundo bajo cualquiera de sus aspectos, a solas o mezclado con el Yah edomita; y, sin embargo, se tambalea en los países desarrollados. Seguramente ninguno de sus seguidores originarios, cuatro o cinco mil años atrás, soñó jamás que llegara tan lejos ni con formas tan diversas. Hasta hoy.

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