Quizá la mejor explicación para lo que pasó en el estadio Mineirao haya sido la del arquero brasileño Julio César: A veces es muy difícil explicar lo inexplicable. No aclaró cuándo es fácil explicar lo inexplicable. Pero lo intentó.
Fue una tragedia nacional. Si la selección brasileña no había, ni de lejos, mostrado el futbol esperado por todo el país, contra los alemanes conseguimos superarnos. En momento alguno logramos ser ni sombra de lo que ya no éramos. Por más que los brasileños desconfiaran de su selección y del dudoso e incierto esquema creado por Luiz Felipe Scolari, el Felipao, este martes logramos superar todo. Para peor, claro.
Desde 1990 veo los mundiales en casa de un amigo, el cineasta brasileño Zelito Viana. Tenemos reglas claras y Zelito tiene un diseño ejemplar de juego. Determina la posición de cada uno en la sala de la tele, a veces nos mueve para adelante o para atrás, o sea, tiene exactamente lo que le faltó a Felipao: un esquema táctico.
Aquí, en este hermoso caserón del barrio de Cosme Velho, hemos acertado ganar las Copas de 1994 y 2002. El mundo no reconoce nuestro esfuerzo, habla nada más de los jugadores en la cancha, pero nosotros –y los jugadores– sabemos la verdad.
Al terminar el partido, Zelito Viana me miraba con ojos perdidos. Nadie tenía ni tiene explicación alguna para el colapso que cayó sobre nuestra selección. En algunos, o para ser sincero, en diversos momentos del encuentro, varios de nosotros nos mirábamos sin entender nada.
Hay un viejo dicho futbolero en Brasil que dice que perder es perder. Da igual que por uno a cero o por cinco a uno. Pero, de verdad, siete a uno es más que perder. Es humillante a no más poder.
Me escriben amigos y amigas de Argentina y de México, de España y de Chile. Mandan cariñosos mensajes solidarios. Ni modo. Contra un siete a uno, no hay remedio posible.
La verdad es que no jugamos mal. Jugamos pésimo. Ahora, a buscar, o intentar buscar, explicaciones para semejante vergüenza. Hay, claro, que apoyar a los muchachos. David Luiz, Marcelo, Julio César, el arquero trágico. Pero hay que pensar en todos los demás, que jugaron tan, tan, tan mal.
Siempre se podrá decir que la vida no se resume en un partido de futbol. Pero a veces, sí. Este martes, por ejemplo. Un día sin explicación.
Tengo un amigo, buen escritor, respetadísimo profesor de literatura, futbolero emérito. Cuando terminó el juego, él me miraba desconsolado y me preguntaba qué había pasado.
Es sencillo y claro, contesté: Jugamos pésimo y nos metieron siete goles. Marca histórica para la selección brasileña, marca histórica para semifinales en los mundiales. Así: nosotros pésimos, desencontrados en la cancha, y los alemanes, que tampoco son una maravilla de otro mundo, nos masacraron. Colapso nuestro, alegría de ellos. Así de simple.
Pero mi amigo no se resignó. Decía: siete a uno, nunca. No tiene explicación. Bueno, volvemos al arquero Julio César en su conversación con periodistas al final del encuentro: A veces es muy difícil explicar lo inexplicable. Ahora, a esperar que aparezca esa rara vez en que sea fácil explicar lo inexplicable.
Mientras, a recordar las lágrimas sinceras de un héroe llamado David Luiz, zaguero de la selección masacrada, que al salir de la cancha se disculpaba y pedía perdón a la hinchada.
Un día para olvidar. Una derrota especialmente amarga. Que me perdonen los teóricos: perder es perder, por cierto. Pero una cosa es un dos-uno, un tres-uno, un cuatro-uno. Pero siete a uno es un fardo que tendré de cargar para siempre sobre mis pobres espaldas. Ellos, siete. Nosotros, uno.
La Jornada