Un periodista español comenta que la clave del resultado del partido entre las selecciones de España y Chile en el Maracaná no hay que buscarla en la cancha, sino en la mentalidad nacionalista y fanática de aficionados y jugadores chilenos.
Uno podrá discutir hasta qué punto el factor señalado por el colega ibérico jugó un papel. Lo que es indiscutible es que lo jugó, como en otros equipos, sino en todos, con la salvedad de que en el caso chileno sean quizás un poco más acusados los rasgos nacionalistas, al menos para mí, como chileno, lo son.
El problema naturalmente no está en el fútbol ni en el mundial, a pesar del cántico de los himnos, que por sanidad mental y en aras de la paz mundial podrían ser omitidos, como señal colectiva de cordura.
En el caso suramericano, está claro que masivamente los habitantes ven a su país como un ente que compite por colores propios con los otros no solo en la cancha y en las tribunas de los estadios. En el comercio, las armas, inversión extranjera, todos los días aparecen índices y encuestas que miden estas comparaciones en actividades y haberes. Toda comparación es odiosa, nos decían cuando niños.
Nuestras carencias, frustraciones, la dureza de la vida diaria, el malestar generalizado, la emotividad personal por los suelos, son males que buscan compensación, y logran un fuerte alivio analgésico momentáneo, un descanso placentero, una sensación de satisfacción individual-colectiva sin parangón mediante el triunfo de las selecciones de fútbol.
En el mundo de hoy no hay acontecimiento político que se iguale a un triunfo en un acontecimiento deportivo mundial. Vemos por estos días el rito de los políticos que rinden honores y cantan loas a los jugadores, los reciben en las calles y los palacios como a soldados que vuelven de la guerra desde tierras lejanas. Los medios por su parte hablan de héroes en sus titulares.
La publicidad comercial es otra de las pestes que acompaña al juego de la pelota en el mundial. No trepidan en su labor diaria de envilecer la vida.
Queremos salir de la prehistoria en Suramérica, y hacemos casi todo lo imaginable para permanecer en ella. El nacionalismo, el ser un ente cerrado en confrontación con otros entes cerrados, estáticos, egocéntricos, recelosos, guerreros, es de la máxima estupidez.
La expresión institucional de este desconcierto es la incapacidad de conformar plataformas comunes compartidas a cabalidad, de forma tal que su acción sea determinante y efectiva. Hoy, cada uno va a lo suyo. En lo sustancial seguimos separados, sino enfrentados.
Sin negar avances importantes, como la paz y el acercamiento integrador entre Perú y Ecuador.
Chilenos, bolivianos y peruanos tenemos una tarea por delante que permanece en pañales. Y solo hay una forma de entenderse y vivir en paz, conversando. Basta de autogoles.
(En un reciente artículo publicado en la revista Punto Final, el sacerdote José Aldunate recoge la propuesta que ya estuvo presente tras el desastre de la guerra, de convertir a Arica (y Tacna) en un territorio compartido por los tres países. O sea, legalizar lo que ya es, ya que en los hechos en estas ciudades están presentes y conviviendo cada día personas de los tres países en grado significativo. Si tal conversión se estableciera, toda aquella zona se fortalecería no solo económicamente, podría llegar a constituir un importante foco cultural y político que además daría un impulso muy importante a la integración suramericana. En tal caso habría que atender a las necesidades de las ciudades fronterizas a la nueva zona internacional, como el caso de Iquique en Chile, que se vería con seguridad, al menos en parte, perjudicada, y, lo que es seguro, estaría al menos temerosa y prejuiciada ante el posible aventón de las vecinas del norte. Es muy viejo el problema de los celos y la competitividad entre Arica e Iquique, viven de espaldas una a la otra, y ahora además son dos regiones. Hay pues mucha tela que cortar).