Noviembre 24, 2024

Postal de un espectáculo religioso obsceno

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¿Víctimas? ¿Qué víctimas?”, preguntó el cardenal Velasio de Paolis. Luego agregó: “No sólo están esas víctimas”. Después hubo un silencio de cuerpo y alma seguidos por la mirada un tanto extraviada del superior general de los Legionarios de Cristo, nombrado en 2010 a ese cargo por el entonces papa Jozef Ratzinger. A la pregunta de De Paolis le siguió una respuesta: las víctimas no eran sólo los miles de menores que sufrieron los apetitos sexuales de las sotanas hipócritas, sino también el mismo Vaticano. Las víctimas no eran únicamente los menores o adultos abusados y violados por el padre Marcial Maciel, el fundador de esa industria de los atentados sexuales que fue, durante su mandato, los Legionarios de Cristo. La víctima era la Santa Sede, que fue “engañada”.

 

Juan Pablo II, el papa que, entre otros tantos horrores, promovió y encubrió a los pedófilos y violadores de la Iglesia, recibió, al mismo tiempo que Juan XXIII, la canonización. Más allá del espectáculo obsceno montado para esta ocasión, del millón de fieles en la plaza San Pedro, de los tres satélites suplementarios para difundir el acto, más allá de la fe de mucha gente, la canonización del papa polaco es una aberración y un ultraje para cualquier cristiano del planeta. Declarar santo a Karol Wojtyla es olvidarse del abrumador catálogo de pecados terrestres que pesan sobre este papa: amparo de los pedófilos, pactos y regateos con dictaduras asesinas, corrupción, suicidios jamás aclarados, asociaciones con la mafia, montaje de un sistema bancario paralelo para financiar las obsesiones políticas de Juan Pablo II –la lucha contra el comunismo–, persecución implacable contra las corrientes progresistas de la Iglesia, en especial la de América latina, o sea, la frondosa y renovadora Teología de la Liberación.

El “¿Víctimas? ¿Qué víctimas?” pronunciado en Roma por el cardenal Velasio de Paolis encubre toda la impunidad y la continuidad aún arraigada en el seno de la Iglesia. Jurista y experto en Derecho Canónico, De Paolis formaba parte de la Congregación para la Doctrina de la Fe en la época en que –años ’80– se acumulaban las denuncias contra Marcial Maciel. Sin embargo, fue él quien firmó la segunda absolución del sacerdote mexicano. El ex padre mexicano Alberto Athié contó a Página/12 cómo Maciel solía repartir sobres con dinero y favores para comprar el silencio de las jerarquías. Athié renunció en el año 2000 al sacerdocio y se dedicó a la investigación y denuncia de los abusos sexuales cometidos por clérigos y organizaciones. El destino de Maciel lo selló Benedicto XVI a partir de 2005. En 2004, antes de la muerte de Karol Wojtyla, Maciel fue honrado en el Vaticano. Ese mismo año Ratzinger reabrió las investigaciones contra los Legionarios.

El “dossier” Maciel había sido bloqueado en 1999 por Juan Pablo II y mantenido en estado de invisible por otra de las figuras más turbias de la curia romana, Angelo Sodano, el ex secretario de Estado de Giovanni Paolo. Sodano es una perla digna de figurar en un curso de maniobras sucias. Angelo Sodano, que es decano del Colegio de Cardinales, tenía negocios con los Legionarios de Cristo. Un sobrino suyo fue uno de los asesores nombrados por Maciel para construir la universidad que los Legionarios de Cristo tienen en Roma, la Universidad pontificial Regina Apostolorum.

Sodano, que fue el número dos de Juan Pablo II durante casi 15 años, tenía un enemigo interno, Jozef Ratzinger, un club de simpatías exteriores cuyos dos miembros más inminentes son el dictador Augusto Pinochet y el violador Marcial Maciel. Sodano y Ratzinger libraron una batalla sin tregua: el primero para proteger a los pedófilos, el segundo para condenarlos.

En 2004, Jozef Ratzinger obligó a Marcial Maciel a dimitir y retirarse de la vida pública. Dos años después, ya como Benedicto XVI el papa lo suspendió a divinis. Las investigaciones reabiertas por Ratzinger demostraron que Maciel era un pederasta, tenía dos mujeres, tres hijos, se movía con varias identidades diferentes y manejaba fondos millonarios. Las denuncias previas nunca habían pasado el paredón levantado por Sodano y el hoy Santo Juan Pablo.

La carrera de Sodano es toda una síntesis del papado de Karol Wojtyla, en donde se mezclan los intereses políticos, las visiones ideológicas ultraconservadoras, la corrupción y las manipulaciones. Angelo Sodano fue nuncio en Chile durante la dictadura de Pinochet. El diplomático mantuvo una relación amistosa con el dictador y ello le permitió fraguar la visita a Chile que Juan Pablo II hizo en 1987. Su hermano Alessandro fue condenado por corrupción tras la operación Manos Limpias. Su sobrino Andrea corrió la misma suerte en los Estados Unidos. El FBI descubrió que Andrea y un socio se dedicaban a comprar –mediante información privilegiada– por un puñado de dólares las propiedades inmobiliarias de las diócesis de Estados Unidos que estaban en bancarrota debido a los escándalos de pedofilia.

Pero el mundo sucumbió al grito de “santo súbito” que reclamaba la canonización de un hombre que presidió los destinos de la Iglesia en su momento más infame y corrupto. El papa “viajero”, el papa “amable”, el papa “de los jóvenes”, el papa “catódico” era un impostor ortodoxo que desprotegió a las víctimas de los abusos sexuales y a los propios pastores de la Iglesia cuando éstos estuvieron en peligro de muerte. Su visión y sus necesidades estratégicas siempre se opusieron a las humanas.

Ocurre que en la trama de esta historia hay también mucha sangre y no sólo la de los banqueros mafiosos como Roberto Calvi o Michele Sindona con quienes Juan Pablo II se asoció para alimentar con fondos secretos las arcas del IOR (banco del Vaticano), fondos que luego servirían para financiar la lucha contra el comunismo en Europa del este o la Teología de la Liberación en América latina. Juan Pablo II dejó sin protección a los padres que encarnaban en América latina la opción por los pobres frente a las dictaduras criminales y sus aliados de las burguesías nacionales.

En 2011, cincuenta destacados teólogos de Alemania firmaron una carta en contra de la beatificación de Juan Pablo II por no haber respaldado al arzobispo salvadoreño Oscar Arnulfo Romero, asesinado el 24 de marzo de 1980 por un comando paramilitar de la extrema derecha salvadoreña mientras celebraba una misa. Romero sí que es y será un santo. El arzobispo enfrentó a los militares para rogarles que no asesinaran a su pueblo, recorrió barriales, zonas castigadas por la represión y la violencia, defendió los derechos humanos y los pobres. En suma, no esperó a que Bergoglio llegara a Roma para hablar “de una Iglesia pobre para los pobres”. No. La encarnó en su figura y lo pagó con su vida, como tantos otros padres a quienes el Vaticano tildaba de marxistas o comunistas sólo porque se implicaban en causas sociales.

Juan Pablo II es un santo impostor que traicionó a América latina y a quienes, desde una modesta Iglesia, osaron decirles no a los asesinos de sus pueblos. Si Juan Pablo II contribuyó en Europa del este a la caída del bloque comunista, en América latina favoreció la caída de la democracia y la permanencia nefasta de las dictaduras y su ideología apocalíptica. Un detalle atroz se suma a la ya incontable deuda que el Vaticano tiene con la justicia y la verdad: el expediente de beatificación de monseñor Oscar Arnulfo Romero sigue bloqueado en los meandros políticos de la Santa Sede. Juan Pablo II beatificó a Josemaría Escrivá, el polémico fundador del Opus Dei y uno de sus protegidos. Pero dejó afuera a Romero, incluso cuando estaba con vida y las amenazas contra él se precisaban cada semana. “Cada vez más soy el pastor de un país de cadáveres”, solía decir Romero.

Juan Pablo II fue electo en 1978. Al año siguiente, monseñor Romero le entregó un informe sobre la espantosa violación de los derechos humanos en El Salvador. El papa lo ignoró y le recomendó a Romero que trabajara “más estrechamente con el gobierno”. Como lo recuerda a Página/12 Giacomo Galeazzi, vaticanista de La Stampa y autor de una magistral investigación, “Wojtyla secreto”, en “sus 25 años del pontificado ningún obispo latinoamericano ligado a la acción social o a la Teología de la Liberación fue nombrado cardenal por Juan Pablo II”. La respuesta está en una frase de otro de los más dignos representantes de la “Iglesia de los pobres”, el fallecido arzobispo brasileño Hélder Câmara: “Cuando alimenté a los pobres me llamaron santo; pero cuando pregunté por qué hay gente pobre me llamaron comunista”.

El show universal de la canonización ya fue lanzado. La prensa blanca de Europa tiene la memoria muy corta y su cultura del otro es estrecha como un pasillo de hospital. Todos celebran el gran papa. Se ha promovido a la categoría de santo a un hombre que tiene las manos sucias, que ha cometido la infamia de encubrir a violadores de niños, de besar a dictadores y legitimar con ello el tendal de muertos que dejaban en el camino, de negociar beneficios con la mafia, que ha sacrificado en nombre de los intereses de una parte de un continente, el este de Europa, la misericordia y la justicia de otros, entre ellos los de América latina. Se canoniza a un embaucador. El colmo de la ligereza, del error inmemorial. ¿Ante quién se arrodillarán en adelante las víctimas de los abusadores sexuales y de las dictaduras? Podemos levantar todos juntos un lugar apacible y justo en la memoria con las imágenes del padre Mugica o de monseñor Romero para reencontrarnos con la beatitud y el sentido de quienes, por un ideal de justicia e igualdad, enfrentaron la muerte sin pensar nunca en sí mismos o en bajos beneficios humanos.

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Fuente:Página 12

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