La iglesia católica tiene un santo para todos los gustos, tendencias, clase social y colores políticos: una reina colonialista, como Isabel La Católica; un indiecito, como Juan Cristóbal, a quien se le apareció la Virgen de Guadalupe, Patrona de México; un aristócrata, como el Padre Alberto Hurtado; un “pobrete”, como Fray Andresito. Una señora chilena “de bien” nunca podía entender cómo Dios concedía sus bienaventuranzas en un ser tan insignificante, como este humilde hombre -; pastora disfrazada de hombre y, luego, convertida en soldado, como la fascista Juana de Arco, Patrona de Francia; promotores de la escoba y fregado, como Martín de Porres, “Fray Escoba”; milicos, como San Ignacio; animalistas, como San Francisco de Asís; histéricos machistas, como San Pablo; vírgenes, como Santa Tecla; reyes “cruzados”, como San Luis, rey de Francia, que ejercía justicia debajo de un árbol; San Pedro Claver, el Apóstol de los negros, en Cartagena de Indias; un Papa reaccionario, como Pío X; un fascista, como José María Escrivá de Balaguer, que bendecía el fusilamiento de “los rojos”, y fundador del Opus Dei, congregación segregacionista-.
El arte de estar bien con la derecha y con la izquierda, con los democratacristianos y la UDI, con los ricos y los miserables, con los encomenderos y los indios, con los negros, mulatos, mestizos, asiáticos y blancos, explica porqué la iglesia ha mantenido incólume la herencia de Constantino. El santoral es muy útil, a mi entender, para lograr este objetivo, pues cada persona o grupo puede tener el santo su gusto: si es fascista, tiene a Escrivá de Balaguer; si es progresista, tiene a San Alberto Hurtado; si es proleta, tiene a San Andresito; si es indígena, como Francisco Huenchumilla, puede acudir a Juan Cristóbal o al San Ceferino Namuncura; – y los anarquistas podrían postular a León Tolstoi; sólo nos faltaría en esta gama un santo comunista, que están cada día más momios.
El año 1958, cuando fue elegido el Papa Angelo Giuseppe Rocalli, sus pares purpurados creían que iba a ser un pontificado corto, una especie de transición – o transacción entre liberales y conservadores, pero la verdad este humilde cura, descendiente de familia pobre, de Lombardía, dejó con un palmo de narices a todos los “monseñores”: llamó al Concilio Vaticano II, que revolucionó a una iglesia anquilosada y abrió las puertas y ventanas al mundo, definiendo la iglesia como “pueblo de Dios”, donde los laicos pasaron a jugar un papel importante, reduciendo el rol monárquico de la jerarquía eclesiástica. Así mismo, cambió algunos ritos ridículos, como la misa en latín – ahora se celebra en lengua vernácula -, las ceremonias religiosas de cara a los fieles – no de espaldas, como antes -.
Sus dos Encíclicas, Mater et Magistra y Pacem in terris, (Madre y Maestra y Paz en la Tierra, respectivamente), documentos contundentes que marcaron una apertura significativa de la iglesia hacia el mundo contemporáneo, como también una comprensión del marxismo mucho más profunda y sutil, diferenciando las doctrinas de los movimientos históricos y abriendo la posibilidad de integración de los católicos a esta última faceta del marxismo.
En América Latina, el Concilio Vaticano II dio frutos de gran importancia, como la Conferencia Episcopal de Medellín, que planteó la famosa “opción por los pobres”, acercando la iglesia al mundo popular e indígena; de esta idea centra surgieron “las teologías de la liberación”, cuyo impulsor fue el sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez, y que tuvo cultores tan destacados como el brasileño Leonardo Boff, los españoles Juan Sobrino Gaspar García Lavaina, el uruguayo Juan Luis Segundo, además se produjo el crecimiento de las “comunidades cristianas de base” y sobre todo, lo que uno de los teólogo de Los Sagrados Corazones, Ronaldo Muñoz, llama “la irrupción de los pobres en la iglesia”.
El Papa polaco, Karol Wojtyla, elegido Papa en 1978, llevó a cabo la contrarrevolución durante su largo pontificado, destruyendo, uno por uno, los acuerdos del Concilio Vaticano II, colocando como prelatura predilecta a la reaccionaria Opus Dei, además, nombró cardenales, en su mayoría conservadores y, lo más graves que no condenó abiertamente la pedofilia dentro del seno de la iglesia, como tampoco tomó medidas contra los Legionarios de Cristo, sobre todo el “demonio” fundador, Marcial Maciel, cuyos abusos sexuales y de toda índole, dejan chico a Satanás.
Para variar, y como es su costumbre después de siglos de existencia, en esta oportunidad la iglesia nombra a un santo bueno y a un santo malo.
Rafael Luis Gumucio Rivas
27/04/2014