Noviembre 24, 2024

La ira de los resignados

En la tragedia reciente de Valparaíso, sufrida por los perdedores de siempre, ha quedado demostrado que más allá de los dictados de la naturaleza, lo que más afecta a la gente es una manera en cómo se ha venido construyendo el país, una vez que la maquinaria militar que lo ocupó por diecisiete años reculó, temporal y condicionalmente, a su cuarteles.

El desarrollo cancroideo de pueblos y ciudades, ha sido permitido y estimulado por el dejar hacer a las empresas constructoras que han visto en esa deformación alarmante del hábitat de millones personas, la posibilidad de más y más negocios, sin considerar lo que para esos emprendedores es una variable despreciable: el buen vivir de la gente.

 

Así, en lugares no aptos para la vida en términos humanos, se han ido apilando millones de seres humanos, sin los suministros básicos, sin escuelas adecuadas, sin centros de salud mínimos, sin trasporte adecuado, pero con antenas y celulares, producto de la rapiña de las constructoras que disputan los mejores lugares y la complicidad del Estado.

 

La pobreza, que en Chile tuvo un perfil muy nítido para definirla y para mostrarla, ha cambiado de fisonomía. Un pobre de hoy, quizás no se muere de hambre, pero muchos sí lo hacen de obesidad. La ropa usada venida de otras latitudes, y los créditos del retail, ha reemplazado a los andrajos de antaño. La libreta de pedir fiado del almacenero de la esquina, ahora es una tecnológica tarjeta que mantiene a millones sujetos por el cogote, inmóviles, asustados, atrapados por una deuda como antaño los atrapó un cepo.

 

Las tragedias que de tarde en tarde se ensañan con el territorio, lo hacen de manera simultánea con quienes están en las peores condiciones de enfrentar sus efectos demoledores. Y un poco más allá, al aguaite, los cuervos engalanados se aprestan a calcular en ganancias los estropicios. Y otros, menos elocuentes pero no por eso ausentes, calculan los tiempos en tomarse las ciudades so pretexto de guardar el orden y, obvio, la propiedad privada.

 

El trabajo paciente de las placas terrestres, no es cosa de ayer. Los incendios del Puerto, son cosa sabida antes que se llamara así. Entre las tragedias que sufre el aporreado pueblo, no hay ninguna nueva. Ni siquiera la que desatan los traidores y criminales de vez en cuando.

 

Y cuando eso sucede, serán los mismos lo que harán nada, poco, o mal para acudir en ayuda del más golpeado. Resucitará otra vez la solidaridad de los que se parecen o se consideran iguales para dar apoyo y ayuda al que más lo necesita. Ejemplos de esa solidaridad humana, cercana, hermana, se han visto por miles.

 

Mientras tanto el Estado, esa cosa subsidiaria que aparece sólo cuando no hay un negocio a la vista, primero va a calcular los costos económicos y políticos a antes de dar el primer paso en asumir lo que se suponen sus responsabilidades.

 

Y luego, hará todo lo posible para administrar de la mejor manera la actuación de sus autoridades, considerando que en dos años más habrá elecciones y que para el efecto siempre será poco el dinero y los votos.

 

Las tragedias que enlutan a los mismos de siempre dejan al descubierto las grietas de nuestra sociedad por donde es posible ver toda la indecencia de los poderosos. Horas después de los zamarrones de la tierra, aparecen las sinvergüenzuras, las exacciones, robos, y cogoteos. Fondos destinados precisamente para prevenir tragedias, son desviados para no se sabe bien qué otros derroteros. Estudios que advierten los peligros y riesgos, son abandonados por onerosos.

 

En Valparaíso ha habido un hecho que algunos ya vienen avisando de su peligro. Nadie se explica qué hacen militares fuertemente armados entre los escombros, las víctimas de la tragedia y del olvido, y los sacrificados estudiantes que ayudan a despejar eso que deja la cultura imperante después de las llamas.

 

Si se tratara de cuidar propiedad privada, se entendería, pero resguardar latas retorcidas, escombros y cenizas, no parece ser razón suficiente o necesaria para tal despliegue. Resulta una muy incómoda comparación: mientras jóvenes se desloman trabajando entre quebradas ariscas, senderos desdibujados y el polvo que lo cubre todo, patrullas abrazadas a sus fusiles Scar H, miran y pasean como si ese campo de batalla fuera el paseo Atkinson. Para ser bien pensados uno tendería a creer que es más bien un aviso: cuidadito con protestar.

 

Pero hay demasiada tensión en el ambiente como para que las cosas no detonen en un levantamiento airado de los porteños de más arriba. Y hay demasiada improvisación y falta de diligencia en el Estado y sus agencias. Si todo lo que ocurre fuera obra de la mala suerte, sería mucho más comprensible. Pero es obra de la desidia humana. Y como se ha visto en otros ámbitos, hasta la paciencia de los resignados tiene un límite. Y su propia ira.

 

 

 

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