Septiembre 20, 2024

Gabo ha muerto… ¡Viva García Márquez!

Es fácil saber cuáles son los libros menos leídos en esas bibliotecas salpicadas de enciclopedias y destellos dorados que uno ve en ciertas casas: la Biblia y el Quijote. Suelen ser los más conspicuos en los anaqueles y los más barrocos en su grotesca presentación, por lo general repujados en cuero y, de ser posible, con las iniciales del propietario, obsequio de la editorial que logró vendérselo en cómodas cuotas mensuales. Mientras más ostentosos los dos tomos, menos leídos. Si uno los examina por dentro los hallará vírgenes de huellas digitales y, por supuesto, de anotaciones en lápiz o referencias al margen.

 

Acaba de morir Gabriel García Márquez, el más alto colombiano de nuestra historia, y tan mala noticia, que aflige al país y a la literatura mundial, me produjo de golpe el incontrolable temor de que muy pronto, aprovechando la ocasión, salgan a la venta unos enormes tomos de Cien años de soledad diseñados para ocupar silencioso lugar al lado de la Biblia bañada en oro y el Quijote de piel labrada. Es decir, para que muchos clientes los adquieran a crédito y adornen con ellos la sala de su casa. Pero no los lean.

Son más que justos los homenajes que se rinden a Gabo como conquistador de utopías, como colombiano ilustre, como buscador de la paz, como promotor del vallenato, como personaje divertido, como amigo… Pero el único tributo genuino que se le puede brindar como escritor y periodista es leerlo. ¿Cuántos colombianos que hoy lo lloran han leído algunas de sus novelas? ¿Cuántos saben el nombre del coronel a quien nadie escribe? (No: no es Aureliano Buendía). ¿Cuántos de los que citan de memoria la primera frase de Cien años de soledad (“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…” etcétera) se han sumergido a placer en las aguas de las 359 páginas restantes de esa que los sabios catalogan como la máxima obra de la literatura castellana después del Quijote? Y, hablando del Quijote, está demostrado que solo una mínima porción de los que hablan la lengua castellana han recorrido sus dos tomos, a pesar que muchos de ellos recitan, o por lo menos reconocen, aquel memorable inicio: “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…” (otra vez etcétera).

Es preciso reconocer que el pénsum de bachillerato colombiano incorpora varios libros de García Márquez. De todos modos, hay obras y hay edades. Millones de adolescentes han huido para siempre de Cervantes porque los obligaron a leer el Quijote, pieza maestra que solo se disfruta a esa edad si los sardinos leen el capítulo en que Sancho Panza se desgracia, estomacalmente hablando, sentado en su burro, o, unos años más tarde, cuando don Alonso Quijano ya no tiene que competir con Skype y WhatsApp.

Es prudente, pues, que padres y profesores no inoculen un antivirus gabiano al pretender que los niños de 8 o 9 años lean Cien años de soledad. Hallarán, sin duda, capítulos interesantes. Pero, por biches, se perderán el maravilloso lenguaje y la gran parábola de la historia que encierran sus páginas. Ciertos cuentos suyos y el Relato de un náufrago son un buen abrebocas de García Márquez. Para Cien años conviene esperar un poco más. Una amiga mía me escribe para contarme que “las imágenes mágicas de Cien años” entraron a su vida “al cumplir 12 años, y se quedaron desde entonces con la misma fuerza de evocación del primer día”. Enseguida añade que con los años descubrió que muchas palabras que ella consideraba lenguaje callejero eran “jerga bíblica” y que leyó por primera vez la expresión “hacer el amor” en una frase de la novela. “Cuando se lo conté al maestro años después en Nueva York –agrega– lo incluyó en la dedicatoria de su libro.”

Sí: lloremos a Gabo, que forma parte de nuestros símbolos patrios, pero hagamos lo único decente que se puede hacer por un escritor: desear paz a sus humanas cenizas y volverlo inmortal leyendo su obra.

 

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