¿A qué estación va?, dice arisco el taxista, con un tono ligeramente agresivo, ante mi inicial vacilación al pronunciar el nombre de la parada del metro. Unión Latinoamericana, le respondo lo antes que puedo, tomando a mano derecha ahí en la esquina, nos vamos por Sotomayor hasta la Alameda.
Dejando atrás la Plaza Yungay le comento al joven conductor lo agradable del nombre Unión Latinoamericana, comparado con el de estación Los Héroes, por ejemplo. No le parece, le pregunto. ¿Y qué le parece a usted?, me responde de inmediato.
Bueno, le digo, vamos pasando por un barrio donde han llegado a vivir peruanos, colombianos, ecuatorianos y de otros lados, y me parece muy bien, y los héroes siempre son un asunto fregado…
Al cruzar la avenida Portales iba yo resaltando que en estos tiempos las migraciones son una realidad con la que había que convivir de buena manera. Mire usted la cantidad de chilenos que han estado o están en tal situación, en un montón de países en el mundo… yo mismo he vivido en el extranjero unos años…le digo.
Durante la dictadura, entre que afirma y pregunta el muchacho. Sí, y antes también…
Entre Huérfanos y Erasmo Escala se produce, inesperadamente, una transformación en mi interlocutor, quien, sin alterar en nada su conducción avezad, me empieza a contar sin preámbulo que tiene una hermana viviendo en Madrid y a un hermano que acaba de aterrizar en Santiago el día anterior, debido al desastre que preside Mariano el mentiroso en el Reino de España.
Al escucharlo me sorprende la contundencia del contenido que venía guardando el joven, relacionado con el tema que traíamos entre manos al menos desde que íbamos por Sotomayor llegando a Compañía, lo mucho que había tardado en soltarlo, pienso que por cautela, muy extendida en estas tierras. En otras partes a los taxistas les gusta tomar la palabra, en Chile, casi siempre, de entrada, optan por callar.
Sin embargo, la sorpresa mayor del trayecto estaba por venir casi al virar en Alameda hacia el poniente. Al ir el joven taxista relatando sus avatares familiares, el acento de su castellano fue cambiando paulatinamente, semejante a una mutación lenta de colores, desde un tono y pronunciamiento chileno de toda la vida, a un ritmo cantadito bien modulado propio de algún lugar de más al norte de Suramérica, que no alcancé a dilucidar ni por el que tuve tiempo de preguntar, dados los pocos metros que restaban para poner pie en la estación Unión Latinoamericana, al llegar a calle Libertad. No había tiempo para más, sólo atiné a agradecer el viaje y desearle mucha suerte por estos pagos al raudo conductor.