En un sistema electoral genuinamente democrático, con cada elección los ciudadanos pueden comprobar el peso real de los partidos políticos y cuántos adherentes tienen éstos realmente. En Chile, por casi un cuarto de siglo ello no es posible debido al sistema binominal que se nos impone para elegir a los parlamentarios, cuanto a las componendas que los partidos arman para elegir a los alcaldes y concejales. El mismo cuoteo de cargos públicos opera según estimaciones que hacen las cúpulas políticas, muchas veces “inflando” la participación de aquellas colectividades a objeto de retenerlos en la distintas alianzas y contar con los votos decisivos de éstos en el Congreso Nacional para inclinar la balanza a favor del oficialismo o la oposición, expresada en dos grandes bloques que se alternan, ahora, el poder, pero más bien lo administran en conjunto.
Se trata de un fenómeno realmente irregular. Nadie, a ciencia cierta, puede determinar el peso específico de cada partido por lo que, en definitiva, son las inercias del pasado las que se imponen al momento de designar candidatos y competir en las elecciones. El supuesto de que la Democracia Cristiana es un referente grande le sirve a sus dirigentes para imponer cuotas arbitrarias de candidatos y funcionarios de confianza en los gobiernos de esta coalición. Y que, ahora, ha incorporado al Partido Comunista en ella en la más completa ignorancia que existe respecto de cuál podrá ser su actual atractivo popular. Del Partido Radical surgen las más severas dudas de cuántos realmente continuarán adscritos y dispuestos a sufragar por esta colectividad que, de todas maneras, se asegura un número de cupos en el Parlamento, en los municipios y en el propio gabinete presidencial. Entre el PPD y el PS rige, asimismo, la costumbre de mantenerlos equilibrados en los cargos públicos, así como a otras expresiones se les otorga solo premios de consuelo al momento de despostar (como se dice) al animal político.
En la Derecha, por años sí pudo conocerse el peso real de la UDI y Renovación Nacional, pero cuando han surgido otras dos o tres expresiones a partir de su crisis, también sería muy difícil administrar las futuras repartijas electorales o repartir los cargos de gobierno si es que éstos sectores volvieran a La Moneda. Se desconoce, por supuesto, cuánto convocan sus respectivas escisiones y si será esta vez la presión que impongan sus caudillos donde se funde la reagrupación de un sector que más bien quiere ser reconocido, ahora, como de centroderecha y con un carácter más liberal.
El binominalismo que se perpetúa, y el cual se cuestiona menos cuando los diputados y senadores se acomodan en sus asientos y dietas, es lo que provoca es un inmovilismo político pavoroso. Allí donde hay sistemas electorales proporcionales, los partidos emergentes pueden alcanzar algunos escaños en el Congreso que luego pueda catapultarlos a una mejor posición. Situación, por cierto, que en el pasado favoreció el surgimiento de la Falange Nacional, del socialismo y otras expresiones vanguardistas después de elegir a dos o tres parlamentarios que hicieron un lúcido desempeño en el Parlamento. Una situación que también posibilitó a las rancias expresiones de la derecha conservadora derivar en otras más modernas que nuevamente empiezan a anquilosarse.
En la situación actual, puede resultar muy cómodo para La Nueva Mayoría dejar las cosas tal cual están, pese a su ventaja numérica en el Poder Legislativo que podría facilitar las ansiadas reformas democráticas. En la Oposición, probablemente a los dos partidos históricos no les convenza, tampoco, trasparentar su realidad y exponerse a que las expresiones recién aparecidas puedan reclamar cuotas de poder más elevadas o, simplemente, aminorar la influencia de los partidos que conformaban la Alianza por Chile y que ahora también buscarán nueva denominación. Sin embargo, de persistir estos vicios de representación lo único que animarán será el crecimiento del número de ciudadanos renuentes a votar y que ya constituyen cerca del 60 por cierto. Una cifra que no se condice con la elevada gravitación de la política en nuestra historia, como en las cada vez más masivas movilizaciones populares. Y que conlleva el riesgo, además, de desacreditar aún más nuestras instituciones públicas, cuestionarse la autoridad de nuestras instituciones, como obligar a la población a optar por otras formas de activismo político y social.