Hay indicios suficientes para pensar que hemos alcanzado el punto de inflexión y avanzamos, si es que así se avanza, en reversa. No sólo por la señal que surge tras el despertar estudiantil desde hace más de un lustro, que iluminó las conciencias de extensos grupos menoscabados de la sociedad civil, sino por las alarmas que inquietan desde la macroeconomía hasta la economía doméstica. El modelo neoliberal instalado hace más de veinte años desde Santiago a Moscú por gobiernos, corporaciones y organismos financieros, que inició su deterioro diez años más tarde, sólo se mantiene por inercia, con un escaso movimiento que no logra esconder su carencia de rumbo ni su creciente entropía.
Las crisis económicas, consideradas como la fase contractiva de un ciclo progresivo, han pasado a ser permanentes. No hay ciclos de crecimiento, ahora mutados en circuitos cerrados incapaces de publicitar al modelo de libre mercado como el sendero al desarrollo. El discurso neoliberal, difundido durante la última década del siglo pasado como el ingreso al paraíso del consumo, ha derivado en un relato gastado, incapaz de levantar su anticuado eslogan publicitario. Retórica y demagogia en un escenario político crepuscular.
Las altas tasas de crecimiento, que dieron base a un discurso grandilocuente que apuntaba al desarrollo, repetido por gobernantes y oficiantes del mercado de todo el estrecho espectro binominal, han quedado como pieza estadística o titular de periódico financiero. Tras el portentoso arranque del libre mercado, a finales del siglo pasado, anunciado cual invención virtuosa y democratizadora, ha seguido un capitalismo refundado sobre variantes y extensiones derivadas de los carteles y hasta de las mafias. El libre mercado revisitado es, hoy, a vista de la academia, el arte y la opinión pública, una variante de la especulación, los casinos y las mesas de apuestas.
El director de cine Martin Scorsese ha continuado su saga de la mafia hasta sumergirse en las mismas bases del capitalismo financiero con Jordan Belfort, el Lobo de Wall Street. La diferencia entre las pandillas callejeras y este agente de la Bolsa de Nueva York es solo un asunto de grados. Una línea casi invisible separa a rufianes y truhanes.
Tras más de dos décadas de fundamentalismo del mercado, después de haber desmantelado el Estado para venderlo a precios de saldo, el impulso ya no es el mismo. Ya no quedan más empresas ni joyas, ni recursos naturales que rematar, ya no es necesaria la mano de obra por barata que sea, ya es hora de recoger la baraja. Como efecto de la bacanal, nunca en la historia económica y política moderna la riqueza había quedado tan concentrada, nunca la fusión entre el poder económico y político había sido tan densa.
A una velocidad sin precedentes en la historia, la misma estructura del ciclo económico se invierte, se vuelca. En poco más de dos décadas el andamiaje neoliberal, que prometió crecimiento y empleos perpetuos, se ha venido ruidosamente abajo con toda su estantería. Y desde allí, desde su agonía, sólo funciona para calmar la codicia. La única vitalidad que puede exhibir está aún en los bolsillos de sus accionistas y de sus lobbistas.
El deterioro es hoy evidente, incluso para las elites que pocos años atrás defendían el neoliberalismo. Su decadencia es insumo de estudios, variable para reflexión política. En tanto, nadie es neoliberal. Desde la calle a las ferias, desde la UDI al PPD apuntan el dedo hacia el libre mercado. Porque salir en su defensa es también hacerse cargo del lucro en la educación, en la salud, en las AFPs, en el retail, en el sector financiero. Es salir a dar la cara por los gerentes de La Polar, de las farmacias, por los acreditadores universitarios y otros diversos estafadores.
El mercado desregulado, defensa apasionada de mercachifles y políticos de todos el espectro binominal, ha terminado por hundir a los políticos. Si para la derecha determinó su derrota, la ex Concertación tiene su matrícula condicional. Pero sin políticos que den la cara, serán los propios oficiantes y especuladores, mercachifles y oportunistas quienes darán la pelea. Lo harán infiltrados como lobbistas, o como han sabido hacerlo durante décadas a través de la prensa y la televisión corporativa y periodistas domesticados. Basta seguir los titulares de El Mercurio durante las últimas semanas para observar hacia dónde apuntará esa mano.
Es posible que sea ésta la primera fase de su retirada. Es, por lo menos, una instancia del descrédito, que convirtió en menos de una década a los falsos héroes de la globalización y los mercados en tunantes de cuello y corbata. No fue necesaria la lectura de Marx para que el chileno comprendiera la esencia y objetivo del capitalismo. La indecencia corporativa expresada en el abuso institucionalizado ha abierto la conciencia que no logró ningún dirigente político de Izquierda.
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 801, 4 de abril, 2014