En un momento de su intervención en el programa de televisión Estado Nacional transmitido por TVN el domingo 23 de marzo, el Presidente del Partido Socialista Osvaldo Andrade aludió con sorna al concepto de lucha de clases, como si se tratase de algo definitivamente anacrónico, irrisorio de ser invocado en el debate político, y se lamentó de que la Declaración de Principios de su partido aun reconociese como fuente de inspiración al marxismo. A la luz de tales declaraciones, solo cabe concluir que el proceso de degradación política y moral del PS aun no ha tocado fondo.
Como sabemos, la ideología dominante no hace más que reforzar constantemente las representaciones de sentido común, que naturalizan de manera espontánea las formas de organización social existentes y sus inevitables consecuencias en términos de desigualdad y opresión social, invisibilizando de ese modo los mecanismos de la explotación que subyacen a ellas y de dominación que las mantienen vigentes. Con ello lo que se busca es restar legitimidad a la protesta y a la acción política genuinamente socialista.
El deber de un verdadero político socialista al emplear un medio de difusión masivo para promover su proyecto de transformación social es poner en guardia contra semejante mistificación, contribuyendo con ello a abrir los ojos, aun cerrados, del grueso de la población trabajadora y a generar de ese modo una cada vez más poderosa conciencia de clase. Pero, como sabemos, Andrade y muchos otros como él han optado, desde hace ya largo tiempo, por mantenerse obedientemente en sintonía con la papilla ideológica de la clase dominante transformada en sentido común.
Por lo visto, Andrade comparte la idea propagada por los poderes fácticos que controlan el país de que actualmente vivimos en el mejor de los mundos posibles, siempre perfectible mediante reformas, por lo que toda idea que resalte la necesidad de cambios radicales resulta algo, simplemente, descabellado, ya que parece romper la plácida armonía aparentemente reinante y persistentemente predicada como valor supremo, en nombre del bien común, por los políticos del sistema y los altos personeros de la iglesia.
Esto nos recuerda la aguda pregunta que se formulara Erich Fromm cuando residía en Estados Unidos allá por los años 50, en medio del boom capitalista de posguerra: ¿Estamos como sociedad realmente sanos, como solemos creer? ¿No será que, como suele ocurrir con las enfermedades mentales severas, simplemente no nos damos cuenta de lo que nos ocurre? ¿No será que asumimos como normal, en nuestra vida cotidiana, un estado de cosas realmente patológico?
Pregunta comprensible, claro está, respecto de la percepción de la realidad por el común de las personas y no respecto de aquellos que tanto por la labor que realizan como por la perspectiva supuestamente crítica que asumen debiesen exhibir un nivel algo mayor de comprensión de la real naturaleza de los fenómenos sociales claves del mundo en que viven. Demos tan solo una ligera mirada a lo que ocurre en él:
– la superpotencia, bajo cuyo alero protector se colocaron entusiastamente los gobiernos de la Concertación, se autoproclama campeona de los derechos humanos y sin embargo no tiene el menor reparo en intervenir a discreción -espiando, conspirando, deponiendo gobiernos, secuestrando y torturando en cárceles secretas, asesinando, bombardeando y arrasando países enteros- en cualquier lugar del planeta en que lo estime necesario, sin apego real a principio o norma jurídica alguna
– para sustentar esa matonesca política de agresión, despilfarra anualmente alrededor de setecientos mil millones de dólares destinándolos a gasto militar, bordeando con ello casi el 50% del gasto militar total a escala mundial, y presiona a sus aliados de la OTAN a elevar también el suyo, en los mismos momentos en que acuciantes problemas de pobreza extrema, falta de alimentos y de atención básica de salud amenazan la sobrevivencia de miles de millones de personas en el planeta
– por otro lado, continua su marcha inexorable la catástrofe ambiental que se desarrolla ante los ojos de todo mundo, cuya creciente realidad y causas fueron hace ya largo tiempo detectadas y analizadas por la comunidad científica mundial, y cuyas manifestaciones resultan ser cada año más virulentas, sin que los gobiernos se allanen hasta ahora a adoptar las medidas capaces de frenar esta loca carrera hacia el abismo que está arrastrando consigo al conjunto de la humanidad.
¿Por qué ocurre todo esto? ¿Cuál es la explicación que puede entregarnos Andrade desde su cómoda pero en definitiva irreflexiva posición ideológica? ¿No será que estos acontecimientos algo tienen que ver con las estructuras de poder y de intereses dominantes en la sociedad en que vivimos y que él parece querer desconocer? ¿Y no será que esa estructura de poder y de intereses es también el resultado inexorable del criterio de racionalidad que orienta e impulsa la actividad económica bajo el capitalismo, que no es otro que la continua e insaciable valorización del capital como real fuente del poder social?
En realidad, las clases sociales y los conflictos de interés entre ellas ni son una invención de Marx ni han dejado de existir en el mundo contemporáneo. Basta observar como los empresarios por una parte y los trabajadores por otra constituyen por propia iniciativa organizaciones destinadas a defender sus intereses. Por lo tanto, desde una perspectiva ni siquiera ya revolucionaria, sino incluso con solo mínimas pretensiones de cientificidad, resulta imposible ignorar la realidad de las clases sociales, de su actuación efectiva y de sus antagónicos conflictos de interés en la sociedad en que actualmente vivimos.
Por cierto una clase social, lo mismo que la sociedad misma o ciertos fenómenos sociales complejos como la pobreza o el desarrollo económico, no es algo identificable de modo directo, es decir no es algo tangible como una cosa, sino una realidad social que se expresa a través de -y solo puede ser captada por abstracción a partir de- las conductas colectivas de los sujetos y de los fines que las motivan, y cuyo significado, a su vez, solo se torna plenamente comprensible, al lograr sintetizarlas a través de su concepto. La necesidad de soslayar algo tan elemental como esto es una obligación que impone a sujetos como Andrade el camino por el que vienen transitando desde hace ya más de dos décadas.
Santiago, 27 de marzo de 2014