La pesada deuda de Ucrania es para la Unión Europea una catástrofe que tendrá que echarse a cuestas, al menos en parte. Pero resulta excelente para Washington porque Kiev tendrá que aceptar todas las exigencias del FMI y privatizar lo que aún pueda quedar allí por privatizar, para el mayor beneficio de las transnacionales.
El juego de espejismos mediáticos está lleno de imágenes falsas sobre la crisis ucraniana. Una de ellas es la de las transnacionales y bancos estadounidenses y europeos que ven desvanecerse sus inversiones en Ucrania y están a punto de abandonar el barco, antes de que se hunda, cuando en realidad van a obtener lo que querían: el total control de la economía de Ucrania.
El salvavidas que el FMI y la Unión Europea están lanzando a Kiev, con préstamos por miles de millones de dólares, es en realidad una cuerda alrededor del cuello. La deuda externa de Ucrania, según los documentos del Banco Mundial, se multiplicó por 10 en 10 años y sobrepasa los 135 000 millones de dólares. Sólo a título de intereses, Ucrania tiene que pagar alrededor de 4 500 millones de dólares anuales. Y ese será el destino de los nuevos préstamos, que a su vez elevarán la deuda externa y obligarán a Kiev a «liberalizar» todavía más la economía vendiendo a las transnacionales y a los bancos occidentales todo lo que aún quede por privatizar.
Quien determina bajo qué condiciones se extienden esos préstamos es el Fondo Monetario Internacional (FMI), entidad bajo control de Estados Unidos –país que detenta un 17,5% de los votos, 7 veces más que Rusia– y de las demás grandes potencias occidentales, mientras que un Estado como Ucrania sólo dispone de medio voto.
A esa situación se ha visto reducido –por culpa de los gobiernos que allí se han sucedido desde 1991– un país que dispone aún de un notable patrimonio industrial y agrícola y que había concluido con Moscú, en 2009, un ventajoso acuerdo decenal sobre los derechos de tránsito [a través de su territorio] del aprovisionamiento energético ruso destinado a Europa.
La actual situación de Ucrania se debe también a la penetración de Occidente en su tejido político y económico. La secretaria de Estado adjunta Victoria Nuland declaró que Estados Unidos invirtió en Ucrania más de 5 000 millones de dólares, sólo en promoción del «buen gobierno». Una inversión que permite a la señora Nuland dar órdenes, en la conversación telefónica recientemente interceptada y divulgada, sobre quién debe estar o no en el nuevo gobierno de Kiev, e incluso lanzar su sonoro «que le den por el c… a la Unión Europea», expresión que –a pesar de las posteriores excusas de esta distinguida señora diplomática estadounidense– dice mucho sobre la política de Washington hacia Europa.
La administración Obama, escribe el New York Times, sigue una «estrategia agresiva» tendiente a reducir el aprovisionamiento de gas ruso a Europa, recurso cuyos principales importadores son Alemania y Ucrania (Italia aparece en el quinto lugar). Según el plan, ExxonMobil y otras compañías estadounidenses venderían a Europa crecientes volúmenes de gas mediante la explotación de los yacimientos del Medio Oriente y de África, entre otros, y también de los yacimientos estadounidenses, cuya producción va en aumento.
Las grandes compañías ya presentaron al Departamento de Energía de Estados Unidos 21 pedidos para la construcción de instalaciones portuarias para la exportación de gas licuado. El plan prevé también ejercer una fuerte presión sobre Gazprom, la mayor compañía rusa –en la que el Estado ruso posee la mayoría de las acciones pero que se mantiene abierta a la inversión extranjera–, cotizada en las bolsas de Londres, Berlín y París. Según el banco JP Morgan, más de la mitad de los accionistas extranjeros de Gazprom son estadounidenses.
La estrategia de Washington persigue por lo tanto un doble objetivo. Por un lado, poner a Ucrania en manos del FMI –bajo control estadounidense– y anexarla a la OTAN –igualmente lidereada por Estados Unidos. Por otro lado, se trata también de explotar la crisis ucraniana –crisis que Washington ha contribuido a provocar– para recrudecer la influencia de Estados Unidos sobre sus aliados europeos. Para lograrlo, ya Washington está poniéndose de acuerdo con Berlín sobre la repartición de las áreas de influencia.
Y mientras todo eso sucede, [el nuevo primer ministro de Italia] Matteo Renzi repite, sacudiendo el polvo de un viejo libro de la enseñanza primaria, que no podemos permanecer insensibles ante el «grito de dolor del pueblo ucraniano».