En la carnicería de ese 21 de diciembre, los verdugos militares no distinguieron entre obreros, mujeres y niños: arremetieron cruelmente contra todo ser vivo que se les puso al frente; algo asimila esta matanza con los detenidos y luego desaparecidos de la tiranía de Augusto Pinochet, militares para quienes la vida nada vale. Me parece muy poco cristiana la actitud del ex presidente Patricio Aylwin al afirmar que el caso de los detenidos desaparecidos puede estar cerrado, pues es muy difícil encontrar nuevos cadáveres. En Grecia, el derecho rendir homenaje y luego cremar los restos de sus difuntos constituía un derecho fundamental y lo peor que le podría ocurrir a un ser humano era que sus despojos mortales fueran devorados por los perros, así, Antígona se convirtió en la heroína de la libertad y de la piedad, al desobedecer al tirano Creonte y realizar los funerales de su hermano. En Chile, mientras haya detenidos desaparecidos no podemos hablar ni de ética, ni de democracia.
El sábado 27 de diciembre de 1907 se hermana con el martes 11 de septiembre de 1973; en Iquique, los ingleses bebían champagne celebrando la masacre de los obreros; lo mismo la burguesía el 11 de septiembre de 1973; los muertos hablan por sí solos, nos penan como decían los iquiqueños: sus huesos, calcinados por el sol de la pampa siguen clamando, después de un siglo, y señalando a sus asesinos.
Una utopía salitrera:
Lo que caracteriza a los movimientos obreros y campesinos es tener una esperanza que supera toda desesperanza. En 1903 se publicó en Iquique una novela llamada Tarapacá, donde el personaje principal se llamaba Juanito Zola en homenaje al autor de Yo acuso. Los autores de esta obra fueron Osvaldo López y Nicanor Polo; el primero, gran periodista y obrero de la zona. La Oficina salitrera se llamaba Germinal, imitando el nombre de otra novela de Emile Zola. Juanito Zola era un gran admirador del presidente José Manuel Balmaceda, quien defendió la chilenización de los ferrocarriles, atacando el monopolio de la pérfida Albion. Los mineros formaron un comité integrado por chilenos, bolivianos, peruanos y argentinos, y decidieron declararse en huelga y, como conocían perfectamente la estrategia de los dueños de las Oficinas salitreras, que simulaban aceptar el petitorio de los obreros sosteniendo que tendrían que consultarlo con Londres aprovechaban el tiempo los patrones para llamar por telégrafo al ejército a fin de que vinieran en su auxilio para doblegar la voluntad de los obreros a sangre y fuego. Así lo habían hecho en la huelga de 1890, en Valparaíso, en 1903, en Santiago, en 1905 y en Antofagasta, en 1906. En esta novela, los obreros de Germinal encerraron a los patrones y cortaron el telégrafo, haciendo imposible la llegada de las milicias; gracias a esta estrategia triunfaron. Juanito Zola, una vez conseguida su meta, emigró a las heladas tierras del altiplano, una especie del “dorado” pampino.
Los testigos de la Matanza de Santa María de Iquique:
Algunos sobrevivientes como Sixto Rojas y José Santos Morales, en ese entonces miembros del comité central de los pampinos, nos han legado un testimonio fideligno de lo que realmente ocurrió en Iquique. Nicolás Palacios, autor del libro La raza chilena y El roto, tuvo la valentía de relatar, para el diario católico El chileno, la cotidianidad de la huelga de los pampinos en Iquique, lo mismo hicieron Luis Emilio Recabarren, Alejandro Venegas, los diputados Malaquías Concha, Bonifacio Veas y Arturo Alessandri, por medio de artículos e intervenciones en la Cámara de Diputados.
No todos estos testigos eran anarquistas o socialistas, Arturo Alessandri, por ejemplo,había apoyado, incluso, al candidato de la coalición conservadora, Federico Errázuriz Echaurren. Nicolás Palacios, si bien amaba a los pampinos, sostenía tesis racistas y era contrario al socialismo y al anarquismo. Alejandro Venegas había votado siempre por la Alianza Liberal, incluso, apoyó la candidatura del presidente Pedro Montt. Malaquías Concha era líder del Partido Demócrata. El único socialista era Luis Emilio Recabarren. Por lo demás, la mayoría de los obreros que participaron en la huelga no eran anarquistas, ni socialistas, ni demócratas, ni liberales, simplemente estaban impulsados por justas reivindicaciones que, por lo demás, habían sido planteadas en 1904 a una comisión parlamentaria, dirigida por Rafael Errázuriz Urmeneta.
Cándidamente, los obreros creían que el gobierno mediaría a favor de ellos –había antecedentes de algunos arbitrajes exitosos; incluso, el movimiento de los ferrocarrileros de Iquique terminó bien gracias al reconocimiento de un salario de 16 peniques por peso -. Cuando llegó el Intendente titular, Carlos Eastman, y el general Silva Renard, acompañados de las tropas de ejército y de la marinería fueron aplaudidos por los huelguistas.
Los dueños británicos de las salitreras no estaban dispuestos a ceder ante las justas peticiones obreras: sostenían que sólo pactarían si los pampinos retomaban el trabajo en las minas; si accedían a conversar perderían, según ellos, la superioridad “moral” sobre sus subordinados, pues estos tenían la ventaja numérica. Incluso, el presidente Montt estuvo dispuesto a conceder un aporte del gobierno para financiar, en parte, las peticiones. Los ingleses rechazaron, de plano, esta iniciativa, sosteniendo la misma martingala de la superioridad moral de los patrones.
El viernes 20 de diciembre, los obreros habían perdido toda esperanza: el Intendente se había entregado a los ingleses y tenía órdenes telegráficas perentorias de proteger la propiedad privada y enviar a todos los obreros a la pampa, terminando con la huelga. En la Oficina Buenaventura, los soldados del regimiento Carampangue habían asesinado a algunos obreros que querían marchar sobre Iquique; el sábado 21 apareció, en la mañana, el decreto estado de sitio, que era completamente ilegal e inconstitucional, pues esta facultar era privativa del Congreso Nacional. Como estaba claro que se iba a producir una matanza, el cónsul de Perú, señor Forero, y el ex cónsul de Bolivia, Sr. Ojeda, intentaron convencer a sus conciudadanos para que abandonaran la Escuela Santa María de Iquique, pero todos ellos se negaron, pues estaban dispuestos a morir con sus hermanos de clase chilenos. A las 15 horas relucían las banderas argentina, boliviana, chilena y peruana, incluso, una bandera blanca, en símbolo de paz. A las 15.45 horas, Silva Renard dio la orden de disparar contra la multitud dentro de la Escuela, usando las metralletas; posteriormente, entraron los soldados a bayoneta calada. Algunos momentos antes, un obrero había gritado a los marinos de la Esmeralda que iban a mancillar el recuerdo del 21 de Mayo por este criminal 21 de diciembre, pero su voz fue acallada. No se sabe cuántos minutos duró la matanza, según Palacios, de tres a cuatro minutos; tampoco se sabe el número de muertos; según Silva Renard, 130; según Nicolás Palacios, entre 130 y 1.400; según el padre de Julio César Jobet, 2.000 personas; según la Cantata de Santa Mará de Iquique, 3.600 obreros –se entiende que entre los masacrados se contaron muchos niños y mujeres, que alojaban en una de circo, contigua a la Escuela Santa María. Pocos sabemos de los muertos en el traslado de los obreros de la Plaza Manuel Montt al hipódromo de Cavancha, mucho menos de aquellos que fueron quintiados – fusilar al quinto de la lista para amedrentar a los demás-.
Los vencedores no tuvieron ninguna compasión con los pocos sobrevivientes, salvo el caso de los médicos del hospital de Iquique, que al menos pudieron salvar a algunos moribundos. El gobierno fue tan mezquino que sólo dio pasaje para las viudas, negando el acceso de los heridos a los barcos; los pampinos terminaron por odiar a aquel país, cuyo gobierno dio la orden de asesinar a sus hermanos, incluso, muchos de ellos se nacionalizaron argentinos, peruanos o bolivianos. Tal repulsa llegó al extremo de que en las siguientes conscripciones, los jóvenes obreros se negaban a servir a un ejército que los había utilizado en la Guerra del Salitre y que hoy los reprimía.
Cuando la inflación condena al hambre a los pampinos
El capitalismo vive de crisis en crisis, de burbuja en burbuja: en 1907 sufría una de las tantas depresiones que, por cierto, afectaban el precio del salitre. Los ingleses, como buenos monopolistas, hacían combinaciones salitreras de tal manera que lograran reducir la producción del salitre y así mantener el precio; por cierto que salía perjudicado el gobierno, que dejaba de percibir los impuestos y, sobre todo, los pampinos porque caían en la cesantía.
El salitre era vendido en oro y en libras esterlinas; estos metales y monedas jamás se devaluaban; el peso chileno, desde antes de la Guerra del Salitre, había perdido el padrón oro, por consiguiente, era puro papel que se devaluaba permanentemente, respecto a las monedas duras; de 1904 a 1907, el costo de la vida había subido un 100% y los salarios apenas un 40%; el obrero del salitre continuaba ganando entre $4 y $4.5, pudiendo comprar la mitad de los alimentos, que muchos de ellos habían duplicado su precio. Por lo demás, el peso chileno se había devaluado de 40 peniques por peso a 6 peniques por peso. Para los analistas actuales les es difícil entender el papel de la inflación en los movimientos sociales, a partir de 1890: es que en Chile hemos tenido inflaciones bajas – de un 3% a un 4%; sólo ahora comienza a depuntar un 6%, que equivale a un 20% o 30% en la canasta popular, pues esta se compone, fundamentalmente, de alimentos y cuentas de electricidad. Afortunadamente, gracias al Transantiago, no se paga la movilización, pues si la sumara, sería insostenible.
¿Qué demandaban los obreros, en 1907?
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La eliminación del sistema de fichas y que mientras se llevaba a cabo, fueran aceptadas por su valor nominal. Las fichas eran una emisión ilegal, pues sólo al Estado le ha correspondido siempre la acuñación de monedas; los obreros permanentemente perdían con as fichas, pues se las cambiaban al 30% menos y sólo servían para comprar en las pulperías de la Oficina.
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El pago de jornales al tipo fijo de 18 peniques por peso.
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Comercio libre en las salitreras: los vendedores independientes eran considerados contrabandistas y sus compradores se convertían en sus cómplices, siendo castigados con el cepo.
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Instalación de una balanza y varas para cotejar los precios y medidas en las pulperías. Se sabe que los pulperos tenían una libra chica, que apenas pesaba la mitad del peso normal.
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Demandaban el cierre de los cachuchos y achulladores con rejas de hierro.
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La familia de las víctimas de accidente en los cachuchos serán indemnizados entre cinco y diez mil pesos.
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Al parar una Oficina, el trabajador tendrá a un desahucio de 10 a 15 días.
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Habilitación de locales para escuelas nocturnas de obreros.
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No podrá sustituirse o remover a los organizadores del movimiento; si esto ocurriera, deberán ser recompensados con 300 a 500 pesos o a un desahucio de dos a tres meses.
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Los administradores no podrán arrojar a la rampla y aprovechar el caliche de sus operarios sin pagar, previamente, el valor de las carretelas.
Todas estas reivindicaciones eran fundamentalmente económicas, sanitarias, sindicales y educacionales; no hay una sílaba de política, ni menos de revolución.
Rafael Luis Gumucio Rivas
10 03 2014