El 5 de marzo de 2013 se destaparon muchas botellas en Washington, Londres, Madrid y Frankfurt para brindar por el fin de la “pesadilla chavista”. Mientras los cerros de Caracas lloraban la muerte del presidente Hugo Chávez Frías, los centros de poder global celebraban, convencidos que su desaparición física llevaría, inevitablemente, a la fragmentación del campo bolivariano. Insistían en que el cambio que había ocurrido en Venezuela desde 1999, sólo se explicaba por el “caudillismo” de su líder. Pero sin Chávez, todo el andamiaje de la revolución se derrumbaría en cuestión de días y ningún otro dirigente bolivariano podría asumir un liderazgo capaz de dar continuidad al proceso. Sin Chávez, repetían, moría el chavismo. Ignoraban que Chávez pertenece al linaje de los libertadores de América Latina, que en el último siglo ha producido líderes excepcionales como Sandino, Fidel Castro, Che Guevara o Salvador Allende. Como ellos, Chávez hizo suyas las banderas de los próceres de la primera -y frustrada- independencia de la Patria Latinoamericana y las convirtió en un proyecto político de unidad e integración continental cuya punta de lanza es la justicia social y el antiimperialismo.
Ante el escenario que a la muerte de Chávez se predecía como una victoria fácil, la oposición logró unificarse para presentar la candidatura de Henrique Capriles a las elecciones de abril de 2013. Capriles desarrolló su campaña en abierta continuidad con las propuestas de Chávez. Sus afiches se llenaron de imágenes de Simón Bolívar, se camufló de los colores y las formas del chavismo, y en sus discursos no tuvo el menor empacho en prometer la profundización de las políticas sociales desarrolladas en la última década. Esa estrategia tuvo bastante éxito, pero no el suficiente para vencer a Nicolás Maduro, candidato del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV).
La derrota del 14 de abril produjo una primera fragmentación en la oposición venezolana. Una parte minoritaria abandonó la estrategia electoral y se lanzó a las calles para cuestionar violentamente el resultado proclamado por uno de los sistemas electorales más confiables de América Latina, y verificado por observadores internacionales. Esa acción aventurera costó numerosas víctimas. Sin embargo, la facción mayoritaria de la oposición terminó acatando el resultado, convencida de que solo era cuestión de tiempo producir la derrota del gobierno. Con los ojos puestos en las elecciones municipales de diciembre de 2013, el sector afín a Capriles se preparó para una victoria arrolladora, a la que dio carácter plebiscitario. No obstante, a nueve meses de la muerte de Chávez, el PSUV dio muestras de gran capacidad de movilización -con el 48,69% de los votos ganó 240 de las 337 alcaldías con una participación electoral superior al 60%-.
Nicolás Maduro, de 51 años, a su vez, despejó las dudas que se tejían sobre su liderazgo. Ex dirigente sindical, formado en las filas de la Liga Socialista, un partido revolucionario, Maduro fue preparado -como otros dirigentes bolivarianos- en el fragor del proceso que vive Venezuela desde hace quince años. Fue diputado y presidente de la Asamblea Nacional, ministro de Relaciones Exteriores durante seis años, vicepresidente ejecutivo de la República y presidente encargado, a la muerte de Chávez. Tiene pues vasta experiencia política.
La oposición fue vencida otra vez en las municipales del 8 de diciembre de 2013, quedando reducida a sus bastiones tradicionales en los sectores acomodados de Caracas y otras ciudades. Su centro más importante es el Táchira, estado fronterizo con Colombia por el cual trafica el contrabando de millones de litros de gasolina (en Venezuela cuesta 2 centavos de dólar el litro) y miles de toneladas de alimentos subvencionados que roban al pueblo venezolano.
El nuevo fracaso electoral de 2013 terminó por desgastar la imagen de Capriles, agudizando la división opositora. La facción más violenta y antidemocrática, liderada en el último periodo por Leopoldo López, un provocador profesional, formado en EE.UU., volvió a ganar terreno. Las tesis de este sector se asemejan claramente a las que se levantaron en Chile luego de las elecciones parlamentarias de marzo de 1973.
Esperando un triunfo aplastante, la derecha chilena y la DC se desconcertaron al ver cómo la Unidad Popular incrementó su votación, llegando al 44%. Esa nueva correlación de fuerzas parlamentarias hacía imposible destituir constitucionalmente al presidente Salvador Allende. Los sectores golpistas, manipulados por EE.UU., hasta ese momento minoritarios, se tornaron hegemónicos, imponiendo una estrategia de desestabilización con dos frentes simultáneos: el desabastecimiento de alimentos y otros artículos de primera necesidad con el consiguiente mercado negro y fuga de capitales, generando un clima callejero de confrontación aguda para llevar la exasperación de la población hasta un punto de no retorno. Las bandas armadas de Patria y Libertad se encargaron de sembrar el terror y de azuzar la insurrección burguesa mediante sabotajes y asesinatos. Una ciudadanía desesperada y atemorizada, según esa estrategia, podría aceptar pasivamente una solución de fuerza, sin importar las consecuencias. Así ocurrió.
El guión de la derecha insurreccional de Chile del 73, incluyendo la injerencia norteamericana que ha aportado más de cien millones de dólares en el último periodo a la oposición venezolana, vuelve a reproducirse con notable similitud en la tierra de Bolívar. Sin embargo, han pasado más de cuarenta años y existen grandes diferencias. Juega a favor de los golpistas de la actualidad un sistema de medios de comunicación mucho más concentrado, controlado por los poderes hegemónicos. Las redes sociales, como Twitter y Facebook, crean el espejismo de la comunicación instantánea, pero en la práctica, la capacidad de monopolizar y uniformar los debates a escala masiva pasa por una red muy diferente. La línea la marcan las nuevas “multinacionales” de la prensa, como CNN o el grupo PRISA, articuladas a los periódicos de la Sociedad Interamericana de Prensa -enemiga histórica de los pueblos- y las estaciones privadas de radio y televisión, que actúan como simples correas de transmisión de sus contenidos. Ante ese devastador “poder de fuego”, las cadenas de emails o los twitts de los movimientos sociales no son más que armas de juguete.
A su vez, las agencias de inteligencia de Estados Unidos han perfeccionado el libreto golpista, llevándolo a un grado de sofisticación inimaginable en 1973. Basta ver lo ocurrido en Egipto y Ucrania para comprenderlo. Ahora, una nueva tecnología social y comunicacional es capaz de movilizar en cuestión de días a masas ultraviolentas -en cuyo seno actúan grupos adiestrados y bien armados-, convencidas de estar haciendo una revolución heroica, contra gobiernos débiles y confusos, pero electos democráticamente. El resultado del golpe siempre se repite: reinstala en el poder a los mismos corruptos y criminales que ya habían saqueado y destruido el país, con la aprobación de Estados Unidos y la Unión Europea. Por supuesto, los muertos los ponen los pobres y nadie se hace cargo del enorme costo que se ha de pagar por la inestabilidad generada.
No obstante, a favor de Venezuela bolivariana -en ruta al socialismo como ha reiterado el presidente Maduro-, juegan algunos factores que la hacen mucho más fuerte que la del Chile de Allende. La lealtad a las instituciones democráticas de las FF.AA. no parece tener fisuras. Ante la maniobra de desabastecimiento de alimentos, el gobierno ha logrado desplegar una cadena de distribución paralela a través de PDVSA y de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana -los Mercal- que permite paliar los efectos más perversos del boicot empresarial. La situación del pueblo venezolano no se compara a la de Egipto o Ucrania.
La base popular del chavismo se arraiga en una clara convicción de defender los logros alcanzados en esta última década, que han permitido a los venezolanos, a pesar de enormes dificultades, acceder a un nivel de vida más justo por medio de nuevos derechos, y a una dignidad nacional impensable bajo los gobiernos corruptos y violadores de los derechos humanos de los partidos Acción Democrática (socialdemócrata) y Copei (democratacristiano), hoy reducidos casi a la nada. La oposición venezolana cuenta con aliados en Chile, tanto en la derecha como en la Nueva Mayoría. Hay que recordar que el gobierno de Ricardo Lagos se apresuró a reconocer al fugaz gobierno golpista del empresario Pedro Carmona, que derrocó por unas horas al presidente Chávez en abril de 2002.
A diferencia de Chile de 1973, Venezuela cuenta con un importante marco de cooperación latinoamericano. El nuevo sistema de integración, tejido a diferentes niveles con el Alba, Mercosur, Unasur y Celac, constituye un baluarte en defensa de los procesos democráticos, por lo que los grupos sediciosos saben de antemano que no contarán con reconocimiento regional si recurren a la vía insurreccional.
Lula, el ex presidente de Brasil, tenía razón cuando despidió a su amigo Hugo Chávez con estas palabras: “Las personas no necesitan estar de acuerdo con todo lo que Chávez decía. Tengo que admitir que el presidente venezolano era una figura polémica, que no huía del debate y para el cual no existían temas tabús. Es necesario admitir que, muchas veces, yo creía que sería más prudente que él no intentase hablar sobre todo. Pero esta era una característica personal de Chávez, que no debe, ni de lejos, ofuscar sus cualidades (…) nadie mínimamente honesto puede desconocer el grado de compañerismo, de confianza y de amor que él sentía por la causa de la integración de Latinoamérica, por la integración de Suramérica y por los pobres de Venezuela. Pocos dirigentes y líderes políticos, de los tantos que conocí en mi vida, creían tanto en la construcción de la unidad suramericana y latinoamericana como él”.(1)
Por esto resiste, y resistirá Venezuela. Mientras Chávez se mantenga en la memoria de su pueblo, nada ni nadie podrá aplastarlo.
PF
(1) Luiz Inácio Lula da Silva. “Latin America After Chávez”. The New York Times, 6 de marzo de 2013.
Editorial de “Punto Final”, edición Nº 799, 7 de marzo, 2014