América Latina es un subcontinente en desarrollo, y en muchas regiones, sub-desarrollado. ¿Cómo salir de ello? Primero, entendiendo las causas del sub-desarrollo, y las dos mayores de ellas son las viejas desigualdades sociales heredadas del colonialismo, y la dependencia económica de la gran potencia capitalista del norte.
Esto ya lo sabían muy bien muchos economistas nuestros de los años 50, como el argentino Raúl Prebisch, que elaboró una acabada tesis sobre desarrollo basado en la independencia económica y en la integración latinoamericana; en otras palabras, el mismísimo sueño de Bolívar. En verdad, la economía estadounidense, global y complejísima, puede funcionar gracias a los leoninos sistemas de intercambio comerciales y financieros con los países más débiles, en cuyo esquema el imperio saca la mejor parte. Pero, ¿qué pasa cuando un país en vías de desarrollo, aislado de sus congéneres regionales, decide tomar otro rumbo? Vale decir, ¿si elige la independencia de la metrópoli, nacionalizando sus riquezas básicas y negándose a aceptar las reglas del juego impuestas por ella en materia de intercambio? Más todavía, si, además, ¿realiza cambios constitucionales internos que garanticen la igualdad social? Pues, entonces el imperio interviene, y su aliado es la clase dominante interna.
Hasta hoy, todavía, a pesar de la mar de evidencias y confesiones explícitas del propio imperio, hay gente en Chile que sostiene que el derrocamiento del gobierno de Salvador Allende no fue sino un asunto interno del país. En estos instantes, al igual que lo que sucedió en Chile en 1973, hay pruebas documentales que Estados Unidos está promoviendo la caída del gobierno constitucional de Venezuela, tal como lo hizo en Chile. La forma de acabar con un gobierno por la vía legal es muy simple. Se trata de una acusación constitucional del Parlamento con ese fin, como la que se hizo contra el gobierno de Helmut Schmidt en Alemania, en los años 80, y poco antes, con aquella que provocó la estrepitosa caída de Richard Nixon en Estados Unidos. Para cursar esa acusación, es preciso alcanzar una mayoría parlamentaria, normalmente de dos tercios. Pues bien, a diferencia de los casos Schmidt y Nixon, la ilegalidad del golpe de estado de Chile es indiscutible, puesto que la oposición de la coalición que formaron la derecha y la DC, unidas, no consiguieron esa mayoría, y eso que para conseguirla, no trepidaron en crear una atmósfera de violencia interna y de desabastecimiento de los productos básicos que llevaran masivamente al pueblo a apoyar a sus candidatos hasta obtener los dos tercios de los votos del país en las elecciones parlamentarias de marzo de 1973. No lo consiguieron en Chile, y tampoco lo han conseguido en Venezuela.
El penúltimo recurso, ilegal por cierto, es usar a las Fuerzas Armadas. Lo consiguieron en Chile, pero NO en Venezuela.
Luego, sólo falta el último: la intervención militar imperial. Muchos países de América Latina ya han sufrido esa experiencia, y el ex – candidato presidencial republicano, John Mc Cain, ya la está promoviendo. Dijo hace unos días, “hay que estar preparados con una fuerza militar para entrar en Venezuela y garantizar el flujo petrolero hacia Estados Unidos, velando por nuestros intereses globales.” ¿Qué tal?