El Diario Ilustrado, que pertenecía al Partido Conservador, se ubicaba en la actual Intendencia de Santiago, frente al balcón de La Moneda. En la década del 20, tenía un poderoso equipo periodístico: su director era mi abuelo, Rafael Luis Gumucio Vergara, y secundado por el caricaturista Jorge Délano Cocke y el columnista Jenaro Prieto. Las caricaturas y bromas de este Diario desesperaban al entonces demagogo Catilina, Arturo Alessandri Palma. Para don Rafael Luis Gumucio, el León de Tarapacá era una mezcla de italiano y payaso; un día don Arturo se quejaba ante don Rafael, que era cojo de nacimiento, de ser acusado de ladrón como cualquier político actual. El interpelado le respondió “que no se preocupara, pues a mí me dicen cojo”.
El día de toma de posesión de Alessandri, don Rafael Luis insultaba, desafiante, a la turba alessandrista. Una piedra dio en su frente y comenzó a sangrar profusamente; Alessandri envió al más derechista y neurótico de sus hijos, Jorge, a solicitar a mi abuelo que no siguiera provocando, pues no podía asegurar su integridad. El 11 de septiembre de 1924, el equipo del Diario Ilustrado estaba feliz por la caída del demagogo. Don Jenaro Prieto reconvino a mi abuelo recordándole que como era cojo, no había hecho el Servicio militar y no conocía la brutalidad de nuestros “valientes soldados”. Desde ese día, Rafael Luis Gumucio, padre espiritual de la Falange, rechazó por principio toda intervención militar. Lamentablemente, otro 11 de septiembre de 1973, sus hijos putativos Eduardo Frei Montalva y Patricio Aylwin, entre otros, olvidaron tan bella lección de democracia; sólo los hombres y los demócratas cristianos en particular, cometen dos veces el mismo error.
Jenaro Prieto publicó varios libros pero el único que pervive es El Socio, inspirado en una corta pasada por la Bolsa de Comercio de Santiago. Julián Prado, el protagonista de la novela, era un corredor de propiedades fracasado; amargado y a punto del suicidio decide inventar un socio con nombre británico y, como a los chilenos les gusta todo lo extranjero, el socio ficticio se hizo rico rápidamente. Al igual que los personajes de Pirandello, Seis personajes en busca de autor, el ser ficticio termina amargando la vida del real, incluso, enamora a su esposa. Apenas Julián lo mata, se arruina y viene el desprecio de toda su familia. ¿No habría ocurrido algo similar con Augusto Pinochet? ¿No la habrá matado Daniel López y otros tantos personajes creados por su ardiente imaginación? No vaya a ocurrir que la fanática señora Gallardo, famosa enemiga de los vidrios, deje flores frente a la animita de Daniel López, o que el guatón Moreira se le ocurra colocar en la sede de la UDI un retrato del colorín inglés, con ojitos azules, algo parecido al colorín Zaldívar o al ahora militarista Jaime Ravinet. Los únicos que no tienen imaginación pirandelliana son los serios jueces de la Corte de Apelaciones que no creen en los múltiples seudónimos de nuestro demoníaco finado. ¿Por qué será que supuestos ateos marxistas son tan buenos cultores de Satanás?
Las columnas que comentamos ahora abarcan desde 1920 a 1945, un rico período histórico donde ocurrió de todo: el triunfo de “Cielito lindo”, en 1920; el golpe de estado, en 1924; la dictadura de Ibáñez, (1927-1931); dos Repúblicas socialistas, en 1932; el Frente Popular, en 1938, y los gobiernos del “cucharón” radical, en 1952.
Fue una especie de neoliberal anticipado, con la sola diferencia de que odiada a los militares, tanto como al Estado y la burocracia. En sus columnas se ríe de los nuevos académicos de Lengua: Arturo Alessandri y Eleodoro Yánez. el primero tan bueno para el garabato, como el nunca bien ponderado humorista actual, Gabriel Benni, ambos hijos de la Bella Italia; el segundo, siútico y pillín, que aún no me explico por qué una calle lleva su nombre.
Como hoy, existían siempre los operadores políticos, pero eran Larraínes, Errázuriz, y no negritos como el famoso Farías del PPD. En 1925 se instala, en El Ilustrado, un censor de prensa, un militar muy malo para llevar a cabo los monstruosos ejercicios pero que pretendía ser versado en la república de las letras. Aún no me explico por qué los militares envían, como académicos y agregados diplomáticos, a aquellos que son más incapaces para las más duras artes marciales. Prieto se burla del censor, sosteniendo que las limitaciones a la libertad de prensa son muy útiles: “¿Por qué será que ningún diario ha reclamado de la censura?… Qué rico es escribir y no ser desmentido, no hay riesgo de querellas por injurias y calumnias, todo el mundo alaba al Gobierno y demás autoridades, y está feliz”. Hoy no hay censura, ni previa, ni posterior, pero basta con retirar el avisaje de los Diarios para que mueren como piojos, de pura miseria, como ha ocurrido con Fortín Mapocho, La Época, Siete, Análisis y Cause. Cómo nos hace falta periodistas de la altura de don Jenaro Prieto.
Prieto escribe, indignado, pues ha participado en las múltiples conspiraciones del Chile de los años 20, sin lograr ir a prisión si hubiera fracasado, o un Ministerio, si triunfara. “Conspiré con Catilina, contra Juan Luis Sanfuentes (1919), contra Alessandri Palma, (el 11 de septiembre de 1924), a favor de Alessandri, (el 23 de enero de 1925); contra Alessandri, nuevamente, en febrero del año siguiente, y aún estoy libre, pero no alcancé ningún ministerio. Qué gente más mal agradecida!”
Cuando se levanta la censura, le escribe una carta de agradecimiento al capitán Alejandro Lazo. En esa misiva lo llama el de “la tornada espada, de la tijera afilada, y el censor afán…” Prieto simula ser amigo del príncipe de Gales, quien en esos tiempos visitaba Chile. En una carta le cuenta que “cuando el presidente quiere ser emperador, le basta cambiar la Constitución”, algo parecido podría hacer la reina Michelle Bachelet, aunque no lo necesita, porque ya lo es gracias a la Constitución de 1980. Chile es el único país donde las Constituciones se aprueban con simple minoría: así ocurrió con la de 1925, que obtuvo un 42% de los votos. Para qué decir de la de 1980 y sus reformas posteriores.
Jenaro Prieto era bastante anticuado en sus gustos literarios: le molestaba la poesía moderna, en especial, las Odas volcánicas nerudianas. Cuenta que vendió un cuadro modernista en varios millones de pesos, simulando que era de Picasso. No podía soportar a Marcel Proust, renombrado autor de la época, quien era capaz de escribir tomos enteros, donde relataba el depósito de una magdalena dentro de una taza de té. Proust es el rey de los detalles: se fija en los olores y sabores y repite cuentos de los nobles acerca de sus criados, y de los criados sobre los nobles. Mi madre era una proustiana fanática: publicó, incluso, un libro, El mito proustiano. Yo, como yo no asistía a clases, con mucha razón, al aburrido colegio de curas, me sacaba las peores notas del curso. Por tal razón, estaba condenado a los trabajos manuales para los cuales soy infra dotado. Un buen día, aún siendo niño, decidí leer toda la biblioteca de mis padres, entre ellos, En busca del tiempo perdido. No entendí nada pero fue la base para convertirme en un idiota devorador de libros que me tiene tan pobrete como siempre y, a ustedes lectores, convertidos en pacientes ojeadores de mis locas columnas.
En 1928, en plena dictadura de Carlos Ibáñez, Jenaro Prieto para evitar al censor llama a Chile “Tontilandia”. Yo, como empedernido copión para no olvidar a tan ilustre autor, lo denominé Estupidilandia. Al fin y al cabo, mi plagio no es tan grave, pues quienes creen en la inmortalidad dicen que “la muerte es el olvido”. El día nacional de Tontilandia es el 28 de diciembre, día de Los Inocentes y los Tontilandeses están felices porque los jerarcas les meten la mano al bolsillo y no creen que Daniel López le robó más de 30 millones de dólares. Son los únicos que están contentos con la negativa del Banco asiático acerca de la existencia de lingotes de oro del finado Pinochet. También se creen las encuestas del diario La Tercera y los balances de los Bancos. Todos con el mismo deber y haber prodigios de la contabilidad.
Según Prieto, “la enfermedad de Tontilandia es el bostezo”, razón por la cual ven, con fruición, los programas de realities y las crueles, destructivas y aburridas copuchas de la farándula. Están convencidos que Kenita Larraín ha dormido con cuanto jugador de fútbol y otros deportes se le pone al frente; son los únicos que se ríen con los chistes verdes de la diva, Cecilia Bolocco, y creen que el dandy Cristóbal Foxley obtuvo varios títulos universitarios en Estados Unidos y en Europa, que es todo un aristócrata y no un chanta.
Jenaro Prieto era un insolente con los héroes nacionales: en una columna sostiene que Arturo Prat era un rotario inconsciente “miren que preocuparse de que si ha almorzado la gente, sólo segundos de que nuestros héroes pasen directo a la inmortalidad”. Es que con la guatita llena no andarán pidiéndole a San Pedro un ceviche peruano. Capaz que el chauvinista turco Tarud se querellara contra Genaro por injurias y calumnias a nuestros héroes.
En la columna llamada “El congreso ideal”, Prieto se burla del parlamento, designado entre el presidente Ibáñez y los jefes de Partido: “estos diputados termales no tienen ningún compromiso, ni clientes, ni cargantes electores, ni tienen por qué visitar sus Distritos; a quién le debe Ud. su elección? A Bermúdez, responde el diputado…” Poco ha cambiado en Chile desde el congreso termal hasta nuestros días. ¿A quién le debe Eduardo Frei Ruiz-Tagle y Andrés Allamand el cargo de senador? ¿A quién le deben el cargo de diputado, si los nombró a dedo el jefe del Partido? ¿Por qué no eliminamos las elecciones y la rendición de gastos, que tantas desgracias ha traído y sorteamos, como en el Kino, diputaciones y senadurías, al fin y al cabo son todas vitalicias?
Según Prieto, el Estado se presta para todo: vende cigarrillos, seguros de toda índole, pescado, negocia letras y aspira a convertirse en Estado cocinero en el sentido de querer organizar la dieta de los chilenos. El parlamento de Tontilandia se llama “el dietario”: los diputados, cada vez que hablan meten la cuchara en las ricas sopas fiscales. Jenaro Prieto fue elegido diputado por un solo período, como debiera ser en la actualidad. No propuso ningún proyecto de ley ni intervino nunca; lo suyo era escuchar, observar y escribir. Se justificaba sosteniendo que si tres personas son muchas para escribir una carta, qué pasaría si los 140 diputados quisieran hablar en cada proyecto de ley, que tiene, por lo menos, 150 artículos; eso sí que cobraba su dieta religiosamente. Qué se extrañan si los diputados desaforados por el caso coimas, y otros, no pierden el derecho a la dieta! En jauja hay jubilados y tontos contribuyentes.
En 1938, el ex dictador Carlos Ibáñez del Campo, no contento con haber destruido el país, se vuelve a presentar de candidato a Presidente, (qué hubiera pasado si Pinochet no hubiera muerto, capaz que hubiera sido candidato a diputado de la UDI, ante el regocijo del guatón Moreira, afortunadamente, la “pelada”, esta vez, fue implacable). Según Prieto, el candidato Ibáñez propone un programa “líquido”: agua, leche y bencina, en vez de “pan, techo y abrigo”, de Pedro Aguirre Cerda. Nada ni nadie escapa a la mirada crítica de Genaro Prieto: el Estado, la burocracia, ni personajes como Carlos Ibáñez, Arturo Alessandri, Pablo Neruda, el comodoro Arturo Merino Benítez – que nadie se explica por qué dio su nombre al principal aeropuerto del País, cuando era el rey del oportunismo, hecho sólo explicable por la presión de los aviadores. ¿Por qué no se llamará Marmaduque Grove, Pablo Neruda, Gabriela Mistral o Salvador Allende? ¿Cuándo los ociosos parlamentarios socialistas harán algo a favor de sus héroes olvidados?