La derecha siempre ha sido partidaria del orden, pues lo necesita para garantizar el fetiche de la propiedad privada frente al ataque de los desposeídos o de quienes desde tiempos milenarios luchan por la igualdad entre los hombres. Alfredo Joselyn-Holt, en su libro El peso de la noche, escribía sobre el orden precario. Nuestro connacional está en búsqueda permanente del orden: está siempre amenazado por el desorden de los terremotos, sequías e inundaciones y sabe que el orden es efímero y el miedo lo hace aferrarse a él. Relata en este ensayo que Benjamín Vicuña Mackenna construyó un mirador, en el Cerro Santa Lucía, para observar desde esa altura el movimiento de los “rotos” de la Chimba que, según los oligarcas, siempre amenazaban la fortaleza del centro de la ciudad, rompiendo la placentera vida de los ricachos. Los dueños de fundo pactaban con los cuatreros para evitar ser asaltados, según el relato de Martína Barros.
Los chilenos siempre han preferido a los personajes autoritarios y de orden, como Portales, Manuel Montt, Andrés Bello y, en época más reciente, Carlos Ibáñez, Augusto Pinochet y Ricardo Lagos; les gusta los mandones y machos gritones; no han tenido la misma suerte los rebeldes: los hermanos Carrera, Francisco Bilbao, Miguel Enríquez, y otros, que son seres alocados y creativos, que ponen en peligro el amado orden en busca de un mundo mejor.
Gabriela Mistral, en una prosa famosa, alaba al casi extinguido ciervo huemul, que hace parte de nuestro escudo nacional y preferimos al ave carroñera, el cóndor; no nos agrada el huemul, grácil y pacífico, sino el degustador de cadáveres, el cóndor. Al fin, esta gran ave andina ha sido transformada en una caricatura, el Condorito. Los historiadores conservadores han hecho una verdadera apología de la guerra y los militares: para Mario Góngora, desde la Colonia hasta el siglo XIX, la historia nacional está plagada de guerras, por eso el Estado inventó el país.
En la guerra de Arauco Chile era el Flandes indiano, pero nuestros antepasados – primeros habitantes del país, siempre triunfaron en base a guerras desordenadas contra el orden del ejército de los peninsulares. Los jesuitas constituían una orden estrictamente jerárquica, una especie de ejército vasco, sin embargo, cuando fueron expulsados por Carlos III, desde el exilio inspiraron nuestra independencia: del orden pasaron a la rebelión. Poco se ha estudiado el aporte de los cronistas y teólogos de la orden ignaciana en las ideas avanzadas de la independencia.
Ingenuamente creía yo que la izquierda chilena representaba la rebelión, la lucha por la igualdad, la búsqueda de mundos mejores; sus militantes eran los inconformistas, los constructores de utopías, los incómodos con el orden actual, pero confieso que me equivoqué rotundamente: hoy son los gendarmes del orden, los conservadores que quieren que nada cambie, aquellos que creen que su poder es permanente y, prácticamente hereditario; la igualdad fue sacrificada al orden neoliberal.
La forma de conservar este orden precario no ha sido nunca la razón, sino la fuerza: Portales desterró y fusiló a sus rivales; Bulnes, ese huasamaco de vientre abultado, persiguió y aniquiló a Francisco Bilbao, Santiago Arcos y a los artesanos de la Sociedad de la Igualdad; así suma y sigue: Manuel Montt no dejó títere con cabeza y se dio el lujo de triunfar y aniquilar a cuanta persona no pensara como él. Su hijo Pedro y el ministro Rafael Sotomayor, mataron por matar, en Santa María de Iquique, en 1907. Ni hablar de la brutalidad de Carlos Ibáñez y de Pinochet. Este es el orden de la famosa ave carroñera, de que hablaba Gabriela Mistral.
Emmanuel Mounier escribía sobre el desorden establecido, para referirse al capitalismo. Es que hay un orden que sólo conduce al desorden, como lo hemos comprobado en estos últimos tiempos. Si el orden se basa en la Constitución espurrea, las leyes dictadas por la última dictadura, la reproducción de las castas y el saqueo al Estado, termina por convertirse, para usar la idea del filósofo francés, en un desorden inaceptable. Si el orden es pura fuerza y no participación y convicción, en una democracia carece de sentido.
No sé si hay algo más ordenado que los cementerios y, posiblemente, sólo les aventajan las pirámides, construidas por aquel pueblo hierático, cuyo imperio duró miles de años en la inamovilidad. Si se visita Pére Lachaise, en París, La Recoleta, en Buenos Aires, el Cementerio General, en Santiago, y otros, encontraremos a tantos escritores rebeldes, como Émile Zola, Víctor Hugo, y tantos otros y en distintos países y tiempos, vociferaron y denunciaron injusticias, hoy están callados y ordenados en sus tumbas. A esta disposición casi perfecta se le llama el orden de los cementerios: “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”. Pareciera que Dios fue cadete, como el ministro Vidal, pues en las misas de difuntos los oficiantes repiten que el alma será recibida por los arcángeles, una especie de coroneles del Dios de los Ejércitos y por los mártires, que son los gladiadores, engullidos por fieras salvajes.
Este es el orden chileno, más fuerza que razón, más fraude electoral -como la intervención estatal, el cohecho y el sistema binominal– que verdadero diálogo y entendimiento democrático. Somos ordenados de puro terror al cambio y a perder el poder; es un orden negativo, nacido del miedo y no de la creación de nuevos mundos, por eso la oligarquía siempre ha odiado a los rebeldes, a los incómodos, a los locos, a los inquietos, a los creadores.