Por lo que he visto en la televisión chilena estos días, el Transantiago, el sistema de transporte público en la capital que se suponía iba a revolucionar el modo de movilizarse y poner a la metrópolis en la liga de las ciudades modernas, ha cumplido siete años.
Siete años que en verdad han sido más bien un dolor de cabeza para sus usuarios y ha penado a tres diferentes gobiernos, el de Ricardo Lagos que lo planificó, el de Michelle Bachelet que lo implementó, y el de Sebastián Piñera que simplemente lo heredó y que, la verdad de las cosas, no le introdujo cambios mayores. Ahora Michelle Bachelet, en su nuevo mandato, tendrá que lidiar con el tema nuevamente, para bien o para mal.
Por cierto que hay que comenzar por decir que lo que existía antes del Transantiago era un sistema de transporte sin ningún diseño racional, caro, caótico y con vehículos que ponían en riesgo a pasajeros y conductores; el sistema introducido en 2007 intentó resolver esos problemas creando una red que integrara buses y metro y que además profesionalizara realmente el trabajo de los choferes al darles un sueldo fijo y no forzarlos a competir por pasajeros como era bajo el barbárico sistema de remuneración basado en el boleto cortado.
Si ha de hacerse un balance del sistema entonces hay que empezar por decir que lo bueno que tuvo fue tener a choferes pagados con sueldo estable, en segundo lugar una estandarización de los recorridos y flotas de buses incluyendo su apariencia y—lo que al final fue lo que trajo un mayor impacto—una racionalización de los recorridos.
Al mismo tiempo sin embargo, el Transantiago tuvo una enorme falla de nacimiento que conspiró desde un comienzo contra su éxito: el haber sido creado sobre la base de operadores privados. En esto hay que ser muy claro, en ninguno de los países desarrollados el sistema de transporte urbano está en manos privadas, empezando por el centro del capitalismo mismo: Estados Unidos. Cualquiera que haya estado en Nueva York por ejemplo, constatará que los buses y el metro (subway se lo denomina allá) son operados por empresas públicas, en ese caso específico por una autoridad metropolitana que comprende a los diversos municipios de la gran urbe. En Canadá son empresas públicas también las que operan los buses en sus grandes metrópolis, Toronto, Montreal, Vancouver, Calgary o Edmonton. Nótese además que en la mayor parte de esas ciudades de la América del Norte el sistema de transporte público es subsidiado, ya sea por subvenciones federales o de los estados o provincias, según el caso. Esto por la simple razón que el transporte colectivo es considerado un servicio, como la salud o la educación, y por lo tanto el lucro no puede ser el motivo central del proveedor. Si así fuera, los buses circularían sólo a las horas cuando hay mayor demanda, o sólo atenderían a los barrios más poblados, una aberración que negaría la idea de servicio.
Irónicamente en Chile se intentó proveer un servicio eficaz, sincronizado y con recorridos racionalizados, pero se entregó su administración a empresarios privados que obviamente estaban motivados por el afán de lucro y que no tuvieron interés alguno en implementar el proyecto de esa manera. Un modelo híbrido condenado al fracaso y además altamente costoso para el Estado chileno. Como por lo menos hasta ahora parece que el lucro esperado no se ha producido, se ha llegado a una aberración aun mayor: el Estado tiene que periódicamente subsidiar a esos empresarios privados porque no obtienen las ganancias que esperaban. Al final, con el dinero que se ha transferido a esos empresarios privados bien se pudo haber constituido una empresa estatal como la antigua ETCE o haberse ensayado alguna forma de empresa regional o intermunicipal que se hubiese hecho cargo del transporte público a un costo menor y sin las taras que el transporte privado tiene, como irregularidad en las frecuencias, retención de buses en las horas de menos demanda, pobre infraestructura en los terminales para los trabajadores, falta absoluta de horarios previsibles para los pasajeros, etc.
Cabe recordar que cuando el Transantiago hizo su desastroso debut el entonces senador Eduardo Frei Ruiz-Tagle planteó la posibilidad que el servicio fuera estatal, idea que no volvió a mencionarse ya que alguien recordó que la constitución actual prohibiría al Estado asumir nuevas funciones empresariales. De ser así esto sería un argumento más a favor de darnos una nueva constitución y de debatir el carácter que debiera tener el transporte público en tanto servicio, en una asamblea constituyente.
Es posible también que haya habido otros factores que intervinieron en dejar el transporte en manos privadas, por un lado aparentemente algunos personeros de la entonces Concertación se involucraron en el negocio del Transantiago (de ser así ojalá que ninguno de ellos de pronto aparezca como designado a la Subsecretaría de Transportes o algo así). Aunque también pudo haber primado esa suerte de temor a ser tildado de “estatista” que empezó a afectar a muchos especialmente en la izquierda concertacionista. Muchos de ellos parecían querer actuar ahora de modo de borrar ese “pecado de juventud” de haber querido o haber sostenido que el Estado asumiera un rol importante en la economía del país, y para borrar ese pasado se convertían ahora en fervientes creyentes en que el mercado y le empresa privada deberían operar estas cosas. Al fin de cuentas si habían de hacerse los desentendidos frente a la privatización de la salud, la educación y la previsión, mal podía esperarse que trataran el transporte colectivo de un modo diferente.
¿Qué es lo que debiera hacerse entonces? Para empezar hacer del transporte colectivo un servicio público, esto es operado ya sea por una empresa del Estado central (como era la antigua ETCE), por empresas intermunicipales en el caso de áreas urbanas donde hay varios municipios como sería el caso de Santiago, Valparaíso y probablemente Concepción, por empresas regionales que pudieran ser subsidiarias de una empresa estatal central (como es Merval respecto de Ferrocarriles del Estados por ejemplo) o por empresas regionales o municipales autónomas. En cualquier caso y de todas maneras, el transporte colectivo urbano requerirá de fuertes subsidios de parte del Estado central, sobre eso no hay que hacerse ilusiones, un servicio eficiente significa ponerle buses a barrios aislados con pocos pasajeros potenciales, significa proveer un servicio nocturno que servirá también a menos usuarios que el servicio diurno, significa además hacer inversiones en material rodante de calidad, durable y seguro, en sueldos y facilidades decentes para los choferes y demás trabajadores del sistema, y eso no es barato, pero prácticamente todos los países desarrollados, incluyendo al propio Estados Unidos, aceptan ese modelo y nadie cuestiona que proveer ese servicio de calidad significará subsidios estatales, como los hospitales y las escuelas de calidad, no hay manera que un transporte colectivo de buena calidad se autofinancie.
Como señalaba con anterioridad, en mucha gente, incluso de izquierda, se ha instalado una suerte de temor por el “Estado empresario”, en verdad un rechazo estimulado por la derecha pues en un estricto sentido, en el Chile previo a la dictadura numerosas empresas estatales eran altamente eficientes, Ferrocarriles del Estado en su época de oro movilizaba pasajeros desde Iquique hasta Puerto Montt y lo hizo bien hasta cuando los gobiernos empezaron a quitarle apoyo y financiamiento. La ahora difunta Empresa de Transportes Colectivos del Estados (ETCE) proveía un servicio altamente eficiente en Santiago, Valparaíso, Concepción y Antofagasta, si bien su flota fue siempre minoritaria frente a la agresiva presencia de los microbuseros privados. Al menos en materia de transporte, tildar al Estado de ineficiente es una falacia que el neoliberalismo por cierto se ha ocupado de remarcar, en los hechos lavándole el cerebro a la gente. Si no ¿por qué en los mayores países capitalistas es la empresa pública la que moviliza a la gente?
¿Y qué es un transporte colectivo de calidad? Por de pronto, uno que sea fiable, que no suceda que para el usuario el tomar un bus sea poco menos que un hecho de buena fortuna como ganarse la lotería. Todos los recorridos deben tener un horario el que se publicará en las principales paradas y—por supuesto—esas frecuencias deben ser respetadas y reguladas. Los recorridos deben tener cierta racionalidad, por ejemplo es un absurdo que en Santiago haya buses que van de Peñalolén a Pudahuel o de La Granja a Huechuraba. En sus inicios el Transantiago efectivamente acortó los recorridos pero eso provocó problemas porque los pasajeros tenían que esperar mucho rato para hacer trasbordos. La idea de acortar los recorridos es sin embargo una idea muy lógica, un bus que tiene que cruzar toda la ciudad puede tomar más de una hora en hacerlo lo que afecta su frecuencia u obliga a doblar o triplicar la flota de buses. Los recorridos extremadamente largos hacen el sistema completamente ineficaz. Pero claro, el problema es qué sucede con los trasbordos. La experiencia de otras partes del mundo indica que en esto es cosa de costumbre y al final la gente no rechaza la idea de hacer un trasbordo, después de todo con la introducción de la tarjeta de pago electrónica uno paga una sola vez, sino que lo que la gente repudia—y con toda razón—es llegar a su punto de trasbordo y encontrar que una vez allí tiene que esperar media hora o más para tomar el bus que necesita, si es que éste no viene muy repleto y no toma pasajeros. Un sistema racional entonces debe asegurar que en cada punto de trasbordo la espera por el bus sea razonable (en algunas ciudades de Canadá por ejemplo, puede ser cinco minutos en horas punta y un máximo de 20 minutos fuera de esas horas). Esto requiere una sincronización de recorridos que hoy en día no es difícil de lograr con el uso de programas computacionales.
Un buen sistema de transporte público debe contar además con pistas segregadas de circulación (algunas ya funcionan en la capital como son los casos de Avenida Grecia en Ñuñoa y Peñalolén, y Vicuña Mackenna en Santiago, pero es indudable que ellas deben multiplicarse para asegurar que los vehículos de la locomoción colectiva no queden atascados en el tráfico de la urbe. Por último un servicio de transporte público no puede ignorar otras facetas de su accionar como es el impacto sobre el medio ambiente. Ciudades como Barcelona y París han reintroducido el uso de tranvías eléctricos, por cierto en vías segregadas y con modernos vehículos, otras ciudades como Toronto en Canadá o Lisboa en Portugal nunca se deshicieron de ellos. Trolebuses transportan a la mayor cantidad de gente en la ciudad canadiense de Vancouver, y esos vehículos no contaminantes son también parte esencial del transporte en la ciudad francesa de Lyon y en varias ciudades suizas, un moderno sistema de trolebuses que hace la suerte de un metro de superficie cruza de extremo a extremo la ciudad de Quito en Ecuador. En Chile, en parte por ignorancia (los que creen que no pueden circular rápido o que se le van a salir los tomacorrientes a cada rato, lo que en verdad sólo sucede ocasionalmente) o por simple prejuicio (los que creen que es un sistema de transporte antiguo o pasado de moda), hay quienes descartan la idea de reintroducir trolebuses, en circunstancias que para una ciudad con el alto nivel de contaminación como es la capital chilena sería un medio de transporte ideal ya que por otra parte buses eléctricos autónomos (sin tomacorrientes) tienen limitaciones técnicas, como subir calles empinadas como sería en el caso de áreas en Las Condes, La Reina o Peñalolén (Santiago tuvo una extensa red de trolebuses entre 1947 y los años 70 cuando empezó a ser desmantelada por falta de conciencia ambientalista, los últimos troles corrieron en 1983 cuando la dictadura liquidó la ETCE, Santiago tuvo un corto renacer del servicio en los años 90 que fracasó por falta de apoyo gubernamental; trolebuses aun corren en Valparaíso, aunque siempre bajo amenaza de escasez de fondos).
Tomar el bus en Santiago es por ahora una suerte de aventura o un hecho librado a la suerte. Lo que no puede ser una aventura ni mucho menos una cosa dejada a la buena fortuna, es el desarrollo de una política de transporte público nacional, algo que por lo que sé no estaba mayormente mencionado en el programa de la Nueva Mayoría, pero que sin duda debe ser una preocupación importante del nuevo gobierno. Y por cierto no sólo en relación al Transantiago, sino que también en el resto del país. Medidas como hacer que los choferes de buses en todo Chile tengan un sueldo fijo, debería ser una prioridad para dignificar su trabajo, así como introducir una forma de pago de la tarifa por medio de una tarjeta electrónica. Ah, y ya que estamos soñando quizás un poco, la instalación en la conciencia de todos los involucrados: pasajeros, trabajadores y funcionarios públicos, que el transporte colectivo debe ser un servicio y no una fuente de lucro para unos cuantos empresarios que además viven a costillas de los subsidios estatales.