‘La vida de Adèle’ evidencia lo normal y natural que puede llegar a ser una relación homosexual.
De repente, después de sutiles coqueteos, de juegos previos, de tropezarse una y otra vez con la incertidumbre, los temores y los señalamientos, Adèle, de 17 años, decide tajar sus miedos; decide dar un paso más junto a Emma y lanzarse a hacer descubrimientos. A simple vista el resultado es una polémica escena —explícita, real, auténtica— llena de caricias, besos y desnudez femenina, donde el sexo entre dos mujeres, en principio una delicada muestra de erotismo, se transforma en un acto natural, humano, que nos obliga a quitarnos de encima cualquier pizca de pudor. Que nos exige dejar atrás todos nuestros prejuicios.
Así es ‘La vida de Adèle’, aquella elogiada película que hace una semana llegó a Colombia antecedida por su gran éxito en el Festival de Cannes (Palma de oro y selección del Jurado de la crítica internacional). Así son esos diez minutos que a muchos, por no asumirlos como parte de una cotidianidad, se les antojan estremecedores y perturbadores.
Pero, justamente, lo que pretende esa autenticidad es no serle fiel a un imaginario que aún no logramos vencer. Lo que quiere es dejar de lado el morbo y evidenciar con simpleza cómo es el sexo entre dos mujeres: tal y como puede llegar a ser en una pareja heterosexual. Porque este no es, de ninguna manera, —como diría un concejal— un episodio de ‘inmoralidad’. No. Es la más honesta, clara y verídica muestra de un fragmento de amor.
Son tres horas que, más allá de las escenas que causan controversia, de la sensualidad de sus primeros planos, de la audacia de sus protagonistas (Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux) y del ingenio de Abdellatif Kechiche, su director, simbolizan un fiel testimonio de la realidad. Son un relato intimista de cómo, en esa búsqueda de identidad sexual, transcurre la juventud del personaje principal.
Su vida —la de la colegiala Adèle— está atravesada por las dudas, la inseguridad y los miedos que implica verse, en plena adolescencia, distinta a sus amigas y a su familia. Y ello no puede causar otra cosa que frustración, desencanto y soledad.
Y al hallar que no son los hombres sino su mismo género el que la seduce, al revelársele Emma —de más de veinte, artista y de pelo azul— como una atracción, su destino toma un rumbo que no es otro distinto al que nos enfrentamos todos cuando decidimos asumir una relación emocional. Uno donde son frecuentes las ansias, la alegría y el deleite; donde sentir tristezas, traiciones, desencanto y vacilaciones, es apenas normal.
Todo en un contexto en el que es imposible eludir, como le sucede a Adèle, los convencionalismos de su familia, la educación milenaria temerosa de tabús y resistente a la diferencia.
Por eso es que esta película, que —en palabras de Kechiche— pretende hacer emerger la idea de belleza, no puede llegar en un mejor momento. Uno en el que el debate sobre el matrimonio gay cobra fuerza en el mundo: mientras unos intentan alcanzar condiciones de igualdad, otros luchan por prohibirlas y evitarlas.
Un momento donde todavía está latente la homofobia; donde apenas suman un poco más de quince las naciones que aprueban el casamiento y otras setenta, junto a Uganda, que hace unas semanas aprobó una ley que da cárcel e, incluso, cadena perpetua, lo criminalizan.
Con este, ya son, por dar un ejemplo, 38 los estados africanos, donde las relaciones homosexuales son una falta inadmisible. Igual sucede en Arabia Saudita, Irán o Bangladesh, donde los castigos van desde latigazos hasta pena capital.
Aunque claro: es posible que Adèle y su vida y su actuación no logren nada más allá de ser una buena película. Es muy probable que tan solo pase a ser una gran narración que cause un mínimo efecto en la audiencia y solo a algunos pocos conmueva o en otros genere resistencia. Es, de hecho, factible, que apenas logre, por el asombro, hacer resonar y rechinar sillas inquietas, mientras Adèle y Emma insisten en recordarnos una realidad que no debería sernos ajena.
*Redacción El Tiempo.com