Noviembre 23, 2024

Épocas optimistas y pesimistas

 

Al leer los diarios cuesta encontrar algún artículo optimista, con respecto a la realidad actual. De mi trabajo sobre “Obama y el destino manifiesto de Estados Unidos”, a mi nuera, Kristina Cordero, le atrajo la cita de la obra de una de las obras de Condorcet, que escribió sobre este País. Condorcet es el padre del optimismo histórico: creía en el perfeccionamiento permanente del espíritu humano; así lo reseñó en su libra principal, “Bosquejo histórico del progreso del espíritu humano”, (1794). En general, El Siglo de las Luces es uno de los períodos más optimistas de la historia de la humanidad.

 

Voltaire creía que habían existido tres grandes etapas en la historia humana: el Siglo de Pericles, extendiéndose hasta el Alejandrino; la República Romana y, el tercero, el reinado de Luís XIV; sin embargo, se burla “del mejor de los mundos posibles”, en “Cándido”. Sus novelas filosóficas están destinadas a caricaturizar al fanatismo, como la del famoso “Mahoma”. En el siglo XVIII, la labor de la Enciclopedia consistía en el combate a la infamia del fanatismo.

 

Esta línea optimista de Condorcet fue continuada, en el siglo XIX, por los socialistas utópicos; Saint Simon concebía la historia como un transcurso de épocas orgánicas y críticas. La economía y las luchas de clases eran factores determinantes en los procesos históricos. En este plano, Saint Simon inspiró a Carlos Marx y a Federico Engels. En la sociedad de castas las clases predominantes fueron los sacerdotes y los juristas y representaban lo más progresista de la época. En la nueva sociedad, surgida después de la Revolución Francesa, las clases progresistas estaban conformadas por los trabajadores intelectuales y manuales, los científicos, los ingenieros, los industriales y los banqueros. En la sociedad ideal de Saint Simon, predomina la planificación, y es dirigida por consejos newtonianos, el más importante de ellos estaba dirigido por los banqueros, hoy responsables de la crisis financiera más importante de las últimas décadas.

 

Auguste Comte, un discípulo de Saint Simon, creía que la historia humana había pasado por tres ciclos: el teológico, el metafísico y el positivo; en este último, la ciencia terminaría por liberar a la humanidad de la ignorancia, abriendo un largo período de perfeccionamiento humano. Al final del método dialéctico de Hegel, la historia termina en el Estado como expresión del espíritu humano. En cierto sentido, la visión de Marx, la sociedad sin clases, es el fin de la prehistoria.

 

Una serie de otros utopistas pensaron ciudades ideales, donde no existiera la propiedad privada y los hombres serían felices en armonía; es el caso de “la Icaria”, de Cabet, o los Falansterios, de Charles Fourier, conde los hombres se organizarían en base a armonías psicológicas, y el trabajo humano sería placentero, de sólo unas pocas horas, pues las labores pesadas serían reemplazadas por las máquinas; para Fourier, la competencia se diluiría en la armonía. Hay otros pensadores como Louis Blanc, que creían que el Estado, por medio de reformas, podría ser útil al proletariado por el hecho de ser la mayoria.

 

Todos los optimismos nacen de una visión positiva de la naturaleza humana, por el contrario, el pesimismo, como en el caso de Maquiavelo, considera al hombre como un ser banal, cruel y cambiante. Thomas Hobbes, en el Leviatán, cree en la lucha a muerte entre los hombres – “homo homini lupus est”- sólo la coerción por parte del Estado puede evitar el asesinato de unos contra otros.

 

El pesimismo histórico

A diferencia de la actualidad, en que los principales autores pesimistas son, en su mayoría, economistas – muchos de ellos Premios Nóbel- o grandes especuladores financieros, en los siglos XIX y XX fueron filósofos políticos o historiadores; los profetas de la decadencia, en el siglo XIX, estaban impresionados por el fracaso de la Revolución Francesa, que había terminado con el triunfo de la burguesía. Es cierto que hay críticas tanto de derecha, como de izquierda, respecto al fracaso de la Revolución Francesa; en el caso de la última tendencia se sigue una línea desde Graco Babeff hasta Augusto Blanqui, quienes consideraban que la Revolución Francesa no había sido lo suficientemente radical para instalar el reinado del proletariado.

 

En la crítica de derecha, quizás el más notable tiránico y reaccionario fue Joseph de Maistre; según I. Berlin, de Maistre en sus teorías anticipa al fascismo-nazismo, pues no sólo rechaza a la Revolución Francesa y el siglo XVIII, sino que también se remonta a Lutero y Calvino. Su triada predilecta es el Papa, el rey y, sobretodo, el verdugo, quien es imprescindible para la vida del hombre en sociedad; sin el verdugo, lo único que puede subsistir es la anarquía. En este plano, de Maistre es el padre de José Antonio Primo de Rivera, Donoso y Cortés, Francisco Franco, Rafael Videla, Augusto Pinochet, entre otros.

 

La sociedad del verdugo, de Maistre, nada tiene que ver con la crítica liberal de Tocqueville al “reinado de la chusma”, producto de la revolución Francesa, que generaría un despotismo de las masas. El conservatismo de Maistre pertenece a una corriente muy diversa a la de los críticos liberales, sin embargo, se han reencontrado neoliberales y conservadores en la derecha chilena que apoyó a Augusto Pinochet – una mezcla explosiva y totalitaria. Algo de ello hubo también en Hitler cuando logró aliar a los empresarios a su régimen. Por cierto, Hayek criticó al nazismo por estatista y no por dictatorial; cuando se refirió a Pinochet recurrió a una cita de Hobbes, diciendo que de esa manera se evitaba la anarquía.

 

En el siglo XX, el pesimismo histórico surge, en parte, del rechazo al complejo industrial militar y al capitalismo financiero del dinero. Uno de los historiadores más representativo del concepto de decadencia contemporánea fue Jacob Burckhardt quien rechaza, a la vez, la cultura masiva, la democracia, el complejo industrial militar y el reinado del dinero; como está incómodo en su Basilea natal, este autor huye para refugiarse en la investigación del mundo griego y del renacimiento florentino- a este último atribuye la construcción del Estado como una obra de arte-.

 

Oswaldo Spengler, autor de “La decadencia de Occidente”, es el filósofo de la historia que más ha influido en los historiadores conservadores chilenos: las concepciones de Alberto Edwards, Francisco Encina y, actualmente, Gonzalo Vial, son tributarias del decadentismo spengleriano. Para este autor, toda cultura se transforma en civilización; si bien pretende abarcar el oriente, su estudio se centra en la Alemania de entreguerras, fuertemente impresionado con la derrota y la rebelión de 1918 y la República Weimar, identifica la caída de Alemania con la “Decadencia de Occidente”.

 

Para Spengler todas las civilizaciones son como los organismo biológicos o las estaciones del año: tienen una infancia, adolescencia, vejez y muerte; un verano, primavera, otoño e invierno. A comienzos del siglo XX estábamos en plena vejez e invierno. Con razón, Thomas Mann exclamó, al morir Spengler, “ha fallecido uno de los más autoritarios pensadores”. Spengler siempre despreció la democracia, pero también al liberalismo y, sobretodo, al reino del dinero que caracterizaba a la cultura fáustica.

 

Anorld Toynbee estudió veintidós civilizaciones, muchas de ellas en esa época extinguidas; cada civilización debía dar respuesta a un desafío. En su obra hay religiones universales, proletariados internos y externos, que deben ser asimilados por las civilizaciones. Toynbee asistió al derrumbe del imperio británico y su pacifismo rechazaba el complejo militar e industrial. La potencia más dañina de la pos segunda guerra mundial era Estados Unidos, exclusivamente movilizada por un imperialismo económico y militar, cuyo fin predijo.

 

Desde 1950 hacia delante, las concepciones de la decadencia, desarrollada por los filósofos de la historia de la época, dejan de tener trascendencia para pasar a los temas de a angustia existencial, el problema de negritud, la independencia de los países coloniales, la guerra fría y el fracaso del estalinismo y, más actualmente, la ecología profunda y el desastre del calentamiento global.

 

Ya nadie duda, salvo que sea un neoliberal fanático, de que estamos viviendo el comienzo de una gran depresión cuyo fin no se visualiza a corto plazo, y el único recurso posible es intentar compararla con otras grandes depresiones, en los siglos XIX y XX. Las encuestas de venta de librerías demuestran el interés en adquirir literatura sobre los grandes economistas, especialmente seguidores de Keynes, biografías de Roosevelt o libros sobre la crisis de 1929-1939. A lo mejor estamos asistiendo a un renacimiento de una historiografía de la decadencia, ahora llevada a cabo más por economistas, que por historiadores.

 

Estoy consciente de que en la actualidad hay una nutrida, interesante y de distinta calidad u orientaciones sobre el tema, materia de este artículo. Como estamos viviendo al minuto un cambio histórico radical, que cambiará la forma de vivir y de ver el mundo – en el corto, mediano y largo plazo- reconozco mis limitaciones y la de los instrumentos que las ciencias sociales nos pueden proporcionar, cuyas capacidades predictivas son muy limitadas, he elegido quedarme en la descripción y análisis del pasado, más que en una visualización del porvenir. Ya lo viviremos y podremos analizarlo y estudiarlo.

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