Mientras veo el pimpón noticioso sobre La Haya recuerdo un viaje de hace unos años en bus directo entre Lima y Tumbes. Partimos de Lima a las dos de la tarde a bordo de un flamante Volvo de transportes Ormeño. A bordo, sólo cuatro pasajeros y dos conductores. A poco andar nos pusimos a conversar con el otro pasajero que viajaba solo, un criador de camarones de las afueras de Tumbes que lo hacía en bus por temor al avión.
Al resto del pasaje, una pareja que optó por un retiro silencioso al fondo de la cabina, no lo volvimos a ver hasta la mañana siguiente. Con el camaronero íbamos sentados en primera fila a ambos lados del pasillo hablando tranquilamente de historias pasadas y realidades presentes. La cercanía física inmediata con los conductores transformó la charla en asunto de cuatro ya antes de terminar de salir del taco limeño. A los peruanos les encanta la música, los conductores de Ormeño viajaban con sus casetes de música del país, Luchita Reyes y Zambo Cavero entre otros. Yo andaba con uno de Los Jaivas que llevaba de regalo a Idrovo y Napolitano en Quito. Escuchamos el sube a nacer hermano atravesando el desierto costeño peruano. Ormeño mantenía en aquellos tiempos, y espero que siga así, un respeto sin fisuras a la tradición en un viaje de largo aliento, consistente en detenerse en torno a una hora a comer y descansar en lugares señalados del camino. Al menos tres veces nos sentamos a la mesa, la última a las cinco de la mañana y así llegar tranquilos a desayunar a Tumbes a las ocho. He visto con los años que los profesionales de la carretera, partiendo por los camioneros, disfrutan el comer hasta el punto de convertir cada ocasión en una celebración. En aquel viaje compartimos y celebramos la mesa los cuatro desconocidos en cada uno de los tres restaurantes de la Panamericana. Estuvimos todos de acuerdo en que la integración entre nosotros además de necesaria es placentera.