Hace cuatro años recibí el llamado de un amigo para pedir mi adhesión a la candidatura de Juan Manuel Santos. Le manifesté que no era posible porque mi voto era para Mockus y pensaba que el país necesitaba abandonar la retórica de la guerra y la venganza. Santos representaba para mí la continuidad de un discurso energúmeno y polarizador, al contrario de las propuestas mockusianas, que apelaban a los símbolos, a la resistencia pacífica y a la educación.
La contundente derrota de Antanas me llenó de miedo y desesperanza. Hoy tengo 56 años. Desde que tengo memoria he visto a mi país sumido en la pobreza y no he oído hablar de otra cosa que de bandoleros, marimberos, esmeralderos, mafiosos, guerrilleros, paramilitares, alias, políticos corruptos, etc. Sentí que con la victoria de Santos el país se iba a hundir en otros cincuenta años de lo mismo: abandono y guerra y que la oligarquía y la casta de los hiperfavorecidos por la vida se iba a perpetuar de manera inapelable.
Sin embargo, desde su discurso de posesión, nos sorprendió a todos. Y el más sorprendido –cómo no– fue Álvaro Uribe. Ese día, el nuevo Presidente anunció que tenía la llave de la paz en el bolsillo y que estaba dispuesto a usarla. Al día siguiente radicó la ley de víctimas y de restitución de tierras y convirtió la búsqueda de la paz en su prioridad absoluta, sustituyendo la ‘seguridad democrática’ por la ‘prosperidad democrática’, convencido, como está (quiero creer que es así), de que sólo con la redistribución de la riqueza y de las oportunidades podremos garantizar una paz duradera, que no esté basada en las armas, sino en la justicia social y la dignidad para todos.
Muchos analistas han hablado hasta la saciedad de la capacidad camaleónica de Santos y muchos de sus antiguos copartidarios lo han tildado de traidor. Yo debo decir que creo en la capacidad del ser humano de evolucionar y reorientar su pensamiento. Desde el inicio, Santos se rodeó de un equipo de personas bien preparadas, que lo han tenido todo y que se pueden dar el lujo de hacer las cosas bien. Creo que la sensatez y la ponderación llegaron con Santos para sustituir al enervamiento y la crispación. Santos tiene la oportunidad no solo de pasar a la historia como un buen presidente, sino como un presidente bueno. Sin duda, es un ‘animal político’, pero creo que su pragmatismo exacerbado lo ha llevado a entender que la búsqueda del bienestar colectivo (lo que él llama “la prosperidad a través del ejercicio del buen gobierno”) es condición sine qua non, incluso para que su propia casta sobreviva.
Sé que este discurso en boca de un artista parece extraño. Es un lugar común pensar que los artistas, por naturaleza, debemos estar en la oposición. Es una función casi intrínseca de nuestro quehacer el desconfiar de las intenciones de quienes están en el poder. Pertenezco a la única oposición válida hoy en día en este país: la que se opone a otros cincuenta años de guerra, la que se opone a la violencia y a la lógica de las armas, la que se opone a los políticos y funcionarios corruptos, que son los verdaderos genocidas; la que se opone a ver más dolor y odio entre los colombianos.
Todo esto para decir que adhiero a la valiente búsqueda de la paz que ha emprendido este gobierno. Quisiera seguir contribuyendo con mi trabajo artístico y pedagógico a enriquecer el concepto mismo de prosperidad promoviendo, a través de una educación basada en el descubrimiento oportuno de las vocaciones, ‘una nueva noción de riqueza’, en una sociedad donde esta se mide por el ‘poseer’ y no por el ‘ser’ y el ‘hacer’… Invito a que apoyemos, desde nuestros radios de acción, este esfuerzo histórico y a que acompañemos los pasos que, con cautela y buen seso, se están dando para arrancar definitivamente la página de la guerra: solo así podremos escribir el nuevo relato de una Colombia en paz para todos.
Director del Colegio del Cuerpo