El grueso manto que ocultaba la realidad de la tortura ha comenzado a descorrerse. En ello ha influido, notoriamente, la condena de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) al Estado de Chile, por negar el derecho a la justicia a Leopoldo García Lucero.
Este hombre, que vive en el Reino Unido desde 1975, fue víctima de torturas reiteradas –en diversos recintos–, entre el 16 de septiembre de 1973 y el 12 de junio de 1975, fecha en que salió de Chile, gracias a un decreto del Ministerio de Interior.
La CIDH no castigó el delito de torturas en sí, si no el hecho que Chile no hiciera una investigación de oficio, pese a conocer lo ocurrido con García Lucero desde 1994.
Este ex prisionero había remitido -el 23 de diciembre de 1993– una misiva al estatal Programa de Reconocimiento al Exonerado Político en Chile, en la que narraba lo sufrido. Este ente estatal acusó recibo de la carta un año después.
Aunque, en octubre de 2011, la Corte de Apelaciones de Santiago acogió una denuncia de García Lucero y ordenó que se iniciara una investigación judicial por su caso, el tiempo transcurrido entre cuando fue informado de los hechos y comenzó el juicio –16 años, 10 meses y siete días– fue considerado demasiado largo por la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
“Debido a la excesiva demora en iniciar la investigación de las torturas, Chile es internacionalmente responsable por la violación de los derechos a las garantías judiciales y a la protección judicial”, señala el fallo condenatorio. El citado tribunal internacional ordenó a Chile continuar y concluir la investigación “dentro de un plazo razonable” y pagar la cantidad fijada por daño inmaterial (cerca de 20 mil libras esterlinas).
La memoria pertinaz
Este fallo condenatorio, en el caso García Lucero, ocurre en un momento de despertar de la memoria colectiva respecto del drama de la tortura. Ese fenómeno se desplegó, con fuerza nunca antes vista, en el contexto de la conmemoración de los 40 años del golpe militar. Numerosos programas de televisión abordaron esta temática. Víctimas de la tortura entregaron minuciosos detalles de lo sufrido. El País entero se enfrentó a una realidad que se mantenía oculta, bajo la alfombra.
Dos semanas antes del 11 de septiembre, se presentó en la ciudad-puerto de San Antonio el libro El despertar de los cuervos [Editorial CEIBO], del periodista Javier Rebolledo. El auditorio del nuevo centro cultural de esta ciudad –con capacidad para 500 personas– se repletó, y cientos quedaron afuera. El hecho causó conmoción, quizás porque –a pesar de haber sido una de las ciudades más afectadas por la represión política– sus habitantes nunca se han podido liberar del todo del yugo que significó haber sido sometidos por el entonces coronel Manuel Contreras.
Este genocida era, en septiembre de 1973, comandante del Regimiento de Ingenieros Tejas Verdes, que fue el laboratorio que dio forma a la Dirección Nacional de Inteligencia (DINA) de la que fue creador y director. Según se señala en el referido libro, Tejas Verdes fue “el nido de la DINA”. Allí se capacitaron en métodos de tortura cientos de uniformados, que pasaron a integrar las filas de la DINA. Cosme Caracciolo, líder histórico de los pescadores artesanales chilenos, entregó el testimonio del horror vivido por él en dicho centro de detención, tortura y exterminio. “Tejas Verdes representa, para mí, una de las cuestiones más tristes, más turbias y más oscuras que se pueda recordar de la Dictadura. Fíjate que cualquier persona que pasaba por el puente Las Rocas, hacia San Antonio o hacia Las Rocas de Santo Domingo, podía ver el campo de concentración, podía ver las torretas con las ametralladoras. Era igual que las imágenes que guardábamos de las terribles películas de los campos de concentración nazi. Eso era lo que la gente veía y yo creo que eso se hizo para infundir terror en la población”.
Cosme Caracciolo señala que fue detenido el 10 de marzo de 1975, en una redada que se hizo en San Antonio en contra de militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR): “Yo estaba en mi casa; ese día, habíamos estado trabajando en la mar con mi padre y con otro par de compañeros pescadores […] cuando me desperté me di cuenta que los militares estaban dentro del dormitorio y me habían puesto en la cabeza el cañón de la ametralladora […] había uno que me pegaba con el cañón en la cabeza, y yo miro al lado y veo a mi esposa, la Tere, que estaba sentada en la cama: estaba llorando con la guagua [su hijo Luciano] en brazos, y yo les pedía a los militares, que venían con gorro pasamontaña […] que si me iban a hacer algo, me sacaran de ahí”.
“Me sacaron del dormitorio; mi mujer quedó llorando, en la casa; en el patio me golpearon, me amarraron y me vendaron […] Cuando me llevan a la camioneta, sentí el llanto de mi hermana Belinda… ella estaba en la cabina de la camioneta y me pedía perdón… ahí me di cuenta, por sus gritos […] que la habían sacado de la casa para que dijese dónde yo vivía”.
Al llegar al lugar de reclusión y después de tenerlo un par de horas en el piso, iniciaron el `interrogatorio´. “Yo, lo único que pedía era que liberaran a mi hermana: [ella] había tenido un parto hacía muy poco tiempo… entonces. yo lo único que quería era que la liberaran”.
Como a los tres días, uno de los guardias le informó que la habían soltado. Poco después, ella se fue a Suiza, país en el que aún está radicada.
Cosme continúa su narración: “Esa noche me llevaron a sesión de interrogatorio; es decir, de tortura […] Me metieron a una sala con la ropa que estaba no más y me tiraron sobre una camilla, o cama. Me pusieron unos perros metálicos en los lóbulos de los oídos y bueno, ahí [comenzó] una sesión de electricidad. Llegaba el momento en que era tan fuerte la electricidad que uno empezaba como a convulsionarse… y ahí te paraban la electricidad y volvían a preguntarte huevadas, tonteras, estupideces […] Para mí eran cuentos, invenciones; entonces, no podía tener respuestas a esas cuestiones… creo que me desmayé después, porque sentí como me llevaban en el aire y me tiraron entre medio de los compañeros que estaban en el piso”.
“Toda esa noche, estuvieron sacando compañeros y los sometían a lo mismo que me habían sometido a mí […] no podías dormir… no sabías si la luz estaba encendida, o apagada. No sabías si estaban los guardias adentro… de repente escuchabas: ‘aquí viene un huevón, aquí traemos uno’ y lo tiraban al piso […] yo intenté conversar con los compañeros que llegaban, para darle un poco de fuerza […] y nos agarraban a puntapiés y culatazos a los que tratábamos de conversar con los que venían llegando. Esa fue la primera noche, fue una noche horrible y esto continuó así, sin parar”.
El pescador Caracciolo, que durante la primera década de este siglo presidió la Confederación de Pescadores Artesanales de Chile (CONAPACH), expresa que, a pesar de lo horrible de las torturas, lo que más le afectó fueron las humillaciones.
Dice que durante los primeros cinco o seis días de reclusión no recibió alimento alguno. Transcurrido ese tiempo, le soltaron las manos a él y a otros cuatro detenidos y los invitaron a comer. “Era sólo una fuente para cuatro prisioneros. Yo, instintivamente, traté de apropiarme de la fuente, y para hacerlo atiné a golpear a mis compañeros”.
Dice que, luego de unos segundos, recapacitó, lloró y dejó de comer. Esa experiencia la recuerda como la peor de toda su vida. “Nos rebajaron a la categoría de seres irracionales, porque podría haber sido un hermano al que le pegaba, por un poco de comida”, manifiesta.
Caracciolo estuvo detenido cerca de tres meses, en los que fue torturado casi todos los días. Al ser liberado, le pidieron a él y a otros prisioneros que contaran que habían sido tratados bien.
A pesar de los tormentos vividos, Caracciolo –que, ahora, tiene 60 años– inició una lucha clandestina contra la Dictadura, que nunca abandonó. De hecho, aún es uno los dirigentes sociales más combativos de Chile.
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Esta nota, también, fue publicada en Revista Proceso (México)
Francisco Marín
El Ciudadano* – 26 de diciembre de 2013